En aquel entonces los acontecimientos se situaban contando los veranos transcurridos desde que celebró su primera comunión. Veranos largos y densos frente a los triviales y anodinos inviernos, de los que apenas guarda recuerdos.
La casa que sus padres alquilaban por vacaciones era como una caja. Un canto a lo simple, al ángulo recto. Ni recibidor tenía. Si se entraba desde el destartalado exterior, con sus bicicletas y sus perros asilvestrados, la mesa cuadrada del comedor era una brújula que señalaba con sus esquinas la simetría de sus cuatro habitaciones.
Intenta traer a la memoria las sensaciones de aquellos veranos para escribir un relato −o quizás escribe el relato para evocar esas sensaciones− y recuerda la puerta de la casa, con su escalón de piedra imitando al granito, como la frontera entre la asepsia interior y el universo de olores y movimiento del exterior. A la casa se iba a comer, a recoger el pan con chocolate de la merienda y a dormir en sábanas de algodón con camisones que hacían frufrú.
Afuera estaban los caminos, las balsas repletas de algas y de renacuajos. Y la pandilla con la que vivía aventuras en otras casas: las casas abandonadas. También los cipreses recortando el cielo, los higos maduros y, por las noches, las luciérnagas que iluminaban el suelo con velitas.
Chupa el capuchón de su bolígrafo, y mientras se apoya contra el
respaldo de la silla se pregunta cómo es que ahora −que
sitúa los acontecimientos en décadas desde su comunión− la aventura está dentro,
en la mesa ovalada de su comedor desde donde intenta convocar los cielos de
caramelo de aquellos veranos grávidos como aquellos racimos de uva que robaban, y no en ese exterior
que amenaza con sus ángulos obstinados.