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lunes, 18 de mayo de 2015

Sublimación






Y las azules, las del abuelo con la barba del mismo color, son prodigiosas. Salen enseguida, derrapan por el tablero, devoran, cuentan hasta veinte, y a continuación se esconden en su casa. Las tres jugadoras de turno agitan los cubiletes con sus manos de pergamino y contemplan embelesadas a este campeón tan fiero y seductor, mientras hacen como que se olvidan de contar.

Y es que no lleva nada bien que las nuevas auxiliares de enfermería del asilo le hagan carantoñas con todo el descaro de su juventud. A él.  Sin sospechar en absoluto de lo que sería capaz si pudiera mover ficha de verdad. 





La  semana pasada me animé a enviar un relato al REC  ( Relatos en cadena, de la SER). Solo he enviado tres  en todo el tiempo que llevo escribiendo, no va conmigo tanta presión y limitaciones. Esta vez lo hice porque la frase del inicio era la última de mi amiga Mel Nebrea, ganadora de la semana anterior.Me costó escribirlo en tan poco tiempo. Y no ha habido suerte, claro. Pero igual valió la pena intentarlo.Va por tí, Mel, ¡y suerte en la final mensual!.   


miércoles, 13 de mayo de 2015

One million years B.C.




Si el asteroide no hubiera provocado un cráter de diez kilómetros en Chicxulub, península de Yucatán, jamás habrían existido las actrices. Ni los directores de cine. En lo que a mamíferos se refiere, se esperaría que malvivieran solamente algunos escurridizos ratoncitos.
Ligar nuestra existencia a la azarosa trayectoria de semejante pedrusco nos deja confundidos y meditabundos. Algunos sienten una culpabilidad cretácica y se justifican con delirantes argumentos. Uno de ellos defiende que permitir que la despampanante Raquel Welch anduviera en biquini entre dinosaurios en aquella película ha sido el único intento  –inverosímil, anacrónico, sí, pero necesario– de rendir tributo a quienes estaban predestinados a ser los auténticos  terrícolas.


miércoles, 6 de mayo de 2015

Familias sin fronteras






 El papá gordo, la mamá flaquita. Ambos cuarentones. Pasean por el aeropuerto de Orlando con dos niños rubicundos y ostensiblemente miopes. Los cuatro mascan chicle y visten de uniforme: pantalón corto de color rojo, sandalias con calcetines blancos, camisa floreada y gorra de Goofy con orejotas negras colgando sobre sus propias orejas. Se exhiben indolentes, ajenos al efecto que producen.
Los observo sentada en la sala de embarque mientras simulo hojear una revista. Ellos nos miran de reojo. Familias del mundo reconociéndose por encima de razas y estilos. Mirándose ligeramente  por encima de sus orejas,  aupados mucho más allá de sus ombligos.
Durante un instante, mis dos hijos  —morenos, con sus polos blancos y sus discretos pantalones beige— desearían pertenecer al club Disney, y los pequeños Goofys americanos querrían, en un descuido, huir de sus padres de ficción.
El desfile de canes se dirige a una puerta de embarque distante, produciéndome un enorme alivio y el inexplicable deseo de encontrarme acurrucada en el sofá de mi casa.
Ya sentados en el avión, mi marido y yo filosofamos sobre lo azaroso del destino de las personas dependiendo del lugar de nacimiento. A continuación, vuelvo la cabeza hacia el asiento de atrás para sonreír a mis nenes. Tengo que parpadear con fuerza porque me ha parecido ver dos hocicos de perro sobre sus correspondientes cabezas rubias y miopes, volando de regreso a Barcelona.



viernes, 1 de mayo de 2015

Un experimento científico

  

Tras dos décadas investigando en el zoológico de Cincinatti, el eminente naturalista se trasladó al Congo para observar a los sujetos en su medio natural.
Se encerró en un cubículo de bambú. Desde allí estudiaba sin interferencias —a través de un orificio disimulado con una planta trepadora el lenguaje de los chimpancés. Registró su parloteo, transcribió sus palabras llenas de vocales, las comparó con las que había grabado de los simios cautivos y descifró treinta de ellas que significaban cosas tan aparentemente humanas como me alegro, te saludo, me duele, déjame en paz o qué sorpresa. También le pareció detectar alguna que otra mentira.
Al principio se acercaban tímidamente, atraídos por los sonidos del fonógrafo que reproducía los alarmantes mensajes de los chimpancés del zoológico. Con el tiempo se turnaban para asomarse por las rendijas emitiendo chillidos de placer y observar al científico mientras éste tomaba notas y trataba de imitar su idioma.
Un día, cuando la jaula del profesor ya formaba parte del paisaje, se reunieron en consejo los chimpancés más ancianos. Discutieron en su complejísimo lenguaje si las condiciones del cautiverio impedirían revelar el comportamiento que tendría el animal en libertad.
Aunque no pudieron realizar más réplicas del experimento, al final llegaron a la rotunda conclusión de que los humanos no poseían un lenguaje articulado que tuviera significado alguno.