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sábado, 24 de febrero de 2018

Burbuja inmobiliaria






Los obreros que construyen el edificio de al lado ya casi han llegado a la altura de mi piso.  Desde hace dos meses cada mañana me despiertan a las ocho menos cuarto con el ruido de sus taladros y sus martillazos enérgicos. Son muchos, y muy alegres. Cantan mientras trabajan,  se mueven con agilidad entre hierros, grúas y columnas de hormigón, y se comunican a gritos como si estuvieran todos sordos o borrachos. Tienen los músculos tan exagerados como los esclavos de las películas de romanos. Yo los observo tras los visillos. Les veo trajinar, comer en los andamios, incluso un día vi a uno orinar en una esquina. Ayer uno de ellos me sorprendió mirándoles y levantó la cabeza a modo de saludo. Parecía buena persona.  En cuanto lleguen al nivel de mi dormitorio y los tenga cara a cara pienso ofrecerles un termo de café sobre las once cada mañana, para que descansen y se paren a reflexionar un poquito. O mejor les preparo una paella, dejo que salte toda la cuadrilla por mi ventana y me olvido de la reflexión. Y de paso les hago compañía, que los pobres pasan muchas horas fuera de casa. Como si ellos tuvieran la culpa de que me estalle la cabeza por el ruido espantoso, de que se vaya a perder toda la luz en las dos habitaciones más soleadas de mi apartamento, de que las vistas se me llenen de ladrillos. Como si no fueran ellos con sus músculos y sus manos grandes, y no yo con mis palabras y mis quejas pequeñas, los que tuvieran la razón.