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domingo, 20 de octubre de 2013

Raíces


Fotografía de mi ex alumno David Nuñez Cárdaba

   Todas las noches, miles de insectos son atraídos con la fuerza de un imán hacia la chimenea de la central. Tras varias horas de festín luminoso, agotan su metabolismo y caen al suelo, formando una gruesa costra de cadáveres crujientes que cada mañana ha de ser eliminada por la brigada de limpieza.
   También encuentran pájaros desorientados que se han quedado atrapados en los hierros de las estructuras de la construcción, reptiles verdes y antiguos que respiran desacompasadamente sobre un muro de cemento , y murciélagos que aprovechan las esquinas de las barracas donde duermen los trabajadores para colgarse boca abajo en racimos palpitantes.
   Atraídos por la luz y por el calor, montones de animales acuden alucinados desde la selva que rodea el círculo calvo donde  se está construyendo la central térmica  en turnos que cubren las 24 horas. Una inevitable fuerza centrípeta los atrae sin remedio. La energía telúrica que pretende cicatrizar la herida impulsa a semillas, raíces y animales a recuperar el territorio que les pertenece con la inconsciencia de los mártires.
     Al ingeniero Vila no le molesta levantarse dos horas antes de que comience su turno para barrer caparazones de coleópteros y para registrar cada rincón de los barracones y así asegurarse de que no hay escorpiones ni serpientes. A veces  ayuda a la brigada que limpia periódicamente de nuevos brotes vegetales el contorno interior del área robada a la jungla.
    Soporta, con flema de soltero meticuloso, todas las incomodidades que su trabajo le proporciona: temperaturas extremas,  turnos de doce horas, aislamiento social y cambios constantes de destino. Ha vivido  situaciones límite en lugares peores: recibió dosis extremas de radiación mientras montaba una central nuclear, ha sentido la fuerza del mar como una vibración constante en su cuerpo durante los meses que estuvo destinado en la plataforma petrolífera del mar del Norte, y no hay nada que se pueda comparar a la impronta que deja en el alma la aridez del desierto en Libia. La puesta en funcionamiento de esta central no supone un reto especialmente difícil para él.Pero la dimensión exagerada con la que se maneja la vida en esa tierra  sí que ha supuesto una auténtica lección. Todos los procesos vitales amplificados: los olores en las calles de Bombay, la putrefacción del manto vegetal, la suciedad como condición de lo humano, las piras funerarias  pintando el cielo de gris, la humedad irrespirable, las moscas….La hermandad humilde de la vida con la muerte, la resignación a lo imperfecto y a lo grotesco. La alegría en medio de la descomposición.
     Él mismo, en los dieciséis meses que lleva en la India, ha incorporado a su vida ese entramado entre austeridad y exuberancia, y ya no le preocupa comer solamente una vez al día, ni le duele como al principio ver morir a la gente en la calle.
Contribuye a contrarrestar la fuerza de la naturaleza con la resignación del quien sabe que tiene la guerra perdida  de antemano, pero con la estrategia del que pretende engañar al enemigo durante unas cuantas batallas más. Como los otros trabajadores, barre insectos y corta raíces,  pero además se ha adjudicado una tarea personal: deshacerse de los ratones que pretenden hacer su guarida entre los víveres de la despensa. Uno de los nativos le ha explicado que ese tipo de ratones, llamados de cola de lápiz, construyen sus nidos en el interior de los tallos del bambú. A veces se pregunta por qué se implica tanto en estas labores que no le corresponden.
       Hombre de rutinas, cada día, antes de empezar el turno, se dirige a la cocina y comprueba si su artilugio ha funcionado. La jaula con trampa que él mismo construyó es un ingenio eficiente: los ratones, atraídos por el cebo, entran en ella y ya no pueden salir. Un amasijo de ojos y rabos nerviosos se amontonan cada madrugada tras las rejillas de la jaula. El ritual es sencillo pero debe ser realizado con pericia: después de  comprobar el número de ratones que han caído en la trampa, cuelga la jaula de un garfio y  sin hacer ruido la saca de la despensa. Suele cruzarse con los trabajadores del turno de noche que terminan su jornada.
       Se dirige a la cuba de agua de refrigeración y sumerge la jaula-trampa en ella durante cinco minutos. El tiempo necesario para que los pequeños mamíferos emerjan con los pulmones anegados. Mira a los sorprendidos cadáveres y, contagiado por el animismo hindú, les pide perdón. A continuación inicia, con un tímido sol como testigo, el trayecto hacia la frontera entre el cemento y la jungla, y devuelve lo muerto a lo vivo para que sea regenerado.
       En pocas horas los ratones se convertirán en un montoncito de huesos blancos y descarnados. Siempre que vacía la jaula sobre el suelo virgen se acuerda de una escena que vio una vez: los huesos limpísimos  que dejan los buitres en las plataformas sobre las que los parsis depositan los cadáveres de sus difuntos,  para poder enterrarlos después despojados de todo excepto de su naturaleza mineral.

      Regresa despacio hacia la central, aspirando profundamente el único aire fresco del día. Toma aliento de la naturaleza que recién se despierta, coge sus cosas y empieza  su jornada de trabajo. Así transcurren los días, las semanas, los meses. Trabajando. Tomándole el pulso a la vida. Conviviendo con hombres reconcentrados y huraños. Descansando en el hotel de Bombay durante los días libres. Viviendo despacio pero intensamente, con la cadencia de las lluvias y de las implacables nubes de mosquitos.
      La central está prácticamente terminada. En un mes podrá empezar a producir energía. Su función allí habrá acabado. 
Hoy, el ingeniero Vila se levanta de madrugada y cumple como cada día con su ritual de limpieza en la cocina. Cuando regresa con la jaula vacía lo detiene el capataz nativo que dirige el turno de noche  y le pregunta  tímidamente si puede hablar con él.
    En el despacho del ingeniero, el hindú, olvidándose de su rango inferior y de su defectuoso inglés, le explica que lo que hace no es correcto. Que los seres vivos son sagrados. Que en la India no se puede matar a ningún animal. Que alguno de esos ratones podrían ser la reencarnación de una persona. De algún antepasado. De su propio abuelo. Al terminar,  al hindú le sudan las manos y nota un ligero temblor en su estómago. La tela mosquitera filtra los primeros rayos de luz.
     El brillo negro en los ojos  de ese hombre valiente que lo puede perder todo en un instante, la mención de lo sagrado y el recuerdo de la última visita a su abuelo español cuando era niño se mezclan en su cabeza produciéndole un estado de estupor que no le permite contestarle al hindú lo que piensa. Lo que piensa es que su abuelo, ese  médico propenso a los ataques de ira y a  hacer imposible la vida a toda su familia, merecía haber sido ahogado en una gran cuba de agua en su día, y ese día, al fin había llegado. Era el ratón más oscuro de los que ha recogido esta mañana, está seguro. Sus huesos alimentan ahora la jungla que un día devorará con toda su virulencia los restos de la central. El ya no estará presente, pero la furia de su abuelo habrá servido para algo más que para convertir en una llaga sangrante la vida entera de su abuela, doña Leonor.
    El ingeniero, sintiendo el alivio de la justicia cósmica, le da las gracias al capataz  y le pide que se retire, sin imponerle ninguna sanción por su atrevimiento.
   A la mañana siguiente, recoge la jaula como siempre, camina selva adentro un buen tramo y  cuando llega al pequeño bosque de bambúes abre la puertecita de la jaula con mucho cuidado y suelta a seis ratones aturdidos que corren y desaparecen entre los tallos de bambú.


   Regresa a su trabajo con la ligereza que sienten los que saben que ya han cumplido con su destino.




Este relato es uno de los contenidos en mi libro "Hormonautas".Lo he ligado a las Beta endorfinas: "hormonas que inhiben la percepción del dolor cuando el estrés y el daño alcanzan niveles críticos, restableciendo el bienestar físico". 

jueves, 17 de octubre de 2013

Asistencia médica privada




Lo primero que se preguntó al sentirse golpeada por su halitosis fue cuánto tiempo haría que no era besado por una hembra. Entonces, retirando el torno de su muela, se quitó la bata blanca y besó al fauno, inaugurando así una era.



sábado, 12 de octubre de 2013

Capicúa


Llego media hora antes de la cita para hablar con la enfermera. Espero, parapetada tras un libro de muchas páginas, bajo una luz verdosa de fluorescente aunque es pleno día. Los pósters que adornan las paredes amarillas me recuerdan que no somos nadie y que hay que estar siempre alerta, ser precavida, avisar al primer síntoma, no tomar antibióticos en un resfriado y dar de mamar a los bebés.  
Por fin aparece la enfermera y la abordo con la obsequiosidad con la que nos dirigimos a los que tienen en sus manos nuestra salud y nuestra paciencia. En voz baja, como si le contara un secreto, le susurro:
-Mire, perdone, soy Paz Monserrat-le digo- tengo hora con el endocrino a las 9.30, pero resulta que tengo que ir al entierro de mi tío. En realidad el doctor solo tiene que darme el alta de mi tiroiditis ¿le parece que sería posible hacerme pasar antes de mi turno?
-Espera un momento, voy a pasar lista a ver si están los primeros.¿Montserrat Paz?
Cuando estoy a punto de decirle que se ha equivocado, que es al revés y que ésa soy yo , una mujer de mediana edad, con obesidad mórbida, levanta la mano y dice “servidora”.
La miro asombrada y le explico que yo me llamo Paz Monserrat. Intercambiamos unas cuantas frases y sonrisas cómplices, algo manido sobre las coincidencias y los apellidos que también son nombres.
-¿Le importaría dejarla pasar? Es que tiene que ir a un entierro.


Mira en silencio a la enfermera, luego me mira a mí, y a continuación dice que ella también tiene sus obligaciones, que siempre pagan los mismos. Nombra a los justos y también a los pecadores, y suelta otros muchos lugares comunes  que se adaptan a la situación. Entre los espacios que separan las letras de ese aluvión de palabras con el que me está sepultando asoma su único pensamiento: que me estoy inventando lo del entierro.
Una vez más me admiro de la energía que tienen las personas con mucha grasa corporal, y sintiendo mi vulnerabilidad de flacucha convaleciente, me rindo sin luchar y me resigno a esperar mi turno.
Pero como colofón a su discurso, suelta :¡ Vengaa, que pase!
Entro. Me dan los resultados. Como ya me había dicho por teléfono los análisis están bien. Me va a dar el alta. Podría haberse complicado. He tenido mucha suerte de que no me haya quedado una tiroiditis crónica. Muchas gracias. Que alivio. Que no me olvide de dárselo al médico de cabecera. Gracias otra vez.
-Y gracias por dejarme pasar-le digo a la enfermera al salir, mirando el reloj - me voy, que llego tarde...y espero que no esté todavía enfadada mi “complementaria”.
-Si,  menuda mala leche que tiene la tía-me contesta la enfermera mientras acompaña la puerta.
Salgo, y me topo de narices con Montserrat Paz, que está esperando tras la puerta y seguramente ha oído todo lo que decíamos.
 Me observa con la autoridad que da perdonar la vida a un mosquito cuando una tiene diez veces más entidad real, humanidad y fuerza vital que una piltrafilla como yo, la misma que con el alta recién estrenada tiene una taquicardia digna del episodio más agudo de su tiroiditis, y baja las escaleras camino del cementerio como si hubiera visto un fantasma.  



miércoles, 9 de octubre de 2013

Ciencias naturales



Mi profesora de ciencias está esperando su primer hijo a los cuarenta y cinco, la misma edad que tiene mi abuela.
Hoy nos ha puesto un dubedé sobre la gestación y el parto en el que salía una mujer inglesa mu fea que explicaba toa su experiencia con el embarazo y se acariciaba la barriga flipando. Tenía treinta años, como mi mama.
Mandeber lo que les pasa a estas payas, que cuando tienen los hijos ya están chungas y  revenías. Jamematen si lo entiendo. Se les ha olvidao algo muy importante: que lo natural es parir los hijos cuando se es joven pa poder disfrutarlos.
A mi profesora tol mundo en el instituto la felicita por estar preñá.
En cambio a mí nadie me dijo na cuando, la semana pasada, cumplí quince años y noté las primeras pataditas de mi churumbel. 
El que me dará nietos cuando yo tenga la edad de mi profe.


 Dedicado a Guillermo Mayr, futuro abuelo cuyo reloj biológico lleva la edad exacta.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Domingo en el zoo

                                                                                                              foto:  Ali Jarekji  

La visita anual al Zoo resultó, como siempre, agotadora. Y un poco deprimente, la verdad. Los niños la disfrutaron, claro, corriendo de aquí para allá, riéndose de lo que hacían los macacos, esquivando pavos reales albinos, subiendo al trenecito. Reconozco que con las nuevas instalaciones todo tiene un aire más aséptico, más moderno. Hasta los delfines lucen más lustrosos y disciplinados.

Solo las jaulas situadas al fondo del parque conservan la antigua atmósfera decadente, ese tufo característico de zoológicos y circos. Allí se guardan los animales más antiguos, los olvidados, los que ya no están de moda. Un dientes de sable lleno de sarna se mueve en círculos dentro de su jaula mientras unos dodos medio desplumados deambulan picoteando restos de bolsas de patatas por afuera. Los mamuts resoplan de calor en su charco hediondo y el último tigre de Tasmania observa lo que queda del mundo con sus ojos rubios.

Pero lo más impactante fue volver al recinto de los primates. La visión de esas jaulas me persigue como una culpa. En la última, agarrado a los barrotes, un desdentado Neanderthal me miraba fijamente. Como si me reconociera. Como si quisiera decirme algo vital, o señalarme algún espanto que ya conozco pero que no atino a recordar.

                        

Este texto ha sido incluido en el número 71 de ficción breve de  la revista Axxón.¡Gracias! 
http://axxon.com.ar/rev/2013/09/ficcion-breve-setenta-y-uno-varios-autores/