Blanca trata de
imaginar cómo debe de ser la cosa por dentro: microgotas de suero amarillento
que van resbalando por las paredes, decantándose hacia el fondo de una esfera
vacía. Gota tras gota, plip, plip, igual que un grifo mal cerrado,
rellenando la burbuja. Burbuja tras burbuja, miles de ellas, llenándose hasta
quedar tersas como globos. Y de repente, cuando todas ellas están a punto de
estallar, provocándole una plenitud
insoportable, se moviliza una red de diminutas tuberías interconectadas en
perfecta coreografía y se acoplan a cada una de las burbujas. Aliviadas, éstas
vierten el líquido en un entramado de tubos que convergen en un gran río blanco
que se desborda a través de cien orificios hacia el vidrio grueso y frío.
Para que ocurra todo esto sólo hay que apretar
con decisión la goma rosada del sacaleches.
Blanca
está encerrada en uno de los baños del aeropuerto de Madrid. Se aplica el
artilugio a cada una de sus mamas hinchadas y cuando el receptáculo inferior se
llena vierte el líquido blanco en un vaso de
plástico que ha robado del avión. Mientras lo hace puede oír el vaciado de
varias cisternas y el ruido discreto, pero
inconfundible, que hacen las mujeres cuando
esperan, se arreglan, se retocan o se lavan las manos. Por suerte, ella se ha
metido en el baño de minusválidos y supone que no habrá nadie esperando ante su
puerta. No puede darse más prisa. Hay que vaciar bien los dos pechos, pues si se queda leche retenida se le podría
producir una mastitis como le ocurrió con su primer hijo. Y no recuerda una sensación más desagradable.
Por fin consigue
acabar. Es un tipo de molestia llevadera pero un tanto agotadora, como cuando
la depilan, pues requiere poner en práctica unas buenas técnicas de relajación,
aprender a verse a sí misma desde lejos y
pensar en otra cosa.
Ella siempre visualiza
lo que le está pasando a través de imágenes científicas, frías y a veces bastante
psicodélicas. Cuando se depila piensa en folículos pilosos, colágenos y epidermis
formados por capas de diferentes colores. Ahora en burbujas blancas, pezones que parecen duchas
y conductos bailarines.
Casi ha conseguido
llenar el vaso. Cuando lo va a vaciar en el lavabo se sorprende a sí misma
sonriéndole al espejo y bebiéndose de un trago su propia leche. No ha
desayunado nada y no puede entretenerse en comprar un bocadillo, tiene que
llegar a tiempo al centro de Madrid. Antes de salir del baño se lava las manos,
limpia el sacaleches con una servilleta y deposita el vaso vacío en la
papelera. Después enciende el secador de
aire, tira de la cadena como avisando de que va a salir, y sale con gesto de
orgullo minusválido.
Aliviados sus
pechos de la enorme tensión que ha sufrido durante el vuelo y reforzada gracias
al reciclado de los nutrientes destinados a sus mellizos, emprende su camino
hacia el autobús que la llevará al examen, convencida de que lo va a aprobar
con nota. Ya son las nueve de la mañana. La prueba empieza a las diez.
Mientras tanto, en
su casa de Barcelona, su madre y su suegra intentan dar por primera vez un
biberón a los mellizos. Ambas mujeres,
expertas criadoras de hijos y de nietos, se miran asombradas ante el lío en el
que les han metido. En realidad les parece un disparate destetar a unos
lactantes de dos meses de estas maneras, de repente y sin previo aviso. Pero
ambas son mujeres prácticas, sensatas, con sentido del humor y acostumbradas
por la vida al “más difícil todavía”. Lo último que querrían es crear rencillas
familiares diciendo lo que piensan de las madres modernas que hacen Masters a distancia mientras están
embarazadas. Así que proceden, entre divertidas y nerviosas, con la misión que
se les ha encomendado. Mientras Juanita
calma a los bebés poniéndoles los chupetes, Carmen acaba de hervir los
biberones recién comprados, mezcla el agua caliente con los polvos de leche
maternizada y los agita a fondo. Los niños se han despertado con hambre, sobre
todo la niña que no para de berrear.
—Ya va, ya va. En
un momento estarán a punto –los tranquiliza Carmen desde la cocina mientras
coloca los dos biberones bajo el chorro de agua fría.
Apretando la
tetina, se echa un chorrito de leche sobre el dorso de la mano para comprobar
la temperatura y se dirige a la habitación donde se encuentran las cunas. Dos
sillones orejeros esperan ansiosos. Juanita sujeta al niño con un solo brazo y
lo acuna moviéndose de atrás a delante mientras sube y baja el brazo suave pero
rítmicamente.
Se sienta en el
sillón, coloca el niño reclinado en su regazo, le quita el chupete, agarra el
biberón e intenta sustituir una tetina por la
otra. El niño chupa con fruición. Al momento está estornudando leche por
la nariz, llorando y moviendo desacompasadamente brazos y piernas. Carmen lo
intenta con la niña, convencida de que lo tienen que conseguir como sea, pero
por otro lado arrepintiéndose de haberle inculcado tanto a su hija lo
importante que eran los estudios. A ellas, que conocen todos los secretos de la
crianza en tiempos mucho más duros, no se les van a resistir dos mocosos que le
hacen ascos a un biberón.
Después de una
hora y media, los mellizos se han tragado los 150 ml de leche y ahora retozan abotargados en sus cunas,
mientras las dos abuelas sonríen triunfantes, salen sigilosamente de la
habitación y se sientan en la cocina a tomar una copita de anís para celebrar
que han ganado la primera batalla. Todavía les quedan cuatro tomas más hasta que la flamante “Máster en gestión de
energías renovables” regrese con el
último puente aéreo del día.
—Por favor, dejen
sus bolsas en la entrada y enseñen su
DNI a mi compañero, él les dará las hojas del examen. Como ya saben, disponen de dos horas para realizar esta primera
parte. Después habrá un descanso de media hora y a continuación tendrán una
hora y media para el ejercicio práctico.
Blanca entra en el
aula casi sin aliento. Ha tenido que lidiar con una máquina de bebidas que ha
dejado colgando, en equilibrio inestable, el envase del zumo. Después de
propinarle dos buenos empujones, el zumo ha caído al compartimento inferior. Al
intentar recogerlo, la tapa le ha pillado
la mano como si se tratara de una trampa para alimañas. Ha empezado a
beber el zumo multifrutas haciendo equilibrios con la bolsa, la carpeta y el monedero, y lo ha acabado justo a tiempo
para entrar en el aula junto a los últimos
estudiantes. El hemiciclo está lleno. No imaginaba que hubiera tanta gente
matriculada en ese postgrado. Todos esos también habrán pasado todo un año
estudiando los temas en sus casas, participando en los foros sobre reciclaje,
placas solares y aerogeneradores. Como ella, habrán hecho un proyecto, y, a la
vez que trabajaban en sus empresas, le han robado tiempo al sueño para preparar
el temido examen presencial, pensando ser los únicos con la suficiente fuerza
de voluntad para conseguirlo. El aula está llena de treintañeros demasiado
parecidos a ella: coleccionistas de títulos, eternos estudiantes nostálgicos de
los años de universidad, que necesitan ser
examinados constantemente para demostrarse lo que valen. Cuando se dirige con
el examen a su sitio, no puede evitar sentirse como una oveja que es llevada al
matadero cuando ella creía que era conducida a comer jugosos pastos.
Domina el tema, la
primera hora y media no para de escribir. Las respuestas fluyen sin problema.
Se lo va a sacar. Pero cuando se encuentra a punto de contestar a una pregunta
sobre desarrollo sostenible, una oleada de calor le brota de la cintura, recorre
todo su cuerpo y desemboca en un doloroso pellizco en lo más interno de sus
mamas, como si le hicieran un nudo por dentro. En un minuto tiene todo el
cuerpo empapado en sudor frío, y los protectores
de su sujetador saturados de leche. No ha debido
de sacarse la suficiente en el aeropuerto y ya casi han transcurrido las tres
horas fisiológicas para la segunda toma. Todavía queda media hora. Cinco
preguntas. Nunca había tenido tanto calor, tanta sed y tanta hambre. Odia el
puto paraíso de la universidad, y a ese funcionario calvo que pasea por los
pasillos cual carroñero saciado y
aburrido. Y no hay ni una maldita profesora vigilando.
Qué estarán haciendo los bebés, necesita más que nunca sus boquitas
chupópteras, las manitas apoyadas en sus pechos, uno en cada teta, aliviándole,
dando y absorbiendo calor.
—Ahora me toca a
mí Víctor ¿verdad?
—Sí, yo cojo a
Laura. Creo que están algo estreñidos. No han hecho cacas en toda la mañana —dice
Juanita metiendo un dedo entre los pliegues del pañal— No sé si tendríamos que
darles un poco de agua.
Las camas ya están
hechas, la ropa planchada, han remendado los calcetines que tenían agujeros, y
Juanita ha frotado con un trapo húmedo las hojas del ficus de la terraza
mientras Carmen tendía la ropita lavada a mano de los mellizos. Una sana
competencia impulsa la acción de estas dos especialistas en dar resplandor a hogares propios y ajenos, y dos horas dan
para mucho.
—Fíjate cómo
duermen, se conoce que la leche de biberón les ha llenado más.
—¿Tú crees que los
tendríamos que despertar? Digo, para estar sincronizadas con los horarios que
Blanca ha dicho que se sacaría la leche, no vaya a ser que luego…
—No, chica.
Déjalos dormir, angelitos -dice Juanita, mientras une parejas de calcetines.
A Blanca se la
llevan los demonios. Ha conseguido acabar la primera parte. Se ha vaciado otra
vez con el sacaleches en el baño. Esta vez ha echado la leche al retrete, y —enfadada consigo misma por ese absurdo acto
de desperdicio que rompe con todas sus ideas previas sobre lo que debería ser
el reciclaje y el gasto energético— se ha dirigido al bar y ha exigido un
bocata de queso. Le han mirado raro cuando ha pedido tomate en el pan. Se han
llevado el bocadillo a la cocina y por fin se lo han devuelto untado con tomate
frito. Se lo ha tragado en tres bocados. El queso ha bajado a trompicones por
su esófago y ha aterrizado rabioso en su
estómago.
Mientras escribe
el ejercicio práctico, sus jugos gástricos trabajan a destajo. El intestino
ruge, se queja. Un reflujo de acidez le asciende a la boca. No le salen los
números. Se rasca la cabeza. Mira al de al lado. Cómo narices se simulaba esta
función en la calculadora, si lo ha hecho mil veces.
Al final, lo entiende. Pasan las dos horas. Quiere irse a
su casa.
Las abuelas se
ríen con el nieto mayor, que ya ha regresado del cole.
El baño del avión es muy incómodo para una madre lactante. La bañerita de los
niños rebosa espuma azul y dulce. Blanca respira hondo cuando le traen la
comida. Los mellizos se toman sus biberones como si nada. La lechuga que le
sirven en esa bandeja de plástico está como amarga. Las abuelas aguantan a
los niños sin el último biberón con el fin de que a las nueve tengan hambre.
Las azafatas se hacen las simpáticas. Las consuegras se toman unas judías verdes
para cenar y hablan de cosas pequeñas y
reales. El taxi ya ha salido del aeropuerto.
Llaman por teléfono a sus maridos y tratan de imaginar cómo estarán
arreglándoselas sin ellas. Dan los pitidos de las nueve en la radio del taxi.
La niña empieza a quejarse y despierta al niño. Dos biberones de agua les
calman momentáneamente. Paga al taxista. Los niños lloran hambrientos. Suena el
timbre y acuden las dos corriendo a abrir llevando
a un niño en el brazo. La bolsa y la carpeta se caen en el recibidor. La leche
desborda las burbujas. Las tuberías se colocan en sus sitios. El pellizco
avisa, los protectores se humedecen. Las boquitas de vampiro se acoplan, y una reconfortante ducha de mil chorros alivia a la
vez la sed de la madre y la de los hijos, mientras todos en esa casa saben a
ciencia cierta que han superado el examen.
Este relato pertenece a mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Va asociado a la hormona Prolactina: *Liberada desde la hipófisis anterior al torrente sanguíneo, en las hembras de los mamíferos regula la producción de leche desde el momento del parto hasta la finalización de la lactancia. Se rige por un sistema de retroalimentación capaz de producir leche a demanda.