Cuando era pequeña era tan devota que unas navidades me escapé de casa para ir a una iglesia a hacer compañía al niño Jesús, que tan solito se debía encontrar mientras todo el mundo comía turrones. Mis padres me riñeron, claro, pero les brillaban los ojos. Recuerdo aquel árbol de navidad de plástico cuyas ramas desplegábamos cada año dándoles la inclinación necesaria para que no se resbalaran los espumillones de colores hipnóticos pero suficiente para que pareciera un abeto. También recuerdo el río de papel de plata y los bosques de musgo que rodeaban el pesebre, con aquel ángel pendiendo en lo alto siempre a punto de precipitarse sobre los pastores más madrugadores. Los reyes se iban acercando un pasito de camello cada día. Yo aprendí a pintar al óleo y unas navidades pinté una casa muy remota en el medio de la nieve. Con el paso del tiempo, sin quererlo, dejé de entender algunas cosas de El Espíritu de la Navidad. Más adelante me nacieron cuatro niños, y los adoré con reverencia y fervor navideño. Regresaron los espumillones y ese escenario bíblico con cerditos de plástico y pastores de diferentes tamaños.
Ahora que han
pasado ya muchos reyes, nos hacemos regalos al azar, no hay ni un adorno en la
casa y los únicos rituales que celebramos son los del encuentro y la risa. Hoy
me he despertado preguntándome cómo podría felicitar las navidades con este lío
mental que tengo sobre el tema. Y he pensado en hacerlo deseándoos que
disfrutéis de todas vuestras epifanías con esta acuarela de mi amiga Pepa, que en
cada encuentro nos muestra cómo vivir, cómo nacer.