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sábado, 30 de agosto de 2014

Música para Obelix

“Llovía cuando llegamos a la estación de Nantes” era la frase con la que, un día antes de iniciar el viaje, tenía previsto empezar esta crónica. Afortunadamente los partes meteorológicos fallan, también los de Francia. Después de haber gozado durante toda la semana de un sol que amenazaba permanentemente tormentas que nunca llegaron, no tengo más remedio que cambiar la introducción. Empezaré, pues, por el asunto de los fantasmas, igual de melancólico aunque menos realista.
Mi teoría es la siguiente: viajar consiste, lo sepamos o no, en salir a la caza de fantasmas. Pocas cosas estremecen tanto como leer en una placa de bronce: “Aquí vivió…” y a continuación el nombre de uno de nuestros personajes históricos favoritos. De la misma forma, impresiona pensar en todos esos seres anónimos que- en épocas tan difíciles de imaginar como la Edad Media- vivieron con toda naturalidad sobre el suelo que ahora nosotros pisamos por primera vez. Por no mencionar el escalofrío en el espinazo que se siente al reconocer el escenario que habitó alguno de “nuestros” personajes de ficción.
Se trata de poner la suficiente atención, de emitir ondas cerebrales generadoras de “empatía histórica”. Una sutil vibración, que sólo nosotros podremos notar, nos avisará de que estamos preparados. Y entonces, solo entonces, podremos entrar en un discreto trance espaciotemporal que nos permitirá percibir esas presencias, penetrar en otro estrato de tiempo.
 Voy  diciéndome a mí misma todo esto mientras me acerco al primer alineamiento de menhires que visitamos en Carnac, en la Bretaña francesa.  Me siento como si  jamás hubiera viajado tan lejos. Conectar con los fantasmas del Neolítico requiere un esfuerzo extra, así que cierro los ojos y me transporto a una época remota e incierta, evocadora de misteriosos rituales astronómicos y complejísimas ceremonias funerarias de esa humanidad tan ruda y tan espiritual al mismo tiempo. Parece ser que nadie conoce el propósito original de estos bloques de granito que, sembrados a lo largo de nueve kilómetros de terreno, apuntan al cielo. El único que supo atribuirles una función práctica conocida fue, muchos siglos y ficciones después, Obelix (para desgracia de romanos y jabalíes).

Abro los ojos de nuevo y veo un horizonte interminable de menhires alineados. En plano corto, turgentes hortensias de colores imposibles explotan por todas las esquinas del paisaje. Enfoco y desenfoco mientras escucho por los auriculares las más estrambóticas leyendas para explicar el origen, el transporte y la función de semejantes monolitos. Me siento insignificante como una brisa pero también telúrica, turista y bruja a la vez, por un momento conectada a la armonía insondable del universo. Al bajar del autocar que recorre los lugares turísticos del Menhir regreso a mi ser y me compro una Coca Cola para solucionar el ligero vértigo existencial que acabo de padecer. 



     
     Seguramente la Coca Cola ha sido insuficiente como antídoto porque a la hora de comer en una crepería de Carnac Ville imagino a la fornida bretona que nos sirve la comida disfrazada con el vestido tradicional de esa zona, como recién salida de un cuadro de Gauguin.
Más tarde, paseando por el pueblo me parece reconocer al mismísimo Assuranceturix el bardo en uno de los lugareños. Nadie más se percata. Se lo digo a mi marido y me mira raro. Así que cuando, dos días más tarde, me encuentre con Asterix merodeando por la estación de ferrocarriles de Nantes me cuidaré muy mucho de comentarlo. Una nunca espera que sean tan duraderos los efectos de la poción mágica ¿O será la chispa de la vida? ¿O más bien esa actitud lúdica que conlleva el viajar sin  más  motivo que el placer del propio viaje?  A Obelix, he de admitirlo, no me lo he cruzado en todo este tiempo.





Otros ilustres ectoplasmas que esperaba encontrarme en el Interrail de seis días por el norte de Francia: Julio Verne (en Nantes), Houdin (en Blois), los personajes de Hergé (en el castillo de  Cheverny )  y Leonardo da Vinci ( en Amboise). A algunos de ellos  los disfruté con el entusiasmo de una presidenta de club de fans. Otros me esquivaron con excusas vanas como la falta de tiempo (desgraciadamente no pude visualizar a la Castafiore haciendo gorgoritos en la escalera del castillo), pero a cambio me topé con otros inesperados y generosos: un monje benedictino agonizando en la abadía del Mont Saint Michelle y un peregrino acompañado de su perro. He de confesar que al abrirse la veda aprovecharon para aparecérseme algunos de mis propios fantasmas, viejos compañeros que no desperdician la ocasión para seguir taladrándome con sus temas recurrentes: la familia, los vagabundos y el misterioso funcionamiento de la mente. Estaban escondidos entre las páginas de los libros que leí mientras viajaba en los trenes.
Viajar en ferrocarril tiene numerosas ventajas y encantos. En los países por encima de los pirineos los trenes regionales son confortables, silenciosos y puntuales, tres características muy de agradecer. Además, las estaciones francesas de tamaño grande tienen un piano clavado en el suelo para que la gente toque a su antojo, con un lema muy acorde con el espíritu del viaje: POUR VOUS DE JOUER! Si algo me fascina es contemplar a una persona tocando el piano con soltura o dibujando una escena a mano alzada.
La fórmula del Interrail da una refrescante sensación de libertad y de aventura controlada. Además de avanzar en el mapa y contemplar paisajes pintorescos queda mucho tiempo para leer. Los tres libros que he leído han sido elegidos por el azar y por mis fantasmas para acompañarme. Desde varios párrafos saltaron a la yugular los espectros interiores, que llegaban como un eco de mis pensamientos.
De vez en cuando, como una marea que subía súbitamente y anegaba el instante, me acordaba de las coordenadas y los proyectos de mis hijos.
Soy una madre normal, es decir que de noche tengo unos miedos horribles. Y también de día. Basta con que Sophie y Marie se comporten como las chicas normales y vivarachas que son , basta que se comporten como si confiasen en el mundo , como si fuera a ser bueno con ellas, y con que salgan de casa con ese optimismo pintado en la cara…para que se me encoja el estómago de miedo ( Amor, etcétera , Julian Barnes)
El idílico viaje por el norte de Francia estuvo jalonado por la visión de mendigos: jóvenes o viejos, con sus perros o en solitario, hablando solos o en grupo…en todas las ciudades aparecían para recordarme algo que no me gustaba, que no podía descifrar más que como un error que preferiría permaneciera escondido. Peor aún, como un error propio, algo que inexplicablemente me hacía sentir culpable. 
Humedad + frío= desesperación. Desesperación + hambre=no hay dios. No hay dios +alcohol= autodestrucción ( King , John Berger)                                                                                       
 Hay un libro de Oliver Sacks que re-visito cada tanto, esta vez en mi flamante e-book.
Las pautas personales, las pautas de lo individual, habrían de tener la forma de partituras o guiones. (El hombre que confundía a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks)

Como no sé tocar el piano y soy incapaz de dibujar el boceto de una escena al natural,  escribo mis impresiones para intentar dibujar la partitura de esta visita a los irreductibles fantasmas galos.
   



        Subo esta crónica, en vísperas de regresar al trabajo, como broche final de las vacaciones de verano. 
  Fue publicada en La nave de los locos  , el blog de Fernando Valls, el 16 de agosto.Gracias otra vez. 

domingo, 24 de agosto de 2014

Cambio de sentido

Ilustración de Richard Estes 
        
Se me acerca convencido de que lo voy a escuchar. Me pilla con la guardia baja, y lo consigue. Es joven y lleva chándal. Aparenta un nerviosismo como de vodevil. Observo una pequeña mancha de aceite en su camiseta mientras le oigo explicarme  lo apurado que está. Nunca le había pasado, se ha quedado colgado y nadie le puede venir a buscar. No me puedo imaginar la vergüenza que le da tener que pedir dinero para un billete sencillo.
-Te acompaño- le digo, mientras sigo mi camino hacia la boca del metro-. Así te compro el billete.
Continúo bajando el último tramo de  Paseo de Gracia, y al llegar a Plaza Catalunya me dice que no, que él tiene que ir en autobús. Lo miro de reojo un instante. La brillantina de su pelo produce un destello metálico que me recuerda al ala de una mosca. Como la que se aloja desde hace un rato tras mi oreja.
-Pues te acompaño al autobús, no te preocupes, no tengo prisa-le digo, cambiando el sentido de mi marcha.
Tres pasos más.
Me dice: Es mentira. Lo quería para comer. Para comprarme un bocadillo.
Le digo: ¿Ah, sí? ¿Es mentira? Pues aquí te quedas.
Me doy la vuelta con gesto ralentizado y digno. Empiezo a caminar en dirección al metro. Noto  un cambio en la calidad del aire, como si algo se hubiera espesado a mis espaldas, un resorte encajando en su mecanismo. Apunta a mi cabeza. Dispara una ráfaga con los más floridos insultos, que me alcanzan de lleno justo antes de entrar en la boca del metro.

sábado, 9 de agosto de 2014

Impaciente


       Harto de esperar a que la bella durmiente se dignara despertarse, el dinosaurio se largó.


 Mi  nano-versión del  dinosaurio de Monterroso, para el Libro de oro de Don Dinosaurio Gracias a Caroline Lepage y su equipo de traducción  por tener estas iniciativas bilingues tan creativas.                           
                            

                                                  Ilustración de Balthus