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martes, 23 de febrero de 2016

La que ( no ) se quiere morir

Fotografía de Marta Muset Cabada

               Yo no quería ir a una cremación, por supuesto, pero me vi abocada. Te empujan, te acorralan… y cuando te das cuenta estás allí delante, con ese calor insufrible y el olor a churrasco que flota por toda la ciudad impregnando tu piel y cubriendo tu ropa como una costra. De repente ves una pierna que se desprende y cae donde las cenizas. Y no puedes escapar ni desconectar tus sentidos, aunque en ese momento desearías tener un interruptor que lo apagara todo.
       Cuando por fin pudimos huir de aquel espanto, nos acercamos a un restaurante en el que se podían pedir macarrones y pizza. Hasta mi amiga -que viajaba buscando su karma y deseando dejarse transformar de forma holística por todas las experiencias, olores y sabores que nos deparara nuestra estancia en la India- cedió gustosa ante la idea de una comida sin especias. Así que nos sentamos en la terraza dispuestas a dar un respiro a nuestros neurotransmisores. Todo parecía reconducirse hacia una cierta normalidad. Hasta que -tras un súbito viraje en la dirección del viento- una lluvia de cenizas procedente con mucha probabilidad del difunto que acabábamos de despedir cayó sobre nosotras y nuestros macarrones recién servidos, que se quedaron pagados pero sin consumir en esa terraza desde donde se contemplaba una ciudad sin final en el horizonte.
        Tampoco quería navegar por el Ganges pero al final, ay, lo hice. Todos mis pensamientos estaban ocupados en convencerme a mí misma de que ese barquito no iba a volcar. Me aferraba a la madera que me cubriría como una trampa mortal antes de morir ahogada en esas aguas hediondas y fangosas. Mientras estas ideas atravesaban mi mente, algunos “bultitos” nos adelantaban arrastrados por la corriente. Yo me maldecía por esa manía mía de documentarme antes de los viajes. Si no lo hubiera hecho no me habría impactado ver esos paquetes tan bien atados flotando por el río, porque jamás se me hubiera ocurrido que pudieran ser cadáveres de niños, a los que no se les podía quemar. Al final del paseo desembarqué mareada y tensa, jurando que no volvería a claudicar. Menos mal, pensé, que al día siguiente nos íbamos de allí hacia una zona rural, un escenario -que imaginaba idílico- donde podríamos desconectar de aquella sobredosis de estímulos.  Me tranquilizaba saber que habíamos reservado un vagón de primera clase con literas donde podríamos dormir y recuperarnos.

       Entonces aún no sabíamos que los cientos de niños de ojos enormes que merodeaban en la estación eran habilidosos ladronzuelos especializados en detectar las carteras de turistas europeas. Ni que esos destellos al fondo de la estación no eran otra cosa que una concentración de ratas que subían y bajaban por la pared.  Ni que nuestro vagón, como el resto del tren, era el paraíso de las cucarachas. Y que pasaríamos la noche envueltas como momias con el fin de evitar que entraran en contacto con la piel, para no pegar ojo de todas formas. Ni que a mi amiga, al cabo de dos horas de “amortajamiento”, se le agotarían las reservas de calma y espiritualidad. Se olvidaría por completo de sus ínfulas zen y terminaría chillando a zapatazo limpio contra las cucarachas, que crujían, caían al suelo, y a continuación volvían a la vida dándonos una valiosa lección práctica sobre el significado de la reencarnación.


lunes, 8 de febrero de 2016

Cómo ser fósil

Fotografía tomada en el Museo de Historia Natural de Münster

Se necesita paciencia y mucha suerte. El aspirante deberá elegir dónde morir. Jamás sobre granito. Mejor a merced de una colada de fango o un témpano de hielo. Los huesos, caparazones o excrementos candidatos a la posteridad deberán elegir bien el lugar. Se aconseja frecuentar el fondo del mar o un ambiente enrarecido.
Si aún se está vivo resulta crucial despistar al depredador. Es preferible morir de muerte natural y en la más absoluta intimidad sedimentaria. Solo de manera excepcional el difunto aspirará a la total conservación, como saben momias y mamuts. Se valorarán antecedentes en masivas extinciones. Lo importante es no ser blando. Y elegir entre la huella o el relleno.
Se admite cualquier forma, preferentemente alguna de esas estructuras poéticas que a veces usa la vida: torbellinos en la arena, conchas o cuernos de forma helicoidal, magníficas espirales que aúnan galaxias y ammonites, ramificaciones de coral. Absténganse los simétricos mamíferos.
 Cuesta ser de los auténticos. Nada hay más patético que un celacanto o un nautilus, esos impostores mal llamados fósiles vivientes. ¿O quizá sí? Ser, como yo, un altivo trilobites manoseado por un chaval en el laboratorio del instituto.   


lunes, 1 de febrero de 2016

La máquina del tiempo del Ateneu

Entrar en la sala Sagarra del Ateneu Barcelonés es lo más parecido a aparecer al otro lado de una máquina del tiempo. Una estancia en la que en lugar de paredes hay estanterías-cuyos cristales te reflejan pero a la vez insinúan y guardan un tesoro de lomos antiguos y sabios -no parece pertenecer a la misma categoría espacial y temporal que el mundo que acabas de dejar afuera. Un espacio que,  igual que los claustros y los anticuarios, invita a la reverencia y al silencio.
El lunes 29 de enero del 2016 a las 7 de la tarde ese lugar fuera del tiempo se fue llenando de personas procedentes del otro lado. Alumnas, ex alumnas, parientes, hijas, amigas, compañeras de trabajo de la “escritora”, periodistas, actrices… ( y sus respectivas versiones masculinas) , microrrelatistas, un catedrático emérito y un par de desconocidos.  A medida que traspasaban la puerta, e independientemente a cómo hubiera sido su día hasta ese momento, algo semejante a una capa invisible de sosiego les cubría sin que lo pudieran  evitar. Entonces sus rasgos se suavizaban y todo se hacía más lento y difuminado.
Aunque venía algo sobrepasada y con una vaga sensación de impostura, ese curioso síndrome  afectó también a la autora de Hormonautas con la virulencia de una radiación. Y no se sabe si fue el calor humano, la atmósfera de fotografía en sepia o la cálida presentación que hizo Jordi Muñoz, el director de la Escola de Escriptura, lo que derritió cualquier resto de tensión en la espalda y en el ánimo de la única responsable de este libro de lomo raquítico pero con reminiscencias a los argonautas.
Lo demás fluyó como por embrujo: la lectura por parte del catedrático de bioquímica, Miquel Llobera, de una “Hipótesis” muy poco científica. La certera disección que hizo  la escritora Laura Freixas -que tiene nada menos que un observatorio sobre la paridad “Clásicas y modernas” -de los relatos del libro desde la perspectiva de género.  La versión de los hechos que dio la autora de las criaturas hormonadas. Y la espectacular representación del prólogo de Beatriz Alonso ( Sí ,sí,  un prólogo escenificado ¿ qué pasa? ) por parte de María José Lesmes, dirigida por Miguelángel Flores. Varios de los personajes salieron por un momento de las páginas del libro, se pusieron en pie y desfilaron por la sala gracias a la increíble capacidad de la actriz de dar vida a las palabras.
Y durante esa hora y de forma indolora (mejor dicho, de forma asombrosamente placentera) se cerró un círculo que había empezado a dibujarse quince años antes allí mismo, cuando la narradora de las hormonas que navegan se inició en el arte de escribir cuentos, esos que ahora entregaba en el lugar apropiado aunque aparentemente en otra época y en otra dimensión.  

                                                     ( Las magníficas fotos que componen este vídeo son de Anna Espí)