Entiendo que
la palabra adolescente produzca urticaria. De hecho, cuando los veo en grupo por
la calle o entrando en un tren, cambio inmediatamente de acera o de vagón. Pero
no permito objeciones a lo real de la conexión y el cariño que he sentido con
la mayoría de mis alumnos. No me gustan los niños, pero criar a mis hijos ha
sido una aventura asombrosa y llena de luz. Los perros ajenos me producen compasión,
pero llevo muchos años sintiéndome salvaje y audaz cuando salgo a correr con
los míos por el monte. Soy una solitaria que vive feliz con su tribu, en una casa
siempre llena. No necesito ser muy sociable, ni demasiado simpática, pero cuido
a mis amigos con cariño y tesón. Solamente hay una categoría que no supera la
concreción: las figuras de autoridad impuestas y arbitrarias. El contacto con
la mayoría de los jefes, algunas monjas de mi infancia, la gente que te dice lo
que debes hacer… siempre me produjo algo parecido al sarpullido. Me escurro por
los rincones e intento hacerme invisible en su presencia, como si quisiera
evitar una emanación radiactiva. Y siempre he acabado teniendo conflictos velados
o directos con ellos.
Me pregunto cómo
gestionaré el hecho de que dentro de poco no tendré más alumnos, todos mis
hijos volarán, y los perros acabarán su vida demasiado corta. Cómo haré para no
odiar a todos esos colectivos si no tengo ejemplares concretos para desmentir mi
fobia a las categorías. Ya veré. La única ventaja, grandiosa y liberadora, es
que ya no tendré jefes. Espero no acabar mis días en un asilo regentado por
monjas.