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domingo, 8 de diciembre de 2024

Apuntes isleños IV

 

 “Mi familia. Porque los nombres alumbran y los posesivos nos vinculan con las realidades, nos sitúan en el mundo para darnos un lugar”

                                              Los astronautas, Laura Ferrero




Subir a la montaña más alta sin esperarlo, sin desearlo de antemano. O al revés. No subirla, y saberlo más tarde, como le ocurrió a Hugo. Me contó Macu que los vecinos que tuvo después de nosotros en el edificio de Santa Cruz eran unos médicos gallegos que tras cinco años obtuvieron plaza en su tierra. Su hijo Hugo se incorporó al colegio con el curso comenzado. El primer día de clase, cuando la profesora presentó al niño a sus nuevos compañeros y mencionó que venía de Tenerife, todos los niños le miraron emocionados y le preguntaron cómo era el Teide, la montaña más alta de España. La profesora sonrió al comprobar que sus clases de geografía habían calado en sus alumnos. Resultó que a Hugo en todo ese tiempo no lo habían llevado al Teide en ningún momento. Al principio porque era demasiado pequeño, después porque los padres tenían mucho trabajo y al final vaya usted a saber por qué.  Hugo tuvo que confesar a sus potenciales futuros amiguitos que nunca había estado en la montaña más alta. A su abuela le costó bastante consolarlo cuando llegó llorando a casa esa tarde.

Hugo no había subido al Teide, pudiendo haberlo hecho. Y no fue consciente hasta que los demás se lo hicieron ver. Nosotros, aunque esta vez no hemos llegado hasta la cima, sí hemos subido.

Pero lo más interesante es que nuestro viaje nos ha llevado a otras cimas. A lo alto de otros lugares afectivos y sensoriales que no habíamos planificado con antelación. 



 

Esos lugares insospechados tienen relación con paisajes, pero sobre todo con personas.

Es cierto que yo me encargué de informar de nuestra larga estancia en Tenerife a los amigos y familiares más cercanos. Y les invité a visitarnos, por supuesto. Es fácil mostrarse hospitalario cuando es una expresión de la euforia previa a la aventura. Aunque creas que esa aventura va a suponer una forma elegida de aislarte e inventarte una nueva vida por un rato, no puedes evitar querer compartirla.

Durante el primer mes no vino nadie, como era de esperar. La gente trabaja, tiene sus vidas planificadas y sus ahorros destinados a cosas importantes. Además, en nuestra casa solamente podíamos alojar a una persona.

Pero las costuras de calendario explotaron sin remedio a principios de noviembre, cuando aterrizaron los cuatro descendientes a pasar una semana con nosotros. Llegaron a la isla en la que los dos hermanos mayores habían vivido durante tres años, algo que en el fondo los mellizos siempre vieron como una fantasía inventada por sus hermanos para provocarles envidia. Me corregís si no es cierto (sí, es una manipulación de la mami para comprobar si lo leéis)
Lo primero que hicimos para confirmarlo fue regresar al escenario real de los hechos. Nos dirigimos a la calle donde estaba NANÍN, la guardería en la que Carlos y Ana iniciaron la dilatada vida académica que a estas alturas todavía no ha finalizado. Cuál fue nuestra sorpresa al ver que, treinta años después, la guardería seguía existiendo. Recordé vívidamente el paseo diario cruzando el parque de la Granja con Ana sentada en su sillita roja y Carlos agarrado de uno de los lados. Me pregunto en qué universo paralelo estarán aquellos dos seres asombrosos con su pelo rubísimo, sus disfraces de carnaval, sus canciones para aprender a limpiarse los dientes, sus tardes en el patio del edificio jugando a las escuelitas con aquella vecina más mayor, y sus cuentos para dormir.  Me pareció volver a verlos al cruzar el parque. En un futuro ellos quizás tengan que llevarme a mí en otra silla de ruedas (¡ojalá no!) pero de momento vamos a celebrar que hemos posado los tres delante de NANIN, mientras los otros dos hijos miraban desde la acera de enfrente con algo que podría parecer resentimiento pero era simplemente incredulidad.




En Nanín Carlos se hizo amigo íntimo de Samuel. Y yo de su madre, Maite. Mientras ellos hablaban de dinosaurios y tortugas ninja, nosotras intentábamos practicar una maternidad a la vez comprometida y ligeramente negligente. Mi Ana y su Sara participaron también del experimento pedagógico.

El día que llegó Víctor a Tenerife —y ya estábamos todos—, organizamos una merienda-cena en el jardín con Maite y Samuel. El reencuentro fue mágico y muy divertido. Un cúmulo de excesos: sobredosis de comida, anécdotas, risas y recuerdos. Al día siguiente Samuel los invitó a bañarse temprano en Radazul, mientras los viejos nos quedábamos en casa con la satisfacción de haber propiciado el encuentro.




Maite, aparte de lectora insaciable y amiga para siempre, es una psicóloga bregada en mil batallas que quiere jubilarse pronto para que nadie nunca más le cuente sus problemas. Santa inocencia. Dice que cuando conozca a alguien y se presente dirá que ha trabajado como funcionaria, cosa que es cierta. Aunque si pretende que la gente se imagine a una de esas funcionarias pusilánimes que devoran papeleo y lo regurgitan con cara de haber tenido una mala digestión comete un craso error, eso nadie se lo va a creer. Maite rebosa vida, sentido del humor y una autoridad indomable. Mi hija Sara, tras conocerla, dijo que era monologuista y no lo sabía. Cuando se lo dije a Maite me dijo: sí lo sé.

Durante mi estancia en la isla leí Mala terapia, de Abigail Shrier. Un libro que me recomendó ella, y que me ha interesado en la misma medida que me ha repelido.

En este libro se dice: 

“Tal vez todas las caóticas vacaciones familiares y alborotadas fiestas de cumpleaños inculquen a los niños la necesidad de mostrarse atentos con los demás, de encontrar el humor en lo ridículo, de reprimir el enfado antes las pequeñas inconveniencias de personas insensibles que se irritan mutuamente con preguntas indiscretas. Tal vez los ayude a aprender a dar a esa irritación un uso productivo (como ayudar a cargar las bandejas de lasaña en el coche o empujar la silla de ruedas de la abuela) y a calibrar de manera más realista las expectativas con que afrontan su día a día. Tal vez el absurdo y conmovedor teatro de la familia ampliada ofrezca también inmunidad de rebaño contra la desesperación ante las inevitables adversidades”

La idea de familia ampliada ha sobrevolado mi cabeza durante nuestro periplo tinerfeño. Paradójicamente cuando más lejos estábamos de nuestra familia natural se ha ido creando un entorno familiar nuevo. Natural y artificial al mismo tiempo. Concéntrico y centrífugo. Desde la nueva familia compuesta por nuestros vecinos de finca, personas y perros que nos acogieron sin resquicios, hasta las visitas que hemos tenido de hijos y amigos llegados desde la península (¡Godos fuera! rezaban los muros de la zona donde residimos en Santa Cruz en los años noventa), pasando por los reencuentros con los amigos de la isla. La familia propia y la que se elige y te elige. La construcción de esa tribu en la que te reconocen y te reconoces es un tema que,por lo que he podido constatar aquí, no está ligado a la geografía ni a los lazos de sangre.

Macu, mi antigua vecina y sin embargo amiga, estuvo ahí desde el primer momento. Nos abrió la puerta del edificio donde vivimos, y también de su casa, cuyo plano yo tenía grabado en la cabeza. Nos acompañó a dar un paseo nostálgico por Santa Cruz ( aquí estaba el cine donde íbamos juntas, allí la pastelería que ahora ha sido sustituida por un bazar chino…) y  nos incluyó en todas las salidas senderistas que ella y Tomás hicieron en ese periodo. Incluso adaptaron un par de ellas para piernas menos expertas que las suyas. Venían a buscarnos en coche con sus dos perritos y nos llevaban a bosques encantados y encantadores, casi tanto como ellos. Conocimos a su hijo Fernando, que no había nacido cuando nos fuimos a la península. Y nos empapamos de su energía y de su sabiduría de brujita palmera. La cena de despedida en La Laguna fue el broche de oro para nuestro reencuentro.





El calendario que habíamos montado para la semana con los hijos se fue modificando sobre la marcha, pero al final se cubrieron todos los objetivos básicos: visita a Santa Cruz, el Puerto de la Cruz (y su delicioso jardín botánico), Garachico y La Laguna ( free tour incluido);  baños en Las Teresitas, Bajamar y Radazul; Subida al Teide por Masca y bajada por la Orotava; senderismo por la laurisilva y comidas en guachinches.
Programa completo, programa Comansi.

Las madres suelen estar orgullosas de sus hijos. A veces sin datos objetivos. En mi caso, me asisten datos totalmente subjetivos que justifican la necesidad de un babero gigantesco para empapar mi constante babear cada vez que observo en qué se han convertido aquellas cuatro criaturas que una vez dependieron totalmente de nosotros. No digo nada más, porque hay emociones que son impermeables a las palabras. Y que son tan íntimas que no se deben exhibir. Stop.










Durante unos días volvimos al gimnasio y a nuestras rutinas. Tuvimos tiempo de recuperarnos de la vorágine familiar antes de que viniera Pili a visitar a su hermana y pasara dos días con nosotros. Repetimos algunos de los destinos, ahora ya como guías expertos en la isla más completa de las que forman el archipiélago. Con Pili somos amigas desde que, siendo dos veinteañeras, trabajamos juntas en el Colegio Lestonnac. La profe de inglés y la profe de biología. Ella era jovencísima, parecía una alumna, yo transité mis dos primeros embarazos impregnada en olor a mandarinas, que comía en cada descanso para contrarrestar el humo de tabaco que flotaba en la sala de profes. Me enseñó inglés cantando Norwegian wood de los Beatles. Desde entonces entramos y salimos de nuestras respectivas vidas sin pedir permiso y sin candado. Ella es generosa, excesiva, algo lunática, payasa, auténtica y clarividente.  ¿A quién no le va a gustar un baptisterio romano del siglo primero? ¿A quién no le va a gustar alguien que se salga de la horma del zapato con esa naturalidad? ¿A quién no le va a gustar tener una amiga como Pili?

  



Engracia y Oscar volaron al sur. Se alojaron en un hotel de la familia de Oscar y en pocos días se habían movido tanto como nosotros en un mes y medio. El Teide, La Gomera, Candelaria, las Mercedes y Santa Cruz. El día que nos vimos les acompañamos a La Laguna y algunas partes del norte que no conocían. Tras visitar el Jardín botánico del Puerto de la Cruz con la bióloga más entusiasta del mundo ya nunca más confundiremos las palmeras washingtonias de las canariensis, ni nos sorprenderá el tamaño de los ficus en esas latitudes. Después nos acercamos a la Playa jardín y fuimos testigos de una puesta de sol gloriosa. Regresamos agotados pero felices.

Engràcia había acompañado a mis hijos a la cena de entrega de premios del concurso El laurel, en Sant Feliu, a la que yo no pude acudir, y me trajo el libro con los relatos seleccionados. Ella filmó el video con las lecturas que hicieron Sara y Carlos, cuya visión me han producido una de las mayores emociones de los últimos tiempos. Ese día, mientras yo estaba en pijama tirada en el sofá, los "niños" y Engracia bebían y se lo pasaban bien en esa cena. Me encantó eso de disfrutarlo por persona (s) interpuesta(s). Siempre me gustó escaquearme.

Alguien con tanto carisma y tesón no se deja intimidar por una isla con condiciones meteorológicas variables, y si les avisan que no pueden subir al Teide por viento pues se busca y encuentra una montaña menor a la que subir. Así lo hicieron, sacándole todo el jugo a la experiencia como ella sabe hacer de maravilla. Otra amistad resistente, maleada entre alumnos y reuniones de profes y confirmada en encuentros en el Ateneu, donde fue a recoger el premio que no pude recibir. Engracia forever.

 



El penúltimo fin de semana recibimos a Espe y Marisol. Las últimas visitantes, que trajeron consigo un germen de fiesta que se fue dispersando por donde pasaban. La noche en blanco nos recibió con sus espectáculos callejeros en La Laguna y las luces navideñas recién encendidas. En Candelaria nos topamos con un concurso de bandas municipales y un precioso belén gigantesco. Y en Bajamar vimos mujeres vestidas con el traje tradicional en la fiesta de una ermita. Y es que ellas son muy fiesteras. Pero mucho. Las dos son compañeras de la facultad de biología, pero tienen muchas otras facetas, entre ellas una vena artística disimulada bajo una capa de rigor científico. Marisol es canariona pero estudió un año en la Laguna antes de venirse a Barcelona. Se había introducido en círculos de teatro y artisteo durante ese año y resultó que tenía un amigo común con Cristina, la propietaria de nuestra casa que es artista plástica. Le llamamos. Lo localizamos, y Luís se vino a pasar la tarde con nosotros. Nos dejamos envolver con sorpresa y alegría por el pañuelo del mundo.

El cariño que siento por Espe y Marisol no tiene ningún mérito. Es orgánico y natural agradecer todo lo que dan y todo lo que son. Un lujo de mujeres y de amigas





Ya solo nos quedaba una semana, que se llenó con despedidas, paquetes y últimas veces.

La comida de despedida con los de la casa fue muy entrañable. Cristina, Luca, Alessia, Quique, yo y los tres perros rondándonos. Al final no pude evitar que se me cayeran unas lágrimas al marcharme de ese pequeño paraíso que había sido nuestro hogar durante dos meses.




Como introvertida sociable que soy, necesito relacionarme en la misma medida que recuperarme con momentos de soledad. Este viaje ha tenido las dos cosas con las dosis exactas para sentirme equilibrada y plena.

Esta crónica es una apología de los vínculos. Un homenaje descarado y sin remilgos a todos los amigos y familiares que han hecho el esfuerzo de venir a vernos. Lo he escrito para ellos. Para agradecer su cariño. Para celebrar su cercanía. En especial lo dedico a Quique, compañero de una vida y con quien tan bien lo he pasado en esta aventura. Hemos conseguido hacer realidad nuestro proyecto de volver a Tenerife. 




Dice la autora que he mencionado antes:

“El secreto de la vida no es sino mantener relaciones y amistades estrechas, buenas y duraderas” resumió el profesor de Psiquiatría de Yale Charles Barber. Tener un grupo de personas a las que quieres y te quieren durante toda la vida.”

 

Me fui lejos para tratar de vivir en otra piel, para inventarme un nuevo personaje, y vinieron los que me quieren para recordarme quien soy. Quienes somos.

Solo puedo estar agradecida y atesorar este viaje en mi corazón para echar mano de él cuando lo necesite.  

 

viernes, 25 de octubre de 2024

Apuntes isleños III

 



El pasado miércoles quedé con mi amiga Maite en la cafetería del Parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife. El primer reto fue desplazarme en coche hasta Santa Cruz desde la Laguna. Y digo que fue un reto porque el GPS de mi cerebro vino averiado de serie. Alguna otra pieza debo tener estropeada, porque a veces ni con la ayuda del navegador externo consigo llegar a los sitios a la primera. Esta vez lo conseguí, aunque solamente a la ida. De regreso salí antes de tiempo de la autopista del norte (TF-5; “teléfono cinco”, me dice la señorita que me habla para que no me pierda desde el interior del panel de mandos) y tuve que rectificar, recorriendo solamente unos pocos metros de más gracias a las benditas rotondas.

Llegué a Santa Cruz tras descender por esa carretera-tobogán cuya pendiente es tan exagerada que parece que te vas a precipitar al Atlántico (en diez kilómetros se salva una diferencia de altitud de 500 metros), aunque habiendo disfrutado antes de una espectacular panorámica de la ciudad y del macizo de Anaga. Aparqué en la parte posterior del Edificio Jonathan, donde vivimos aquellos tres lejanos y estupendos años. Lo hice por dos motivos: porque suponía que sería complicado aparcar cerca del parque, y sobre todo porque quería llegar a la cita caminando y respirando el ambiente de la Rambla, con sus frondosos jacarandás cuya floración azul malva me fascinó cuando la vi por primera vez en abril de 1992.

Maite y yo estuvimos casi tres horas charlando y riéndonos, como si no hubieran pasado treinta años. Estoy convencida de que la amistad consiste en una larga conversación que puede tener intervalos incluso de décadas entre párrafos, pero que se retoma con naturalidad en el último punto y seguido. Durante todo el regreso caminando hacia el coche sonreí sin contención, una sonrisa alelada de más de un kilómetro.

En otro momento podría intentar describir el parque García Sanabria. Difícil. Lo puedo intentar. Pero creo que hoy quiero escribir sobre los desplazamientos: caminar, conducir, nadar.

Hoy he estado en la playa de las Teresitas con Macu, Tomás y Merche, tres expertos nadadores. He hecho un tramo con ellos, hasta la escollera y un poco más a lo largo de ella mirando peces y piedras tapizadas de algas. Después he regresado. Mi vuelta en solitario hasta la playa ha sido un viaje emocionante. La visión de las casitas-cuevas incrustadas en la montaña, las barcas de la orilla y la nueva tonalidad de azul que me rodeaba y a la que no he sabido ponerle adjetivo han acompañado a las voces interiores que me animaban a seguir nadando a buen ritmo, como si fueran un pequeño club de animadoras o un coro griego de ir por casa.

Igual de emocionante me resultó irme yo sola, hace ya unos días, a pasear toda una mañana por La Laguna. El objetivo era el mismo: llegar a la orilla —la casa— sin perderme ni distraerme demasiado. Lo primero, trazar en mi cabeza un primer boceto que se fuera pareciendo al mapa que pedí en la oficina de turismo. El problema fue que en mi intento de seguir la cuadrícula me dejé llevar por el canto de una sirena muy seductora: una librería. Ahí sí que he de reconocer que me perdí un poco,  salí con cuatro libros (Los límites de la ciencia, de Javier Arguello; Sin relato, de Lola López Mondéjar; Madres, hijos y rabinos, de Delphine Horvilleur, y Fricciones, de Pablo Martín Sánchez). En esto me parezco a uno que yo me sé, que se embarcó con un grupo de amigos y , por no atreverse a preguntar y distraerse, estuvo diez años dando vueltas en un bucle de lo más tonto, y tardando en llegar a casa. En mi camino de vuelta a casa yo iba mirando, pensando y fotografiando. Quique me esperaba, sorprendido con mi tardanza, pero por suerte no llegó a destejer nada. Solo recalentó la comida.

Rebecca Solnit dice en su ensayo Wanderlust, una historia del caminar:

El ritmo del caminar genera un ritmo del pensar y el paso a través de un paisaje resuena o estimula el paso a través de una serie de pensamientos. Ello crea una curiosa consonancia entre el paisaje interno y el externo, sugiriendo que la mente es también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo. En muchas ocasiones, un nuevo pensamiento parece un aspecto del paisaje que estaba siempre ahí, como si pensar fuera recorrer más que hacer (…) Las sorpresas, las liberaciones y los esclarecimientos propios de un viaje pueden alcanzarse tanto dando una vuelta a la manzana como dando una alrededor del mundo, y caminar es viajar cerca y lejos a la vez.

Para llegar al centro de la Laguna, al gimnasio o al mercado hay que caminar un cuarto de hora desde donde estamos. Paseamos cada día con Gala en un radio algo mayor.  Casi nunca vamos en coche. Hay mucho espacio para pensar. Y mucho tiempo para usarlo caminando.

En el centro municipal en el que nos hemos apuntado hay un gimnasio con una sala de máquinas (de tortura, sigo pensando, aunque a veces las use) y piscina. El primer ejercicio que me propuso el monitor al que le pregunté fue correr en la cinta. Le miré y le contesté con un NO rotundo. Luego, volviendo a casa, me pregunté la razón de esta negativa tan drástica. Me monté una hipótesis-coartada cuya premisa sería: al caminar existe el tiempo, pero sobre todo el espacio. Y además, según Rebeca Solnit y mi experiencia, el pensamiento. Caminar en la cinta sin desplazarse es una aberración espacio-temporal tan grave que me produce un cortocircuito mental y me hace decir NO. Desde esta última semana no he vuelto al gimnasio, solamente hago largos en la piscina. Allí sí que puedo pensar con claridad.

 













  
                                                              Algunas fotografías de mis paseos

viernes, 18 de octubre de 2024

Apuntes isleños II

En el interior de la casita que hemos alquilado en la Laguna todo es pequeño pero suficiente. Los armarios tienen la capacidad exacta para todos los bártulos que trajimos apretujados en nuestra Berlingo (en mi caso más ropa de la necesaria, por supuesto, por más que me propuse ser minimalista), la cocina solo tiene dos fogones, pero nos sirve, y la mesa grande está en la terraza.  Por otro lado, el suelo es de madera noble, existe la posibilidad de acoger a un invitado gracias a una cama en forma de sofá, y las paredes están adornadas con tapices y cuadros hechos por la propietaria, que es una artista plástica con una obra muy interesante.

Pero al salir al exterior los espacios se multiplican.

En un segundo compartimento, que incluye al primero, tenemos nuestra parcela. La exuberante parra virgen que se desmaya en una melena de colores otoñales sobre la terraza, el vallado rodeado de bambús, la leñera, el espacio para tender ropa y al fondo la mesa de ping pong bajo un techado que sirve de base a una colonia de plantas rarísimas (tengo que preguntar qué son estas plantas crasas que forman un curioso bosque estratificado en miniatura). 



El tercer compartimento es la finca con la casa principal, que se divide en dos viviendas: la parte alta la ocupa Cristina, la casera, y en la planta baja viven Alessia, Luca y su hija Zoe. En cada vivienda un perro: Pepe y Luca (el segundo Luca), que han acogido a Gala en su manada con toda naturalidad, y con los que salimos a pasear por las tardes. Hay una sala común con trastos varios y lavandería. El jardín está a medio camino entre lo asilvestrado y lo doméstico, como una pequeña selva vigilada pero libertina y sensual. Una palmera altísima arroja dátiles a traición a intervalos aleatorios, un drago de casi cien años que parece un anciano con la tensión alta de lo hinchado que tiene el tronco, un árbol rebosante de aguacates, otro de caquis y varios naranjos y mandarinos. Además, en un rincón, tenemos un parterre con hierbas aromáticas (cilandro, apio, lavanda, menta, tomillo y romero). Un vergel, un pequeño jardín del edén con frutos al alcance de la mano. Pero quería hablar del sauce que hay en el patio del fondo, que ha causado problemas en el sistema de desagüe. Los operarios han estado realizando una cirugía radical en esa zona durante estos días. Radical por lo definitivo, pero sobre todo porque son las raíces del sauce las que han obturado el tubo. La enfermedad: una obstrucción intestinal en este organismo en el que nosotros somos unos vulgares parásitos. Cada mañana los perros saludan a los operarios y ellos trabajan, comen y vuelven a trabajar. Habrá que talar el sauce en algún momento. Ha crecido a expensas de un aporte extra de materia orgánica, y por mucho que ahora encofren bien las nuevas tuberías, él sabe lo que tiene que hacer, me dice Cristina cuando le propongo que amnistíe al llorón porque me da pena. Por ahora Naturaleza 1, Humanidad 0, pero lo piensa revertir. Lo curioso de todo esto, desde un punto de vista mágico y egocéntrico, es que yo llegué con un ligero problema intestinal y ahora mismo estoy como nueva, como si me hubieran cambiado las cañerías a mí también. Humanidad y naturaleza a veces se hacen colegas gracias a la imaginación. En este tercer compartimento los perros, los habitantes, las visitas y los operarios conviven sin problemas. Entran y salen, y con frecuencia la zona común se convierte en un ágora que acoge comentarios, cotilleos, reflexiones o emotivas canciones que se cantan mientras se cargan sacos de cemento.

Unas cuantas veces por semana traspasamos los límites de este recinto, vamos al gimnasio, a pasear perros, a comprar o a imaginar cómo sería vivir en las diferentes propiedades que vemos en las cercanías de la casa en la que realmente vivimos. Salimos entonces al cuarto círculo concéntrico: una urbanización digna de Suburbia, la exposición que vi hace poco en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Una cuadrícula de calles paralelas y perpendiculares con sus parcelas, sus chalets, sus coches y sus perros, como cualquier urbanización. Algunas casas son antiguas y dignas, otras tienen esas columnitas blancas coloniales tan horteras, y también están las casas-cubo minimalistas. Pero no nos dejemos engañar por una primera impresión, en realidad esto no se parece en nada a lo que habíamos visto hasta ahora. En esta urbanización los árboles son marcianos para una bióloga que solo estudió la botánica del ecosistema mediterráneo, reptilianos y desmesuradamente frondosos. Las flores tienen colores que siempre desconciertan y algunos frutos parecen mutantes. Lo que llamamos “mango” en la península aquí es una “manga”. El mango es otra cosa, todavía más dulce. La atmósfera tiene una textura distinta y el sol se muestra más contundente cuando esquiva las nubes. Algunas tardes un edredón de niebla lo cubre todo y te transporta a un tiempo arcaico, donde esta vegetación fósil que vemos aquí seguramente ocupaba todo el planeta. 

 



Para armonizar con esta sensación de viajar a aquel tiempo donde los únicos animales eran pequeños insectos coriáceos, en nuestra habitación hay una obra de Cristina titulada “Apuntes para la creación de un exoesqueleto”. Una obra contemporánea que trata un asunto muy antiguo y muy serio: cómo protegerse y separarse del entorno a la vez que te relacionas con él.

 

                                    En el cabezal, la obra de  Cristina Gámez "Apuntes para la creación de un exoesqueleto"


Si seguimos con nuestro movimiento centrífugo y salimos de este compartimento llegamos a la Laguna, con sus casas color pastel y sus coquetos comercios locales, o podemos ir más lejos, hasta el océano Atlántico, pletórico de furia y de espuma azul turquesa. Por ejemplo, podemos acercarnos a Garachico, o a Punta del Hidalgo. También podemos ir a pasear por la laurisilva del macizo de Anaga, por citar algunos de los sitios que hemos visitado. 




Pero en esta crónica solamente hablaremos de los compartimentos más cercanos a la casita. De cómo habitar un nuevo caparazón por una temporada. De cómo inventarnos, por un rato, una nueva vida en un lugar lejano. De cómo esta tarea se nos está haciendo sorprendentemente fácil y emocionante sin necesidad de hacer nada especial. De cómo entender estas vacaciones no como descanso del trabajo sino de nuestras identidades previas. Unas deliciosas vacaciones de nosotros mismos, aunque sepamos que es un espejismo. Acercándonos al centro de donde surge esta crónica me vuelvo a preguntar cómo es que cada vez que he vivido “fuera” algo en mi interior se ha abierto para dejar paso a una visión más nítida de lo que me rodea y a una imposible sensación de pertenencia que nunca he tenido en mi lugar propio, si es que tal cosa existe. 


jueves, 10 de octubre de 2024

Apuntes isleños I


Cuatro días después de llegar a nuestro nuevo hogar provisional en la isla, leo en el muro de Carlos Frontera el siguiente fragmento de Pablo d’Ors: «No es posible escuchar bien la propia voz en casa, hay que partir al extranjero si realmente queremos escucharla. Debo salir de lo mío para empezar a oír la voz que me dice que con lo mío no basta. El texto que somos y que espera ser escuchado no puede resonar sin un contexto de éxodo y de riesgo»

Ayer me preguntaba una amiga qué sensaciones me iba suscitando este viaje en el que nos proponemos vivir dos meses en Tenerife (donde ya vivimos tres años a mediados de los noventa) Yo le contestaba lo siguiente: «Una mezcla de vértigo y alegría. Los dos primeros días hemos estado jugando a las casitas, montando el nido. Fuimos a comprar, a dar una vuelta por el vecindario, un paseo nocturno por la Laguna, Quique limpió el jardín y la mesa de ping pong que tenemos en nuestra parcela...Ayer por la tarde ya bajamos a Santa Cruz a ver a mi amiga Macu, y hoy hemos pasado la mañana visitando el Puerto de la Cruz. La casa es pequeñita pero agradable. Forma parte de una finca más grande (con jardines comunes, a los que tenemos acceso) en la que está la propietaria (una artista plástica) y otra pareja de inquilinos. Todos parecen muy majos, produce el efecto de pertenecer a una pequeña comunidad. En la convivencia con Quique hay una especie de simbiosis muy curiosa que de momento resulta agradable. Y, sobre todo, una sensación de vacaciones extendidas, de libertad, de no tener ninguna prisa y de disfrute...que me encanta. Ya veremos cómo evoluciona»  

Paz y Gala en el Puerto de la Cruz

El viaje ha sido largo, y eso le ha dado todavía más emoción y sentido a la llegada. No es casualidad que me haya traído en la maleta la maravillosa versión liberada de La odisea de Blackie Books. No pude evitar que se me escapara alguna lagrimilla cuando empecé a vislumbrar el macizo de Anaga tras dos noches en el ferry y más de mil kilómetros en coche desde Barcelona hasta Huelva.

A lo largo del trayecto por tierra escuchamos podcasts, noticias y música de Rock FM a medida que aumentaba la frecuencia de toros de Osborne indultados, como jalones de que nos recordaban nuestro destino andaluz. Las áreas de servicio en las que parábamos para estirar las piernas y picar algo estaban repletas de basura en el perímetro del terreno de la gasolinera. Son los camiones, me dijo un vecino del aparcamiento cuando me vio luchando por expulsar al ejército de moscas que entraron en nuestro coche después de abrir la puerta unos segundos. En una de las áreas de descanso, mientras paseaba a Gala para que hiciera un pis por el escaso terreno con hierbas requemadas, cascotes de botellas y plásticos, sorprendí a dos hombres haciendo lo mismo que ella —mear en el suelo—, creyéndose a salvo detrás de sus coches y camiones. Cuando se percataron de que habían sido vistos, se encogieron en un movimiento rápido y contorsionado y se dirigieron con decisión a sus vehículos.  A la vuelta, Gala olió uno de los charcos, pero no lo marcó con su orina como suele hacer con la de otros perros.

Repetimos itinerario turístico en las dos ciudades en las que paramos (Ciudad Real para dormir y Huelva para embarcarnos en el Ferry): un paseo largo por el parque de la ciudad, visita a un pipican y breve recorrido por el centro histórico para comer algo en una terraza con la perra echada a nuestros pies. «Conozca la ciudad a través de sus parques» podría ser un buen reclamo  turístico.

El paisaje a lo largo de los dos tramos terrestres se podría resumir como una alternancia de superficies infinitas de cereales, olivos, vides o pinos. Mares de colores terrosos y suaves que precedieron al azul imposible del auténtico océano ante el que me quedaría en estado de trance varias veces durante el trayecto. Yo jamás había experimentado que el horizonte visto desde el medio del océano Atlántico es un semicírculo perfecto y obsesivo, como un abrazo del que no puedes escapar. Durante el primer día en la isla seguí sintiendo un ligero balanceo que me sugirió la idea de haber pasado de un barco grande a otro inmenso, que surcaba el Atlántico con nosotros a bordo. 


                                                               ¡Tierra a la vista!

      


sábado, 8 de julio de 2023

Vida mamífera


                            Gala relamiéndose ante este gigantesco recipiente de agua


En nuestra recién estrenada jubilación, hemos inaugurado un entretenimiento que consiste en jugar a las casitas. Los días previos a cada una de las escapadas de este primer año “no productivo” me dedico a hacer un estudio inmobiliario de la zona: busco casas con jardín, comparo precios, elijo una y concierto una cita con el agente inmobiliario de turno. Mi marido acepta mi delirio con resignación, y de esta manera incorporamos esta visita como una actividad turística más del viaje. Así, de forma gratuita y juguetona, imaginamos nuestras vidas en ese entorno y fantaseamos con una manera alternativa de convertirse en seniors. No es lo mismo ejercer de jubilado en una zona montañosa, que en un pueblo rural o en una urbanización de playa. Esperamos, con ingenuidad de niños, que en uno de estos intentos una detonación efervescente acompañada de música celestial nos confirme que estamos ante la casa en la que desarrollaremos nuestra nueva identidad. Lo peor es que no estoy segura de querer comprar otra casa.

En este último viaje, tras sufrir varios malentendidos con el GPS, llegamos a la casa que la pareja que nos recibe construyó a partir de un granero. Está en el límite de un pueblo que parece sacado de una infancia ajena. Al entrar a la casa desde el jardín les preguntamos si dejamos a la perra fuera o la podemos entrar. Ella nos dice que la entremos. Mientras le saca  un recipiente con agua  apostilla que a ella no le gustan los perros ni los niños. Y añade que si pudiera decidir ahora no hubiera tenido hijos.

-Decir eso es muy valiente por su parte-le digo

- ¿Por qué?

-Por que habrá mucha gente que lo piense, pero no se atreva a decirlo.

Entramos. Nos enseña la casa. Se percibe que la han construido con mucho cariño. Bajo la supervisión y los planos que diseñó ella, nos comentan. El marido nos saluda, hace bromas. Resulta que ellos vivían cerca de donde vivimos nosotros. Se establece una cordialidad fluida y extraña. Se vinieron a trabajar aquí cuando él estaba por jubilarse. Al principio, de alquiler. Nos cuentan que tuvieron la taberna del pueblo durante unos años. Que ella cocinaba, aunque solamente lo que le gustaba. Los callos y las anchoas en aceite se convirtieron en una leyenda en toda la comarca.

La última habitación tiene vistas a un paisaje inacabable, pero en primer plano vemos y olemos una granja de cerdos. Nos gusta la casa para el precio que tiene, pero no acuden a cantar los arcángeles, solo los pájaros. Al subir a la buhardilla revestida de madera, con muchas posibilidades, se me ocurre preguntar cómo es que la quieren vender. Y entonces nos dicen que hace seis meses se les murió un hijo. A continuación nos sacan una foto del chico con sus dos hermanas. Todos los ojos se anegan y un temblor sísmico recorre la conversación de arriba abajo. Los nietos les necesitan. La situación reclama que regresen. Tienen que vender la casa.

Nos vamos hacia la casa rural donde nos alojamos. Durante el trayecto no me quito de la cabeza a esta mujer desolada y risueña a quien no le gustan los perros ni los niños, pero los trata como seres sagrados. Pongo mentalmente en fila a mis hijos y paso lista. Todos contestan: ¡presente!  Las dificultades que puedan tener en la vida son todas reversibles e insignificantes, me digo. No quiero seguir por ahí. Es fácil que las cosas se desmoronen por dentro si no se apuntalan bien. De repente siento frío.

Al día siguiente, mientras leo un libro en el jardín, oigo a los niños de la casa que arman jaleo. Están fuera de la jaula de los conejos. Un niño y una niña casi albinos. Sus padres son belgas. El niño es muy expresivo y tiene acento maño cuando habla con nosotros, supongo que flamenco cuando habla con sus padres. Me acerco a ver qué ocurre.

Acaban de darse cuenta de que la coneja ha tenido hijitos. Hay dos criaturas oscuras y diminutas forcejeando por acercarse a la madre. “Haciendo la croqueta”, dice el niño. La madre de los niños rubios entra en el recinto y mira dentro de la casita-nido.  Hay seis crías más ahí dentro. Un amasijo de vida palpitante. Encontramos otra arrinconada entre la casa y la malla metálica. La coneja está nerviosa y se mueve de un lado a otro. Ignora a la cría que hace la croqueta intentando enderezarse.

La propietaria está sorprendida y desolada porque dice que pidió que le aseguraran que le vendían dos hembras. No quería más conejos. Solo estas dos para sustituir a la coneja que tenían antes como mascota, que también estaba preñada pero que la mataron unos perros cazadores que aparecieron una noche desquiciados. Los intentaron espantar durante toda la noche, pero a las cuatro de la mañana entraron en la jaula. El niño me dice: yo lloré durante dos días enteros. El cazador vino a pedir disculpas al día siguiente. Solo disculpas trajo, y no eran muy convincentes. Se desplazaron doscientos quilómetros para comprar estas dos hembras. Otro huésped dice que seguramente ya vendría preñada.

A la mañana siguiente, antes de empezar a recoger todo, me acerco a la jaula y veo que una de las conejas está metida en una jaula más pequeña, separada de la coneja-mamá y comiendo una zanahoria. Robin, el padre de los niños rubios, me dice que resulta que es un macho porque esta mañana estaba intentando montar a la hembra. Se oye movimiento dentro de la casita. A ver cuántos sobreviven, me dice con una sonrisa mansa y resignada.

Nos vamos. Dentro de mi cabeza se enreda todo en un abrumador nudo de vida expectante y mamífera.

jueves, 10 de noviembre de 2022

Por un perro que maté...

 

                                                                    Lía 

Estamos citados para las 10 de la mañana. Mientras espero a mi abogada hay una caída mundial de WatsApp, y los mensajes se quedan esperando en un limbo circular. Al final nos encontramos en el bar que hay frente a los juzgados. Desde allí vemos llegar a los agentes rurales. Impresionan, con sus uniformes. Son cuatro jóvenes: dos chicos y dos chicas. Les recuerdo de cuando intervinieron dos años atrás, cuando sucedió todo. Ellos entran. Nosotros pagamos los cafés y vamos también para allá. Identificaciones, bolsos por la máquina y pasar por el arco-escáner. Igualito que en un aeropuerto. ¿Volaremos? ¿o se estrellará el avión? Solo dejan pasar a los directamente afectados, en nuestro caso a mi abogada y a mí.  Mi marido esperará en una biblioteca que se encuentra cerca, ya le avisaré al acabar. Nos advierten que hay un juicio en proceso que va para largo. Tenemos que esperar en el interior de un patio con arcadas que combina el color vainilla en las columnas con el salmón en el suelo, y unos bancos metálicos que flanquean una zona en la que ahora hay unos hombres muy corpulentos (que deduzco son policías) esperando para declarar. Intercambiamos impresiones con los rurales, que están revisando los papeles para no olvidarse de nada. Todos intentamos controlar el torrente de adrenalina, cada uno a su manera.

Yo estoy llena de energía gracias a que el día anterior me esforcé en cansarme al máximo. Antes de comer me fui a la playa y nadé durante un buen rato inmersa en un calor inaudito para finales de octubre. Por la tarde pinté algunas paredes del piso, obsesiva con algunos detalles y rincones, y luego salimos a cenar. Después de todo eso caí rendida y dormí toda la noche de un tirón, aunque se alternaban unos extraños sueños lúcidos en los que el sobresalto era el común denominador. Me ha ocurrido como me solía pasar con los exámenes: esa ansiedad que bloquea y aísla la semana previa, pero que el día de la prueba se transforma en una especie de alivio anticipatorio. Un Alea iacta est en toda regla.

Ya había hecho mis deberes. Ya había repasado lo que pasó y lo había ordenado en mi cabeza. Mi abogada me dijo que no me lo preparase demasiado. Que solo me preguntaría cosas que yo ya sabía: si las perras eran parte de la familia, y qué ocurrió ese día. Que solo contestase acerca de lo que yo viví. Todo lo demás lo dirían los demás (los agentes rurales, la forense…) Que prepararlo demasiado podía acabar estropeándolo.  Pero yo, que me conozco y sé que solamente me siento segura cuando me preparo las cosas, lo volví a visualizar todo mientras pintaba las paredes. Las imágenes de Lía agonizando volvieron enseguida. No hizo falta invocarlas en voz alta. El espanto de lo que viví con mis dos perras envenenadas había estado esperando al otro lado de un espejo en el que tuve que mirarme de nuevo.  También ensayé cómo trasladar a través de la mirada todo mi desprecio hacia el energúmeno que lo hizo y al que deseaba que le cayera encima todo el peso de la justicia (a esas alturas me permití imaginar a La Justicia como una matrona con obesidad mórbida cuyos platillos de la balanza penden repletos de expedientes pesadísimos)

Mi hija me había recomendado que, por higiene mental, no proyectase la imagen de un demonio en un individuo que probablemente sería simplemente un ignorante que había cometido un error. Yo asentí, pero seguí ubicándolo en el infierno. No me gustaba admitirlo, pero me provocaba una curiosidad morbosa saber qué aspecto tendría el diablo. Aunque lo cierto es que en algún momento me vino a la mente Hanna Arendt y su decepción ante Eichmann, aquel aplicado burócrata que cumplía órdenes.

Y ahí está. Con su abogado. En la otra esquina del cuadrilátero. Un hombre mayor, de escasa estatura, con un aspecto entre desorientado y retador. Aparece y desaparece de mi vista tras las columnas del patio. En las series americanas, hasta a los delincuentes más toscos les endilgan un traje y una corbata cuando asisten al juico. El sujeto que envenenó a mis perras lleva una camisa de cuadros rojos, tejanos y unas deportivas blancas. Me pregunto si será puro attrezzo,  pero me sorprende mucho que vaya disfrazado precisamente de cazador. Compone un gesto extraño con la boca que no atino cómo interpretar. Las columnas nos sirven de parapeto, pero cuando está en mi campo visual le miro a la cara fijamente, le fulmino con mi peor expresión (ensayada) de mala leche. Al final de la mañana me dolerá la mandíbula de tanta determinación. Y total, seguramente para nada, pues sospecho que la potencia de mi odio no ha sido suficiente para atravesar el espacio que nos separa. A las chicas flacuchas y contenidas nos cuesta horrores imitar a Frances McDormand en sus mejores papeles de cabrona.   

Seguimos esperando. Mientras tanto, van llamando a diferentes testigos del juicio anterior. La chica con chándal y el pelo mal recogido acaba de salir de declarar. La acompaña una funcionaria del juzgado. Le tiembla todo el cuerpo y en cuanto se sienta en el banco pide a la acompañante si se podría liar un cigarrillo. Más tarde se refugiarán en una pequeña habitación cercana a donde estamos. Durante las horas que pasaremos allí podré captar su angustia a través de las paredes. Al cabo de un rato, dos policías acompañan a la sala a un hombre joven y muy robusto que va esposado. Casi no me atrevo a mirarlo, pero su silueta me recuerda a un centauro. Lo que más le preocupa a la chica es si le avisarán cuando salga de la cárcel. Lo repite varias veces. La que le asiste la intenta tranquilizar. Yo me imagino que es una de mis hijas, y como no puedo soportar ese nuevo dolor ajeno trato de concentrarme en el mío propio. El abogado defensor le ha pedido a mi abogada llegar a un acuerdo y no entrar a juicio.

Ya llevamos dos horas de coreografía entre los abogados y el fiscal cuando finalmente consiguen una estancia para reunirse y hablar. Lo que pide el abogado del tipejo de la camisa a cuadros, me entero después, consiste en desestimar la solicitud de cárcel y canjearla por una multa. El fiscal y el defensor piden que solamente afecte al delito ecológico ( puso veneno de forma sistemática y durante al menos quince días en una zona protegida y al alcance de animales y personas) y no por el envenenamiento de mis dos perras. Mi abogada se niega a pactar y se reivindica en lo que reclamamos como compensación por las consecuencias que este delito tuvo en mis dos perras (la muerte de Lía y el grave envenenamiento de Gala). Si no aceptan pagar la indemnización que hemos pedido en la demanda por daños y prejuicios y  las costas, ningún problema: se entra a juicio.

Mientras tanto, yo sigo ensayando mi mirada asesina con el diablo disfrazado de payés, y aunque de vez en cuando mi compasión me coge por las solapas y me cuestiona ese caminar mío de fiera enjaulada a lo largo de mi lado del patio (¿seré yo la fiera?), la imagen de Lía vuelve a comparecer para que yo pueda colocar el odio otra vez en un lugar prominente.

A las cuatro horas todo está solucionado. El innombrable se declara culpable, acepta todos los cargos y se compromete a pagar una multa por delito ecológico y a asumir la indemnización por responsabilidad civil que pedimos para compensar de alguna manera a nuestra familia por la pérdida de nuestra perra Lía.

Al salir de los juzgados la rabia se disuelve y deja paso a algo que recuerda vagamente a la euforia. Y, aunque todavía tendremos que esperar dos semanas para que nos llegue la sentencia en papel, un ligero movimiento sísmico ha atravesado mi pequeño mundo. Una pieza se ha movido en el tablero gracias a la determinación de seguir hasta el final. Siento como si esa justicia obesa y llena de celulitis hubiera perdido unos quilos y ahora se permitiera un gesto liviano, como si se dispusiera a bailar. Solo queda esperar a que la noticia salga en prensa y que sirva de aviso a navegantes. Ojalá la lean esos cazadores descerebrados que se creen impunes y se lo piensen dos veces antes de atentar contra la vida de manera gratuita y cruel. Los envenenadores son muy brutos y muy simples, y hay que ser muy didácticos con ellos para que capten el sencillo mensaje de que las acciones tienen consecuencias y que a veces los malos acaban pagando.

Al individuo que envenenó a mis perras le llamaría de muchas maneras, tengo a mi disposición muchos adjetivos ( ya los usé cuando ocurrió, aquí), pero ahora me limitaré a llamarle mataperros.

Gracias a mi familia, a la protectora Perrikus, Mercedes, Mar y Fernando, a Ignasi Ripoll, a los agentes rurales de Tortosa y a mi abogada por estar a mi lado en este proceso. Lía, espero de verdad que tu muerte sirva para salvar otras vidas. Cerramos de alguna manera el duelo dos años después.