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viernes, 28 de abril de 2017

Alguien voló sobre el nido




Cuando regresé con la compra, los trillizos no estaban en la cuna. En su lugar, un bebé del mismo volumen que mis tres niños juntos me miraba fijamente con su rostro abotargado. Había oído hablar de estos sucesos, pero siempre creí que se trataba de una leyenda urbana. Miré con furia a ese parásito inaudito. Me imaginé una nube de plumas saliendo del almohadón tras ejercer la presión necesaria. 
Fui volando hacia la ventana y comprobé que mis hijos yacían temblorosos al fondo del patio de luces. Mis piernas se convirtieron en musculosas garras, mi boca se transformó en una potente prensa cornea, negrísimas plumas de cuervo crecieron sobre mis brazos. Me lancé en picado hacia las tres criaturas que abrían sus bocas suplicando mi protección. Y mientras las acunaba en mi regazo, la vi de reojo asomando por una esquina. Cómo se me había ocurrido dejarle a ella las llaves de repuesto. Cómo era posible que no hubiera entendido mi negativa a quedarme con su niño mientras ella se iba de viaje. Aunque no lo hice, la promesa de sangre invitaba a agarrarla con mis garras, dejarla caer sobre una roca y picotear su cuerpo hasta saciar mis vísceras de ave de rapiña. Y así contribuir a la extinción de esa especie tan dañina: la insaciable vecina gorrona, conocida también como la hembra del cuco.  


sábado, 22 de abril de 2017

Instinto maternal

Metamorfosis , Escher

La última vez Linda adoptó una zapatilla. Eligió una azul marino, de fieltro, con un ramo de flores bordado en el empeine. Aunque la zapatilla era suya, en esa ocasión a Elena no le importó perderla. Era capaz de comprender perfectamente lo que sentía la perrita. A ella también le hubiera apetecido cuidar de algo cálido y suave y, como Linda, aislarse en la esquina de alguna habitación afe­rrada a ese objeto blando. Un peluche relleno con semi­llas de alpiste podría servir.
Compartía con el animal un completo desinterés por cualquier cosa que no fuera la observación minuciosa de todo lo que ocurriese bajo su piel: la cadencia lenta que duplicaba su corazón en el vientre y en las sienes, el tránsito sinuoso de sus fluidos por los meandros azules que la recorrían, los crujidos con los que sus vísceras confirmaban su existencia y los nuevos volúmenes que cada mañana sorprendía en los lugares más insospecha­dos de su cuerpo.
      En los anteriores embarazos psicológicos, la perra había tenido todo tipo de conductas maternales mal encauzadas, como excavar un agujero en el jardín para refugiarse y esconder a los futuros cachorros (que luego inexplicablemente se desvanecían como el humo), per­manecer junto a un cojín del mismo color ocre que su pe­laje, o mostrarse inapetente y agresiva si su retiro y sus manías no eran respetados.
Elena hizo lo posible para aliviar las mastitis de Lin­da con paños húmedos y para satisfacer sus antojos de perrita desorientada, dándole la razón en todo y mimán­dola como si en realidad fuera a parir una enorme cama­da de pastores afganos.
Tras muchos intentos, en los que Elena intervenía personalmente eligiendo a los pastores afganos de más pedigrí y alcurnia, el veterinario confirmó que la perra no se dejaba montar de ninguna manera, y la insistencia ini­cial de Elena para que le hicieran una fecundación in vitro se vio interrumpida por el éxito de su propia gestación.
Por eso, cuando se dio la coincidencia de que iba a compartir todas las vivencias de su primer y deseadí­simo embarazo con el enésimo falso embarazo de su mascota, no pudo evitar sentir por ella un afecto y una cercanía más propia de una relación entre hermanas o amigas íntimas.
Las semanas transcurrían, las venillas se ramificaban bajo la superficie traslúcida de sus pieles, la indiferencia hacia el mundo exterior aumentaba, ambas sufrían pe­queñas pérdidas de leche, y una oleada de lánguido so­por recorría sus cuerpos cada vez con más frecuencia, proporcionándoles una inaudita sensación de sosiego y de poder. Los ojos amarillos de Linda contemplando con ternura a su ama confirmaban la feliz compenetración.
El idilio continuó hasta el día que Elena tuvo que acu­dir a que le hicieran la primera ecografía.
Ella estaba convencida de que llevaba una niña. La llamaría Clara. Ya había visitado cunas y ropitas en es­timulante rosa. Ya había visualizado toda su trayectoria con ese bultito que le crecía dentro: cantándole nanas, llevándola al parque, su primer día de cole, acompañán­dola a los cumpleaños de sus amigas, siendo su confi­dente de amores despechados en la adolescencia, y hasta se había visto soltando unas lagrimitas el día de su boda con ese arquitecto tan bien plantado.
Al principio todo fue bien, aparte de un ligero ner­viosismo tras la noche de insomnio. La camilla blanca, el trapo de color verde aséptico con el que se cubrió el pubis, el sobresalto de su terso vientre ante el frío gel, la sonrisa de la ginecóloga al escuchar los latidos del cora­zón, y esa mezcla de cansancio y emoción que había in­vadido su cuerpo desde la primera falta. Pero la sonrisa de la doctora se detuvo en una mueca difícil de catalogar en cuanto la terminal que recorría su vientre mostró la primera imagen en el monitor. La doctora se disculpó y fue a buscar al jefe de su servicio, que acudió con otros dos ayudantes curiosos.
Elena supo enseguida que algo no andaba bien y en un minuto se mentalizó para asumir un embarazo múl­tiple, al fin y al cabo era un riesgo del que ya le habían avisado cuando le inyectaron los embriones. Pero lo que le dijeron, tras deliberar en un lenguaje médico incom­prensible y después de muchos paseos con la espátula electrónica alrededor de su ombligo, no estaba al alcance de su imaginación. Nadie está preparado para escuchar según qué cosas y para ella fue muy difícil aceptar que en el interior de su cuerpo estuviera creciendo algo diferen­te a su preciosa bebita sonrosada y pelona. Algo así como contra natura, le pareció oír.
Las reuniones se multiplicaron, los especialistas en consejo genético le explicaban las posibilidades, aunque confesaron no entender la causa. Una aguja larguísima perforó su blanca barriga para intentar obtener algo tan íntimo como unos cuantos cromosomas… La pala­bra “aborto” se repetía con demasiada frecuencia en las charlas con los doctores.
Tras un momento de vértigo, y sabiendo que arries­gaba su tranquilidad y su salud, Elena decidió seguir hasta el final. Tan grande había sido su deseo de ser ma­dre que no iba ahora a mostrarse remilgada y rechazar lo que el destino parecía tener reservado para ella. Los médicos no se hacían cargo de lo que pudiera ocurrir.
Elena volvió a casa. Continuó con su rutina y con su ensimismada contemplación de varices y fluidos duran­te unos meses más. Linda le hacía compañía y le confor­taba como nadie.
      El parto se desencadenó tan rápidamente que no le dio tiempo ni de salir hacia el hospital. Se tendió en el sofá ante la mirada cómplice de Linda, y acomodó al­mohadas y toallas blancas bajo sus caderas y entre las piernas abiertas. Seis tremendas contracciones. Dos por cada uno de los seres que expulsó envueltos en los restos de una telilla sanguinolenta y gris.
Linda acudió a lamerle. Primero la cara, y a conti­nuación se acercó a la zona donde estaban las toallas y se encargó de retirar, agarrándolos por la piel posterior del cuello, los tres cuerpos diminutos y peludos que su ama había parido. Cortó los cordones umbilicales, se comió la placenta, los lamió de arriba abajo y se los acercó feliz y cansada a sus dos filas de mamas que ya empezaban a gotear leche con renovado entusiasmo.


Este relato es uno de los incluidos en mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Corresponde a la hormona Progesterona: "Hormona femenina producida por los ovarios. Presente durante todo el embarazo y predominante hasta el momento en que se restablecen los ciclos menstruales tras el parto".

domingo, 16 de abril de 2017

La guarida

Duane Keiser 


Ayer visité a un amigo de adolescencia.
Me enseñó su biblioteca.
Intercambiamos títulos, acariciamos lomos, encadenamos autores. Me mostró sus flamantes adquisiciones, tersas, listas para ser catalogadas.
Cubríamos nuestros ojos alternativamente con las gafas de cerca y las de lejos, en un baile sincopado y torpe. Diminutas pirotecnias se reflejaban en las lunas de las lentes. Avanzábamos a tientas. Deja que piense, ¿cómo se llamaba ese libro? Entonces se encendía una luz y salían cuatro autores canadienses derechitos de mi boca a su oído. Otros cinco europeos en un prodigioso viaje de vuelta. Después nos sobrevenía un silencio denso, casi sagrado.
Me pasó las ediciones más preciadas como quien entrega un diamante. Yo adivinaba destellos entre las letras que avanzaban elegantes y pulcras hacia el final. Él asentía con gesto experto. Que a los dos nos hubiera gustado aquel novelón nos inundó de un extraño agradecimiento.
Una hora después salimos de la habitación con los ojos brillantes y un cansancio oxigenado. Hambrientos y algo despeinados, volvimos a nuestras vidas. Esas vidas vulgares y melancólicas,  en donde nadie conoce nuestra desaforada pasión.



sábado, 15 de abril de 2017

Diario de una despedida ( VI )

16 de junio de 2013

Salimos de casa para ir al médico a recoger  los resultados. Se ha arreglado para la ocasión (un collar y  los pendientes de perlas). Al subir al ascensor me hace notar que se ha puesto sandalias porque ya hace calor. Me doy cuenta de que se ha dejado los calcetines debajo. Se lo digo, y me contesta: “Bueno, los enfermos somos así”, con su sorna habitual.
La oncóloga le da el diagnóstico, suavizado pero firme. Parece que hay una metástasis en el cerebro, pero no saben cuál es el cáncer original, en el pecho no han encontrado nada. Justamente cuando le iban a dar el alta del cáncer de mama que tuvo hace diez años, le sale esto.  Le darán unas sesiones de radioterapia para intentar reducir las lesiones. Mi madre la mira a los ojos, serena, y le suelta: “Pues llegados a este punto, te voy a cantar una canción”. Y empieza a cantar una canción de misa que dice así: “La muerte, ¿dónde está la muerte, dónde está mi muerte, dónde su victoria?”. Creo que la oncóloga no había oído nada semejante en su larga carrera profesional. Sonríe emocionada y le dice qué ojalá ella tuviera la respuesta.
A la salida del hospital, nos cruzamos con la doctora y ésta hace como que no la ve. Le tiene demasiado cariño como para poder soportar un encuentro cara a cara informal. A mi madre no le sienta bien que no la haya saludado.

Desde el momento en que le dan el  diagnóstico, en su conversación surge muy a menudo el tema de la vejez, de lo que significa envejecer. No tanto de la muerte -aunque no lo esquiva- como de la “senilidad”. Una tarde, mientras volvíamos cogidas del brazo de dar un paseo para ir a echar la basura a los containers de la urbanización, me dijo:
-Al final, hay un momento en el que llega la senilidad -como reflexionando en voz alta- Yo he aguantado mucho tiempo autónoma y vital, pero ahora en muy poco tiempo me he convertido en una ancianita -suspiró, sin ningún atisbo de amargura.
Una mujer que era capaz de elaborar ella sola la comida de navidad para toda la familia -hijas nietos y yernos hasta sumar quince comensales- y que lo había hecho hacía unos meses por última vez, no comprende por qué ahora tiene que andar agarrada del brazo de su hija, cosa que por otro lado le encanta. Una señora que tiene la agilidad de una joven y que ,según ella, hasta entonces no conocía lo que era la sensación de cansancio, de repente está constantemente deseando meterse en la cama. Es la misma que me dice, en otro momento, con su característica sorna naïf:
Yo nunca pensé que tendría que depender de que me cuidaran los demás. Claro que ya sé que a la gente de 86 años le suelen ocurrir estas cosas. Pero no a mí. O eso creía, hasta hace poco. No tendríamos que sorprendernos tanto, la muerte forma parte de la vida. Es el final por el que todos hemos de pasar. Si no fuera por esto sería por otra cosa. Da igual.

Si vivir bien me parece una tarea dificilísima, morir bien -acercarse a la muerte con semejante naturalidad- es la lección más impresionante que me da mi madre en su recta final.  Yo la acompaño y me resisto con idéntica voluntad.