Nos tiene acorraladas
contra un muro que supura un agua corrosiva. Somos varias mujeres. Estamos
desnudas, aterradas. Parece muy indignada. Como si contuviera una furia áspera,
arenosa. Como si tensara un cable. Pétrea como una estatua de mármol, imponente
como una guardiana de campo de concentración. Ahora se dirige a mí y me riñe
con esa actitud que tanto admiro en los actores: controlando la situación sin
necesidad de alzar la voz, solo torciendo ligeramente la boca y entornando los
ojos.
No sé cuál era el motivo de su enfado, pero la humillación a la que me ha sometido la estricta gobernanta del último de mis sueños hace que experimente un enorme alivio al despertar. A pesar de que lo primero que ven mis ojos es la gotera que la vecina de arriba se niega a reparar. A pesar de que hoy me estreno como presidenta de la comunidad de vecinos. A pesar de que en la lista de asuntos a tratar en la reunión destacan unos cuantos puntos ─enormes y antiguos─ a colocar encima de sus correspondientes íes. A pesar de que soy incapaz de entornar los ojos como hacen los actores cuando dan miedo.