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martes, 27 de agosto de 2019

Mar y Montaña. De Peñíscola a Mirambel. Una escapada.


Mar, o el secuestro de Neptuno. 

Creo que una de las maneras menos traumáticas de afrontar una salida a la playa en verano es llegar al atardecer y marcharse de buena mañana. Si la playa es Peñíscola y el hotel está en primera línea de mar, lo que procede es tomarse dos baños a contracorriente de la avalancha de turistas: uno a las ocho y media de la noche de llegada (playa casi vacía, agua templada por horas de sol) y el otro a las nueve de la mañana del día siguiente ( cuatro corredores y un pescador por toda compañía). Tras el primer baño recorro la orilla por esa frontera  en la que la superficie que piso se amolda perfectamente al puente desmesurado de mis  pies (¿ a  nadie se le ha ocurrido diseñar unas plantillas hechas de arena de playa?) y las olas que llegan desmayadas a la orilla me refrescan con la cadencia de un corazón hipertrofiado. Me alejo lo justo para no perder la referencia del hotel. Durante el paseo todos mis sentidos se concentran en captar algo que soy incapaz de concretar: un tipo de vibración, alguna clase de olor, esa brisa… y entonces la percepción de verme transportada sin mi consentimiento a la playa de San Juan. De repente me  parasitan todas las vivencias de esos dos años que estuvimos viviendo en Alicante. Como en una película, me veo en el apartamento del edificio Tobago donde vivía Pilar. Su hija Ada  y mi hija Ana están jugando con los playmóbils en ese espacio caótico y creativo. Su gatito negro corretea entre los juguetes que invaden todo el salón. A continuación, como en un sueño, son dos anguilas escurridizas nadando en la piscina comunitaria. El yodo y el cloro reaccionan y se fijan en la piel y en el recuerdo.





Ahí están mis hijos mayores corriendo por la playa. Me veo llevándolos a la biblioteca para que elijan libros nuevos, acompañándoles al básquet, a teatro, a los cumpleaños. Cuidando de mis mellizos y de las aupairs que a su vez me ayudaban a cuidar de ellos, los cuales me lo pagaban no dejándome dormir por las noches y convirtiéndome de esta manera en la profesora que lucía más ojeras del instituto donde trabajé. Pilar y yo caminábamos por esa playa acompasando los pasos al ritmo en que fluían ideas y reflexiones, cuentos y pinturas. Me invade el olor a salitre, a plástico y a algo parecido a materia orgánica descompuesta  que impregnó ese periodo,  y lo hace de esa manera misteriosa con la que un aroma, una corriente de aire o una temperatura consiguen secuestrarte y trasladarte a otro tiempo y a otro lugar. Proust se quedó muy corto con su madalena. Vuelvo a Peñíscola después del trance. Regreso al hotel y le describo a Pilar por WatsApp mi última abducción. Qué bonito tener esos recuerdos, me dice, tras un montón de corazones. Y entonces me reconcilio definitivamente con todo que hay detrás de esas palabras.


Montaña, o la máquina del tiempo del Maestrazgo.

El sábado lo vamos a dedicar a subir por la parte más imbricada que une Peñíscola a Mirambel, intentado no dejarnos ninguna joyita de pueblo de los muchos que siembran este territorio casi mítico conocido como El Maestrazgo. Un viaje por esta comarca histórica  confirma que las fronteras son absurdas cuando el paisaje es el mismo. Pasas  de la provincia de  Castellón a la de Teruel, de la comunidad Valenciana a Aragón, sin solución de continuidad. Sólo lo notas por el diferente mimo con que cada comunidad trata a sus carreteras, y por lo absurdo de que dos pueblecitos colindantes tengan o no fibra óptica dependiendo de a qué lado de la frontera estén. El concepto y las dimensiones del Maestrazgo han variado a lo largo del tiempo: las tierras que estuvieron en manos de órdenes militares desde la época de Jaime I el conquistador, la creación de una Comandancia en las guerras carlistas, el oportunismo turístico reciente…han hecho que este territorio se haya dilatado y encogido como una ameba, y todavía no haya encontrado su forma definitiva, ni siquiera en Google. El único denominador común para el turista asombrado es la contundente sensación de ingresar en una máquina del tiempo hecha de piedra caliza, que traquetea y tiene los goznes de la puerta oxidados, pero que funciona perfectamente.
Si me preguntaran cuál podría ser el símbolo identificador de esta zona yo propondría declarar a los lavaderos públicos Patrimonio de la Humanidad, sobre todo de la humanidad del Maestrazgo previa a la existencia de las lavadoras. Convertidos ahora en reliquias de un pasado común, producen una refrescante sensación a los turistas veraniegos .


El primer pueblo que visitamos es Alcalá de Xivert, el pueblo al que llegaron desde Cuba mis bisabuelos: la dulce Leonor y Francisco, el médico de barco que finalmente se resignó a instalarse en tierra firme, y en el que nació mi abuela Consuelo. Un pueblo que en mi imaginación está preñado de fantasmas, gracias a toda la información que recabé en la época en que hice inmersión en la arqueología familiar. Ninguno de esos espectros parece estar disponible ahora. Tampoco me reciben al bajar hasta Alcocebre, la zona de playa donde vivían mis tatarabuelos antes de retirarse al interior tras la muerte de dos de sus hijos en barcos de cabotaje. El pueblo juega  al escondite conmigo: no consigo localizar dos de los lugares que había encontrado en un viaje anterior en el que me documentaba sobre los escenarios de mis ancestros. No encuentro esa plaza donde estaba la casa de la familia. Noto como sus calles, lideradas por su omnipresente y pretenciosa iglesia barroca, me escupen, no quieren interactuar conmigo esta vez. Interrogo a un viejito sobre los apellidos familiares. El tipo que conoce con ese apellido está en la casa de la playa y su mujer acaba de ingresar en el asilo, me dice con el tono receloso que se reserva a los forasteros. Seguimos, pues.


En el único bar visible de un pueblecito llamado Les coves de Vinromá nos bebemos una horchata como una estrategia disimulada para ir al baño. Tomamos un desvío para conocer Tírig  (donde nacieron  dos amigos comunes de la infancia) que resulta estar de fiestas, con todas las calles del centro cerradas a los coches.  Nos da pereza aparcar y bajar, así que nos quedaremos sin conocer el pueblo de Pepe y Tere.
Sant Mateu tiene una de esas plazas de pueblo donde te quedarías a vivir una buena temporada. Y un perímetro amurallado con piedras colocadas con tanta dignidad artesanal que no te importaría que tus cenizas descansaran en tan geológica compañía, en el  rocambolesco caso de que murieras durante la idílica estancia en este pueblo que se ha quedado detenido en un pasado inmune a modernidades. Lo que para un turista es un hallazgo de tiempo estancado imagino que no tiene las mismas connotaciones para el habitante de este mundo rural olvidado por Dios y por los políticos.  Comemos en uno de los bares de esa plaza arquetípica, la madre de todas las plazas de pueblo. Después nos damos un paseo por los alrededores, deseando que esa mezcla  abrumadora  de silencio y calor seco se instale en nuestros cerebros para el resto del verano. Como una medicina, como un ensalmo. Y se me ocurre que la existencia de estos pueblos tiene una textura más metafísica que geográfica. Se parece más a un estado del alma que a un territorio o a un mapa. Desde el punto de vista del turista accidental y urbanita, insisto. 





El atrevimiento con el que están pintadas las paredes de algunas casas ratifica esta hipótesis mía de viajera decimonónica de pacotilla.



Si un niño preguntara sobre la posibilidad de edificar un pueblo alrededor de una roca en lo más alto de una montaña, habría que contestarle que ya se ha hecho. Y a continuación  llevarlo a que visitara Ares del Maestre. Si el que lo preguntase fuera un adolescente también deberíamos llevarlo allí para que experimentara, en tres dimensiones, lo que son las curvas de nivel de un mapa geológico.  Si hubiera venido conmigo, el niño o el adolescente,  habría visto lo bien que viven los gatos allí, las vistas de las que disfrutan desde sus ventanas, y también hubiera podido robar conmigo unas ramitas de espliego de las matas que abundan en los parterres de la bajada de la iglesia.
Única imagen obtenida de internet


El siguiente pueblo que visitamos, cruzando una frontera absurda e invisible hacia otra comunidad y otra provincia, es  Iglesuela del Cid, ya en Teruel. Tengo que decir que, a pesar de tener bien merecido su denominación de Conjunto Histórico Artístico,  me decepciona respecto a una visita que hice décadas atrás. Creo que por dos razones: la primera porque esta vez se encuentra en plena fiesta mayor y hay un circuito interior cerrado para que en unas horas suelten las vaquillas, y el mero hecho de imaginarme el encierro me produce algo parecido a la urticaria. Y en segundo lugar por ver cómo se ha echado a perder un hotel de lujo que habían instalado en un imponente edificio y que vimos recién inaugurado la vez anterior. Lo que en su momento era anunciado en las páginas de turismo como: “El Palacio Matutano-Daudén, de una imponente belleza y grandiosidad propia de las construcciones palaciegas del siglo XVIII, sirve de base y contexto para enmarcar la Hospederia La Iglesuela Del Cid”, va seguido, en una de las páginas,  de un reguero de comentarios y valoraciones que denotan un deterioro progresivo en los servicios (calefacción, desayuno...) sospechoso de alguna modalidad de mala gestión o pésima estrategia mientras estuvo en funcionamiento. Y ahora el Palacio permanece cerrado, degradándose y languideciendo en ese entorno medieval como un inmenso dragón que se ha muerto de inanición. Con este comentario no pretendo disuadir de la visita al pueblo, solo transcribo mis impresiones en esta ocasión.

Cantavieja es otro de los ejemplos de casco urbano construido en lo alto de una montaña. Con una plaza porticada impresionante rodeada de un entramado de calles en las que parece que el tiempo se detuvo en su momento de esplendor. El conjunto de monumentos góticos y fachadas con escudos forman un escenario que, por demasiado coherente, parece el decorado montado para una película. Me encuentro a una señora con un cachorro de galgo y no puedo evitar acercarme a ella. Cuando lo comparto en el grupo familiar de WatsApp mi hija escribe: “Róbalo”.


 Y por fin llegamos al final del itinerario sobre el mapa para ese día, donde pasaremos la noche. Mirambel está en la exclusiva  lista de “Pueblos más bonitos de España”, ha sido escenario de unas cuantas películas y acumula muchos premios en su currículum. Hemos elegido un hotel con encanto, pero nunca hubiéramos podido imaginar que Las Moradas del Temple tuviera tantísimo. Adelaida y Sergio son una pareja de navarros que se lanzaron a comprar una de las casas del pueblo y a acompañarla desde la semi-ruina hasta el esplendor de un edificio de la época de los templarios trasladado a nuestra época con todos sus detalles. Han conseguido crear un ambiente muy convincente. Me puedo imaginar cómo han disfrutado decorando con tanto esmero todas las estancias: de las cortinas a la colección de espadas, de las camas con dosel a los tapices y todos esos objetos de decoración que no puedes dejar de mirar como si hubieras sido víctima de un hechizo. Hasta los libros de las estanterías hablan de damas y  unicornios, de caballeros y monjes. Queda enfáticamente recomendado, tal como le aseguré que haría a Adelaida (gran custodiadora de objetos de oro, ella me entenderá si lo lee).





El paseo  por el interior del recinto amurallado a la mañana siguiente nos confirma la idea de estar nadando en un mar de piedra. Piedras apiladas en los muros y en la calzada, que han absorbido como esponjas toda la historia de esta tierra. Una historia dura y austera como el calor seco que se desliza por las callejuelas y se esconde en las sombras frescas de sus rincones. Piedras en el paisaje extramuros, grandes molas entreverando los bosques de pinos, enormes fósiles de moluscos que se encuentran con facilidad tras el arado de los campos de cultivo. Es la geología, que nos pone en nuestro lugar sin armar ningún jaleo y nos habla del tiempo.  Tiempo del de verdad, del definitivo, encarnado en este paisaje que nos recuerda la autoridad de los minerales, únicos testigos de un pasado al que da vértigo asomarse.





Ya en el viaje de regreso hacia Tortosa (queremos llegar a comer a casa) nos saltamos la ciudad más emblemática de la zona: Morella, que ya conocemos de otros viajes. Pero no nos resistimos a  desviarnos ligeramente hacia el balneario de la Balma, cerca de Zorita. Otra construcción esculpida en lo alto de una montaña desde la que se puede ver el espectacular meandro de un río ahora seco. 



Quique y yo conocíamos este santuario porque siendo adolescentes asistimos a unas colonias en él. En aquella época era una ermita incrustada en la roca y cuatro habitaciones destartaladas con literas, de la que recordamos especialmente el olor a moho y aquella zona repleta de ex votos a la que acudíamos por las noches para divertirnos imaginando historias truculentas, a medio camino entre el esperpento y el humor más negro. También recordamos un monaguillo del tamaño de un niño, que sujetaba en sus manos de piedra una caja para recoger limosnas, y al que dábamos collejas al pasar. 


Parece que el  monaguillo sobrevivió a nuestro maltrato, pues resiste en firme pidiendo dinero tras unas rejas disuasorias. Seguramente ha tenido mucho éxito porque el balneario se ha convertido en un centro turístico con un hotel incorporado y un restaurante muy caro en el que no hemos comprobado si se paga por la comida o por las vistas de lujo.  Pero en realidad el recuerdo más indeleble que guardo yo de nuestra estancia en el balneario, y se lo comento a mi marido cuando descendemos la montaña en el coche, es la sensación que me produjo el contacto con el vello de su brazo. Una de las noches me tocó fregar platos con él en una pica de piedra con agua muy fría, y nuestros brazos se rozaron. Recuerdo poca cosa de esas colonias, pero puedo revivir esas extrañas cosquillas en el cuerpo y en el alma. Todavía no salíamos juntos, éramos muy críos. Se lo comento mientras le toco el brazo, con el mismo vello abundante pero fino, que ahora agarra el volante para encarar la próxima curva que nos llevará a comer con la familia.





sábado, 3 de agosto de 2019

Presentación en Tortosa de Jardinería de interior


Un intento de encontrar nuevos lectores en mi patria chica. A ver si se desmiente lo de que nadie es profeta en su tierra. Me acompañarán Cinta Daufí y Ada Cid, otras dos "tortosinas ausentes" Me hace mucha ilusión, con la correspondiente dosis de nerviosismo que siempre acompaña estas exhibiciones.

 Y después...

Subo aquí unas cuantas fotos de la presentación. Reunir a tantos amigos y familiares en este acto y compartir con ellos recuerdos y lecturas fue  para mi una vivencia de lo más emotiva. Como dije allí, me reconcilió definitivamente con el lugar donde crecí y confirmó lo que dijo Rilke de que la verdadera patria es la infancia. ¡Muchísimas gracias a todos los que me acompañasteis!


¡Qué barbaridad debí soltar!

Presentación para todas las edades ( de uno a ochenta años)

Miquel Llobera leyendo e interpretando

Hermanas, primas, tías, cuñadas, sobrinas,amigas de la infancia, y hasta un futuro premio Nóbel

Sabina Cid lee con su media sonrisa

Las manos de Ada sostienen un mundo 

Ada Cid y Cinta Daufí fueron unas maestras de ceremonias excelentes