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domingo, 16 de abril de 2017

La guarida

Duane Keiser 


Ayer visité a un amigo de adolescencia.
Me enseñó su biblioteca.
Intercambiamos títulos, acariciamos lomos, encadenamos autores. Me mostró sus flamantes adquisiciones, tersas, listas para ser catalogadas.
Cubríamos nuestros ojos alternativamente con las gafas de cerca y las de lejos, en un baile sincopado y torpe. Diminutas pirotecnias se reflejaban en las lunas de las lentes. Avanzábamos a tientas. Deja que piense, ¿cómo se llamaba ese libro? Entonces se encendía una luz y salían cuatro autores canadienses derechitos de mi boca a su oído. Otros cinco europeos en un prodigioso viaje de vuelta. Después nos sobrevenía un silencio denso, casi sagrado.
Me pasó las ediciones más preciadas como quien entrega un diamante. Yo adivinaba destellos entre las letras que avanzaban elegantes y pulcras hacia el final. Él asentía con gesto experto. Que a los dos nos hubiera gustado aquel novelón nos inundó de un extraño agradecimiento.
Una hora después salimos de la habitación con los ojos brillantes y un cansancio oxigenado. Hambrientos y algo despeinados, volvimos a nuestras vidas. Esas vidas vulgares y melancólicas,  en donde nadie conoce nuestra desaforada pasión.



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