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jueves, 20 de abril de 2023

Una muerte prematura

 

                                               Fotografía del blog de La Microbiblioteca


La ceremonia resultó de lo más emotiva, y se ciñó a lo que ella había ido planificando con tanto esmero durante los últimos años. Serrat, Madredeus y Albinoni, cada tema en su momento. Diez ramos de rosas. Todas blancas, como había repetido hasta el empacho. Los invitados, de etiqueta, dibujando un semicírculo. Parlamentos en el orden prescrito: primero su amiga del alma, después el marido y al final unas palabras de sus adoradas niñas. Cada intervención iba acompañada de ojos enrojecidos y voz vacilante, como suele suceder tras un ataque de risa incontrolado. Al recordar sus paellas con el arroz pasado, o mencionar la exasperante obsesión por que nada escapara de su control en el guion de su funeral, los asistentes estallaban en carcajadas.

No podíamos más, mamá ─dijo la hija adolescente─ y hemos decidido que tenías que disfrutar de tu obra maestra en el más acá.  

La homenajeada, que acudió engañada a la reunión, observaba atónita la puesta en escena de su gran proyecto vital. Tan encantada quedó que ─tras ajustar un par de detalles de la escenografía y cambiar un plato del cáterin─ suspiró aliviada, y resuelta a no volver a morirse en una buena temporada.

 

Con este microrrelato he resultado ganadora de la convocatoria de marzo en categoría castellano en La Microbiblioteca. Aquí en el blog de la Microbiblioteca. Afirmaré  que estoy exultante de alegría ( porque no se puede decir más cursi y emotivo, pero real). Gracias a quien sea que le haya gustado y lo haya votado

viernes, 14 de octubre de 2022

Cómo superar tu primer día de trabajo


                                                              Fotografía propia


Estudia medicina. O farmacia. Algo que parezca importante o que sea de ciencias, como insistía mamá. Si has estudiado filosofía no tienes ninguna posibilidad. Cero. Siéntete orgullosa si el ayuntamiento te selecciona entre muchos otros jóvenes de la población para trabajar durante un mes y así promocionar las políticas de empleo del Consistorio. Sonríe muy fuerte en la foto que te vas a hacer con los otros privilegiados. El alcalde se situará en el centro, como la guinda de un pastel de carne, y lucirá la sonrisa más falsa de todas. Nunca podrás superar el tamaño de esa sonrisa, pero debes intentarlo. No hace falta que sonrías con los ojos, solo estira al máximo las comisuras de los labios. Después saluda entre contenta y precavida al chico que te han puesto de pareja para ayudar a los agentes ambientales del pueblo. Prepárate para empezar en serio al día siguiente. Visualiza los 850 euros que te han dicho que cobrarás al final de este mes de julio que promete reventar las temperaturas registradas en los últimos veinte años. Si gestionas bien ese dinero a lo mejor hasta puedes ir al Arenal Sound.

Discúlpate con discreción cuando llegues con cinco minutos de retraso a tu primer día de curro. Tienes que comprender que ya le hayan explicado a tu compañero cual será vuestro itinerario de concienciación ciudadana, qué folletos tenéis que repartir y de qué contenedores tenéis que comprobar desperfectos. Pero, sobre todo, no bajes la mirada cuando esa cincuentona, que es tu jefa porque entró en el programa de desempleados de larga duración, te diga que a dónde vas tan fresca, que si te crees que con esos pantaloncitos tan cortos los hombres escucharán lo que tengas que decirles sobre reciclaje. Desafíala con tu silencio. Imagínate desmelenada en el Arenal dentro de poco, pero ahora recógete el pelo en una coleta y ponte el chaleco amarillo de agente ambiental con el temple de una varonesa en el exilio. Patrulla con vigor y resentimiento por las calles con tu compañero, aún a costa de añadir dos grados de rabia a los 35 grados centígrados de temperatura. Aprende a dosificar esa rabia, pues te tiene que proporcionar energía para todo el mes.


martes, 13 de julio de 2021

La que habla


                                              Fotomontaje de Elías Ruíz Monserrat

 

Cuando la azafata me ofrece jugar a un Rasca y Gana solidario, la señora de delante continúa haciendo eso que ella hace con el lenguaje. Ráfagas de palabrería ametrallan a la pobre desconocida que el azar ha depositado a su lado. Arma más jaleo que las cotorras y los atascos de tráfico. Su voz de alta frecuencia perfora el mapa de sonidos ambientales, incluso el rugido del avión queda silenciado tras la retahíla de argumentos que le propina a su víctima. Sin pausa, sin posibilidad de réplica, sin respiro.

Su boca se abre para vomitar un exuberante catálogo de lugares comunes ensartados por conectores de reality televisivo: A fin de cuentas, Tú ya me entiendes, Esta sí que es buena, Cojo y le suelto

A través del espacio entre los respaldos, veo cómo se eleva su busto cuando comenta que lleva camiseta térmica, cómo se le mece el flequillo al explicar que sus nietos viven en Inglaterra y hablan tres idiomas porque los niños son esponjas. Carnosa y rubicunda, vibra como un diapasón metido en un flan.

Solo deseo aterrizar. Aunque sé que volveré a encontrármela. En otro viaje, en el trabajo, en la calle. Encarnada en otros sujetos. Clones que se consumen quemando palabras de baja calidad, robando atención, invadiendo el sistema nervioso de los demás.

Y entonces, ocurre. Cuando su voz ocupa todo el espacio en mi cabeza, suena la alarma y salen disparadas las máscaras de oxígeno. O quizá sea debido al alarido que surge de mi garganta y deja a todo el mundo en silencio. Bueno, a todo el mundo no. Ella se vuelve, me dedica unos morritos fruncidos de color fucsia, y continúa explicándole las ventajas del sistema educativo inglés a su sufrida compañera de viaje, que asiente como un autómata atascado.


 Este relato ha sido publicado en la sección de microrrelatos de Infolibre, Liebre por gato, coordinada por Gemma Pellicer y Fernando Valls el 2 de julio del 2021. ¡Gracias! Y no digo nada más, no quiero que se diga que hablo demasiado.  

 

lunes, 16 de marzo de 2020

El hombre de las tabernas




Nunca nadie antes le había hecho semejante consulta. Por mucho que le da vueltas, esta vez no le está sirviendo de nada su proverbial intuición. En una hora volverá a verla y tiene que darle una respuesta.
Cada tarde, antes de entrar en la taberna a echar las cartas, mata el tiempo charlando con algún colega. Hoy le acompaña un trilero que acaba de terminar su jornada en la otra esquina. Sentados en un banco de piedra gris de la Plaza Mayor, ven apagarse los últimos destellos del sol a la vez que se encienden sincronizadamente las farolas. Las palomas se disputan unas migas y a continuación vuelan dando palmas descoordinadas. Esta vez hay una vaga ansiedad en la voz de Merlín.
La señora me preguntó si el hecho de que ella volviera a comer chocolate podría suponer que su marido falleciera, convirtiéndose en la culpable de esa muerte− le cuenta, atónito.
Repasa, primero mentalmente y después en voz alta, todos los detalles que pudo captar la otra noche tras un escrutinio minucioso de la consultante. La mujer parecía de la parte alta de la ciudad. Llevaba un abrigo verde y mechas rubias que camuflaban sus canas. Su cutis era rugoso como una superficie de abrasión marina. Su expresión, entre incauta y desenvuelta, le llamó la atención. Ningún signo de angustia en su rostro. Simplemente curiosidad. Y una sonrisa que rezumaba franqueza e inocencia.
−El caso −le explica a su colega de trucos− es que a la mujer le acaban de detectar anemia, y ella sabe que el chocolate tiene mucho hierro.
Hacía un año que no tomaba chocolate. Desde la promesa. Ella había sido siempre de poco comer −le había comentado, sonriendo con dulzura−, pero antes, aunque no comiera más que un poco de ensalada y una pieza de fruta, el trozo de chocolate era el esperado punto final, el desenlace. Un estallido de aroma que sellaba su apetito y aplacaba su deseo. Muchos días, el mejor momento de la jornada.
Por eso, cuando su marido quedó repentinamente paralizado por una embolia, hace ahora un año, no lo dudó ni un momento. En cuanto vino a su mente la palabra sacrificio, le prometió a San Pancracio que dejaría de comer chocolate para que su marido se curara.
Y lo cumplió. Y milagrosamente su marido salió del bache sin más secuelas que una total pérdida de su legendaria agresividad, una inédita facilidad para ser cariñoso con la familia. Ella, agradecida al Santo por concederle más de lo que le había pedido, siguió privándose del chocolate y cruzando de acera cada vez que se acercaba a una pastelería.
Pero ahora a él le han diagnosticado un cáncer. A ella la anemia. Su sobrina le ha dicho que, ya que no come carnes rojas, quizás tendría que volver a tomar chocolate. El problema es que ella −al honrar a San Pancracio prolongando la dieta− no puso fecha límite. Y ahora no sabe si puede retomar su vicio sin herir la sensibilidad del Santo. Y, lo peor: si eso pondría en auténtico peligro la salud de su ahora mansísimo esposo. ¿O le parece que el Patrón de la Fortuna y los Juegos de Azar podría tratar su caso como una excepción, sabiendo que tiene que estar fuerte para cuidar a su marido? ¿Él qué cree? ¿Podría hacer una consulta personal al propio santo? ¿A su carta astral? ¿Al poso del café? No le han convencido para nada ni las opiniones del sacerdote ni las de sus amigas. No sabía a quien más acudir. 
 Merlín cree conocer los entresijos del alma humana, y siempre trabaja en el mismo borde de esos abismos de vulnerabilidad y miedo que la gente muestra sin querer. Pero esta vez hay algo que no le cuadra. El otro día no consiguió ver nada en las líneas de sus manos. Y el tarot tampoco quiso soltar prenda. ¿Estará perdiendo sus ancestrales facultades?  Está ya muy mayor. De hecho, es incapaz de adivinar que en pocos días les empezará a visitar un ejército de uniformados que limpiarán la ciudad de patinadores, prostitutas, músicos callejeros y adivinos. El triunfo del gris frente a los colores.
Definitivamente, lo de esta mujer ha sido un gatillazo imperdonable. Siente una inseguridad que desconocía. Un nudo en sus sentimientos le tiene atenazado. Ha quedado con ella para una segunda consulta en un rato, le comenta a su compañero.
Se dirige, arrastrando los pies y mesándose la barba blanca, a la taberna donde en un momento recibirá a la deliciosa señora Morgana en la mesa redonda del fondo. Está determinado a prolongar al máximo la conversación. Con un poco de suerte, en ese trasiego de palabras de ida y vuelta, la magia podría hacer accesible alguno de los caminos que conducen hasta ella. Se acerca a la barra y pide al dueño un café.  
Y, si es tan amable, cuando llegue mi consultante de hoy ¿nos podría traer dos porciones de pastel de chocolate? 



domingo, 16 de febrero de 2020

Nuevas técnicas de reproducción asistida






Contracciones cada cinco minutos ¡ven rápido!, leí en el watsapp.  
Acabábamos de dejar el escenario para el intermedio del concierto. Lo último que habíamos interpretado fue Cantique de Jean Racine, de Fauré. Yo cantaba de contralto en esa coral desde hacía una década y esta pieza siempre me pareció especialmente conmovedora, profunda, melancólica. Cantar se había convertido en algo esencial para definirme. Pero también era comadrona. Y las comadronas necesitan muchos reflejos y poca melancolía para hacer su trabajo.
Mi amiga estaba a punto de dar a luz y contaba conmigo para que le ayudara en el trance. Me había comprometido a asistirle el parto en su casa. No pensé que se fuera a desencadenar tan rápido, y había decidido ir a cantar al concierto en el Teatro Principal. Le expliqué la situación al director y bajé trastabillando sobre mis zapatos de tacón hacia el aparcamiento del exterior. Subí al coche y conduje atravesando una noche tapiada de nubes oscuras, con la sensibilidad amplificada pero con la sólida determinación de cumplir con mi deber. Mi cráneo era una balsa inundada de música, y algunas frases de la canción de Fauré de la paisible nuit, nous rompons le silence me rondaban como si quisieran señalarme algo.
Cuando llegué a casa de mi amiga, me abrió la puerta una vecina que acababa de pasar a su casa a acompañarle hasta que llegue la partera. Efectivamente, el silencio de la noche estaba hecho añicos por los gritos que procedían del interior de la casa.
−¿Es usted la comadrona? −me preguntó mirándome de arriba abajo. Tenía una voz punzante, como de pájaro, y el gesto crispado de quien cree asumir una responsabilidad ajena.
               Ante su suspicacia le contesté, muy digna: Sí, soy yo, claro.
− ¿Y siempre acude a los partos con un vestido de noche negro?
−Por supuesto, los vestidos de noche se usan para las mejores ocasiones. Y esta lo es ¿no le parece? −le solté sin pensármelo dos veces, haciendo un gesto como de querer apartarla para entrar en la casa.   
Dos horas y un apresurado registro del armario de mi amiga después, nacía Lara. La segunda parte del concierto había ido desfilando en mi cabeza, partitura a partitura, a lo largo del trabajo del parto. En el aplauso final todos los fluidos confluyeron en un abrazo de líquido amniótico, sangre, lágrimas y mucosidades que envolvieron en una sola entidad a la niña y a la madre.
El sudor empapaba la camiseta de mi amiga, que me iba corta, y el chandal, que me apretaba en la cintura. A cambio, mi vestido negro reposaba impoluto en el respaldo del sofá.
Mientras tanto, ya en su casa, la vecina estaría atusándose sus plumas blancas de garza y preparándose para salir al día siguiente a sobrevolar el vecindario con toda la información que había podido recabar de primera mano sobre esos modernos nacimientos asistidos por cigüeñas negras.