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domingo, 28 de mayo de 2017

Peor el remedio


Escher


A la familia no le hace ninguna gracia ese resfriado. Más vale prevenir, subirlo al coche y directos al hospital.  Dos horas en Urgencias. Lo suben a planta. En observación, les dicen. Pero la noche es larga y el viejito está agitado: unas barandillas y un tranquilizante nunca están de más.
Por la mañana desayuna todavía adormecido, sin reflejos, y algo se le desliza por el tubo de al lado. La broncoaspiración convierte el constipado en neumonía. A perro flaco…Hay que tratarla con un antibiótico especial para infecciones hospitalarias. Cinco días más. Ahora está desorientado y apenas puede moverse. Aunque mala hierba, ya se sabe.

Al salir del hospital sus familiares se sienten razonablemente satisfechos con el  servicio médico, aunque algo confundidos. Y con la vaga sensación de no haber administrado correcta y completamente todas las frases hechas que se suelen recetar en estas ocasiones. 


viernes, 19 de mayo de 2017

La vía láctea





Blanca trata de imaginar cómo debe de ser la cosa por dentro: microgotas de suero amarillento que van resbalando por las paredes, decantándose hacia el fondo de una esfera vacía. Gota tras gota, plip, plip, igual que un grifo mal cerrado, rellenando la burbuja. Burbuja tras burbuja, miles de ellas, llenándose hasta quedar tersas como globos. Y de repente, cuando todas ellas están a punto de estallar, provocándole una plenitud insoportable, se moviliza una red de diminutas tuberías interconectadas en perfecta coreografía y se acoplan a cada una de las burbujas. Aliviadas, éstas vierten el líquido en un entramado de tubos que convergen en un gran río blanco que se desborda a través de cien orificios hacia el vidrio grueso y frío.
 Para que ocurra todo esto sólo hay que apretar con decisión la goma rosada del sacaleches.
            Blanca está encerrada en uno de los baños del aeropuerto de Madrid. Se aplica el artilugio a cada una de sus mamas hinchadas y cuando el receptáculo inferior se llena vierte el líquido blanco en un vaso de plástico que ha robado del avión. Mientras lo hace puede oír el vaciado de varias cisternas y el ruido discreto, pero inconfundible, que hacen las mujeres cuando esperan, se arreglan, se retocan o se lavan las manos. Por suerte, ella se ha metido en el baño de minusválidos y supone que no habrá nadie esperando ante su puerta. No puede darse más prisa. Hay que vaciar bien los dos pechos, pues si se queda leche retenida se le podría producir una mastitis como le ocurrió con su primer hijo. Y no recuerda  una sensación más desagradable.
Por fin consigue acabar. Es un tipo de molestia llevadera pero un tanto agotadora, como cuando la depilan, pues requiere poner en práctica unas buenas técnicas de relajación, aprender a verse a sí misma desde lejos y  pensar en otra cosa.
Ella siempre visualiza lo que le está pasando a través de imágenes científicas, frías y a veces bastante psicodélicas. Cuando se depila piensa en folículos pilosos, colágenos y epidermis formados por capas de diferentes colores. Ahora en  burbujas blancas, pezones que parecen duchas  y conductos bailarines.
Casi ha conseguido llenar el vaso. Cuando lo va a vaciar en el lavabo se sorprende a sí misma sonriéndole al espejo y bebiéndose de un trago su propia leche. No ha desayunado nada y no puede entretenerse en comprar un bocadillo, tiene que llegar a tiempo al centro de Madrid. Antes de salir del baño se lava las manos, limpia el sacaleches con una servilleta y deposita el vaso vacío en la papelera. Después  enciende el secador de aire, tira de la cadena como avisando de que va a salir, y sale con gesto de orgullo minusválido.
Aliviados sus pechos de la enorme tensión que ha sufrido durante el vuelo y reforzada gracias al reciclado de los nutrientes destinados a sus mellizos, emprende su camino hacia el autobús que la llevará al examen, convencida de que lo va a aprobar con nota. Ya son las nueve de la mañana. La prueba empieza a las diez.


Mientras tanto, en su casa de Barcelona, su madre y su suegra intentan dar por primera vez un biberón a los mellizos.  Ambas mujeres, expertas criadoras de hijos y de nietos, se miran asombradas ante el lío en el que les han metido. En realidad les parece un disparate destetar a unos lactantes de dos meses de estas maneras, de repente y sin previo aviso. Pero ambas son mujeres prácticas, sensatas, con sentido del humor y acostumbradas por la vida al “más difícil todavía”. Lo último que querrían es crear rencillas familiares diciendo lo que piensan de las madres modernas que hacen Masters a distancia mientras están embarazadas. Así que proceden, entre divertidas y nerviosas, con la misión que se les ha encomendado.  Mientras Juanita calma a los bebés poniéndoles los chupetes, Carmen acaba de hervir los biberones recién comprados, mezcla el agua caliente con los polvos de leche maternizada y los agita a fondo. Los niños se han despertado con hambre, sobre todo la niña que no para de berrear.
—Ya va, ya va. En un momento estarán a punto –los tranquiliza Carmen desde la cocina mientras coloca los dos biberones bajo el chorro de agua fría.
Apretando la tetina, se echa un chorrito de leche sobre el dorso de la mano para comprobar la temperatura y se dirige a la habitación donde se encuentran las cunas. Dos sillones orejeros esperan ansiosos. Juanita sujeta al niño con un solo brazo y lo acuna moviéndose de atrás a delante mientras sube y baja el brazo suave pero rítmicamente.
Se sienta en el sillón, coloca el niño reclinado en su regazo, le quita el chupete, agarra el biberón e intenta sustituir una tetina por la  otra. El niño chupa con fruición. Al momento está estornudando leche por la nariz, llorando y moviendo desacompasadamente brazos y piernas. Carmen lo intenta con la niña, convencida de que lo tienen que conseguir como sea, pero por otro lado arrepintiéndose de haberle inculcado tanto a su hija lo importante que eran los estudios. A ellas, que conocen todos los secretos de la crianza en tiempos mucho más duros, no se les van a resistir dos mocosos que le hacen ascos a un biberón.
Después de una hora y media, los mellizos se han tragado los 150 ml de leche  y ahora retozan abotargados en sus cunas, mientras las dos abuelas sonríen triunfantes, salen sigilosamente de la habitación y se sientan en la cocina a tomar una copita de anís para celebrar que han ganado la primera batalla. Todavía les quedan cuatro tomas más  hasta que la flamante “Máster en gestión de energías renovables”  regrese con el último puente aéreo del día.




—Por favor, dejen sus  bolsas en la entrada y enseñen su DNI a mi compañero, él les dará las hojas del examen. Como ya saben, disponen de dos horas para realizar esta primera parte. Después habrá un descanso de media hora y a continuación tendrán una hora y media para el ejercicio práctico.
              Blanca entra en el aula casi sin aliento. Ha tenido que lidiar con una máquina de bebidas que ha dejado colgando, en equilibrio inestable, el envase del zumo. Después de propinarle dos buenos empujones, el zumo ha caído al compartimento inferior. Al intentar recogerlo, la tapa le ha pillado  la mano como si se tratara de una trampa para alimañas. Ha empezado a beber el zumo multifrutas haciendo equilibrios con la bolsa, la carpeta  y el monedero, y lo ha acabado justo a tiempo para entrar en el aula junto a los últimos estudiantes. El hemiciclo está lleno. No imaginaba que hubiera tanta gente matriculada en ese postgrado. Todos esos también habrán pasado todo un año estudiando los temas en sus casas, participando en los foros sobre reciclaje, placas solares y aerogeneradores. Como ella, habrán hecho un proyecto, y, a la vez que trabajaban en sus empresas, le han robado tiempo al sueño para preparar el temido examen presencial, pensando ser los únicos con la suficiente fuerza de voluntad para conseguirlo. El aula está llena de treintañeros demasiado parecidos a ella: coleccionistas de títulos, eternos estudiantes nostálgicos de los años de universidad, que necesitan ser examinados constantemente para demostrarse lo que valen. Cuando se dirige con el examen a su sitio, no puede evitar sentirse como una oveja que es llevada al matadero cuando ella creía que era conducida a comer jugosos pastos.
Domina el tema, la primera hora y media no para de escribir. Las respuestas fluyen sin problema. Se lo va a sacar. Pero cuando se encuentra a punto de contestar a una pregunta sobre desarrollo sostenible, una oleada de calor le brota de la cintura, recorre todo su cuerpo y desemboca en un doloroso pellizco en lo más interno de sus mamas, como si le hicieran un nudo por dentro. En un minuto tiene todo el cuerpo empapado en sudor frío, y los protectores de su sujetador saturados de leche. No ha debido de sacarse la suficiente en el aeropuerto y ya casi han transcurrido las tres horas fisiológicas para la segunda toma. Todavía queda media hora. Cinco preguntas. Nunca había tenido tanto calor, tanta sed y tanta hambre. Odia el puto paraíso de la universidad, y a ese funcionario calvo que pasea por los pasillos cual carroñero saciado y aburrido. Y no hay ni una maldita profesora vigilando. Qué estarán haciendo los bebés, necesita más que nunca sus boquitas chupópteras, las manitas apoyadas en sus pechos, uno en cada teta, aliviándole, dando y absorbiendo calor.



—Ahora me toca a mí Víctor ¿verdad?
—Sí, yo cojo a Laura. Creo que están algo estreñidos. No han hecho cacas en toda la mañana —dice Juanita metiendo un dedo entre los pliegues del pañal— No sé si tendríamos que darles un poco de agua.
Las camas ya están hechas, la ropa planchada, han remendado los calcetines que tenían agujeros, y Juanita ha frotado con un trapo húmedo las hojas del ficus de la terraza mientras Carmen tendía la ropita lavada a mano de los mellizos. Una sana competencia impulsa la acción de estas dos especialistas en dar resplandor a  hogares propios y ajenos, y dos horas dan para mucho.
—Fíjate cómo duermen, se conoce que la leche de biberón les ha llenado más.
—¿Tú crees que los tendríamos que despertar? Digo, para estar sincronizadas con los horarios que Blanca ha dicho que se sacaría la leche, no vaya a ser que luego…
—No, chica. Déjalos dormir, angelitos -dice Juanita, mientras une parejas de calcetines.



A Blanca se la llevan los demonios. Ha conseguido acabar la primera parte. Se ha vaciado otra vez con el sacaleches en el baño. Esta vez ha echado la leche al retrete, y  —enfadada consigo misma por ese absurdo acto de desperdicio que rompe con todas sus ideas previas sobre lo que debería ser el reciclaje y el gasto energético— se ha dirigido al bar y ha exigido un bocata de queso. Le han mirado raro cuando ha pedido tomate en el pan. Se han llevado el bocadillo a la cocina y por fin se lo han devuelto untado con tomate frito. Se lo ha tragado en tres bocados. El queso ha bajado a trompicones por su esófago y ha aterrizado  rabioso en su estómago.
Mientras escribe el ejercicio práctico, sus jugos gástricos trabajan a destajo. El intestino ruge, se queja. Un reflujo de acidez le asciende a la boca. No le salen los números. Se rasca la cabeza. Mira al de al lado. Cómo narices se simulaba esta función en la calculadora, si lo ha hecho mil veces.
Al final, lo entiende. Pasan las dos horas. Quiere irse a su casa.




Las abuelas se ríen con el nieto mayor, que ya ha regresado del cole. El baño del avión es muy incómodo para una madre lactante. La bañerita de los niños rebosa espuma azul y dulce. Blanca respira hondo cuando le traen la comida. Los mellizos se toman sus biberones como si nada. La lechuga que le sirven en esa bandeja de plástico está como amarga. Las abuelas aguantan a los niños sin el último biberón con el fin de que a las nueve tengan hambre. Las azafatas se hacen las simpáticas. Las consuegras se toman unas judías verdes para cenar  y hablan de cosas pequeñas y reales. El taxi ya ha salido del aeropuerto. Llaman por teléfono a sus maridos y tratan de imaginar cómo estarán arreglándoselas sin ellas. Dan los pitidos de las nueve en la radio del taxi. La niña empieza a quejarse y despierta al niño. Dos biberones de agua les calman momentáneamente. Paga al taxista. Los niños lloran hambrientos. Suena el timbre y acuden las dos corriendo a abrir llevando a un niño en el brazo. La bolsa y la carpeta se caen en el recibidor. La leche desborda las burbujas. Las tuberías se colocan en sus sitios. El pellizco avisa, los protectores se humedecen. Las boquitas de vampiro se acoplan, y una reconfortante ducha de mil chorros alivia a la vez la sed de la madre y la de los hijos, mientras todos en esa casa saben a ciencia cierta que han superado el examen. 




Este relato pertenece a mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Va asociado a la hormona Prolactina: *Liberada desde la hipófisis anterior al torrente sanguíneo, en las hembras de los mamíferos regula la producción de leche desde el momento del parto hasta la finalización de la lactancia. Se rige por un sistema de retroalimentación capaz de producir leche a demanda.