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viernes, 16 de febrero de 2024

Creación

Ona Salvador es una chica a la que no conocía. Una artista que pinta murales. Un día me la encontré, a la vuelta de uno de mis paseos con Gala, pintando un muro. Me permitió hacer un seguimiento fotográfico de la evolución de su trabajo. Muchas gracias, Ona. Me ha encantado ser testigo de esta creación.  




















martes, 16 de enero de 2024

Apocalípsis cotidianos ( Reseña de "2 horas, 15 minutos para el fin del mundo", de Ernesto Ortega)

 

La conciencia de un final dota de sentido a cada acto ante la posibilidad de ser el último. Esto es lo que parece sugerirnos Borges en su relato El inmortal.  La inmortalidad se convierte así en la más terrible de las condenas, convirtiendo a la muerte en algo deseable. La muerte como fin del mundo individual. Pero sabemos que hay otros mundos, aunque estén en este. Alguien tenía que encargarse de detallar sus finales.

Ernesto Ortega nos entrega dieciséis finales de mundo de la mano de la Editorial Talentura. Dieciséis escenarios que se podrían leer en dos horas y quince minutos y que nos dirigen, cronometrados a pie de página, hacia el inevitable final del libro. Mientras los leemos, con la apremiante sensación de que esa experiencia también va a terminar, nos deleitamos en el contenido y en la forma de cada uno de ellos.

Ubicados en espacios abiertos (isla, desierto, plaza…) o en lugares claustrofóbicos (zulo, sala de espera, avioneta, oficina…) los personajes de estos relatos experimentan un límite añadido a los parámetros físicos habituales: la densidad que adquiere el tiempo cuando éste se convierte en un recurso escaso. Podríamos decir que todos los habitantes de este universo viven al límite porque el tiempo se contrae y como consecuencia la vida se hace más intensa y las emociones más contrastadas. Y me atrevo a afirmar que en este experimento literario hay mucha vida, voces diversas y emociones muy bien perfiladas.

En los relatos de “2 horas, 15 minutos para el fin del mundo” hay gente que se sueña mutuamente hasta la duda vital, otros que prefieren perderse en el desierto a aceptarse como vulgares turistas; ciudades que observan, como si fueran un gran ojo, el final de un amor; un atleta intentando recorrer lentamente el pasillo más largo mientras rememora la persecución que le llevó allí; cábalas-también persecutorias-a la espera de un diagnóstico, la prosaica jubilación de Pretty Woman, un síndrome de Estocolmo a la inversa, alguien que rellena su vacío lanzándose al mismísimo vacío, un monólogo que se convierte en diálogo tras un pestañeo, perversiones frigoríficas, la memoria de los objetos…todo cosido con puntadas firmes que bordan el fin de una relación, del pasado, de la inocencia, de la vida o de una isla.

Y aunque entre cada relato y el siguiente haya que dar un salto en el vacío, una vez superado ese abismo nos queda una grata sensación de fiesta.  Una fiesta parecida a la que describía Roberto Juarroz en uno de sus poemas verticales:

A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie.

En el centro de la fiesta
está el vacío.

Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.

 

No hay apocalipsis que no se deje atrapar por la delicada y precisa prosa de Ernesto Ortega. Recomiendo la lectura de estos cuentos tersos y redondos antes de que la cuenta atrás nos sorprenda al final de alguno de los numerosos mundos que habitamos.  


Reseña publicada en la revista Quimera de este mes. Gracias a la revista y a Ernesto por confiar en mi lectura de esta joyita. 



jueves, 11 de enero de 2024

Habitación de hotel

 


Hotel room, de Edward Hopper

Diez niños sentados en el suelo, miran alternativamente a Marta y al cuadro que inaugura la exposición temporal. En él se ve a una mujer en ropa interior. Está sentada en el borde de una cama, en lo que parece una habitación de hotel. Un vestido estampado reposa, indolente, sobre los brazos de un sillón tapizado de color verde. La mujer sujeta entre sus manos un papel. Su actitud ensimismada no sugiere nada demasiado luminoso. La habitación, en cambio, posee una luz excesiva. Una luz que parece estallar tras las cortinas del fondo, derramarse sobre los tonos pastel de la pared, y reverberar alrededor de la espalda de la mujer. Su cuerpo, ligeramente inclinado, produce una zona de penumbra que difumina su rostro. Los únicos objetos que consiguen evitar esa luz lacerante son dos maletas pensativas y unos zapatos de tacón depositados sobre la moqueta.

− ¿Qué os parece que puede estar leyendo en ese papel? −les pregunta Marta, mientras se arrepiente de haber incluido ese cuadro, precisamente ese, en el itinerario guiado.

Siempre le han resultado un desafío las visitas con niños. Intensas, a veces emocionantes, invariablemente agotadoras. En esta ocasión existe una dificultad añadida, un reto inalcanzable de antemano: introducir a criaturas de once años en el universo de Hopper. Cómo transmitir la percepción de esa luz inefable y a la vez la atmósfera de tristeza que destila cada uno de los lienzos del pintor estadounidense. Mientras preparaba la visita su única certeza era la poderosa capacidad narrativa de esos cuadros. Cada pintura es un relato. Uno de esos relatos de realismo sucio americano. No apto para niños. Imposible contarles lo que ve un adulto sin mancillar de alguna manera su inocencia. Decidió solucionarlo dándoles a ellos la palabra. Se preparó una batería de preguntas. ¿Qué veis? ¿Qué le pasa a esta mujer sentada al borde de la cama? ¿Dónde está? Ellos relatarían las historias y Marta introduciría algunas ideas sobre arte. Al planificarlo se sintió satisfecha con la idea, pero ahora flota en esa niebla lechosa que se ha instaurado en su vida desde hace dos días y que le impide estar del todo presente. Esta mañana se ha acercado al museo con el vértigo de un acróbata inexperto.

A mí me parece que está leyendo una carta con un aviso de que la van a desahuciar, por eso está tan triste y no tiene fuerzas ni para vestirse. −Es el comentario espontáneo de una niña pecosa y con trenzas pelirrojas que le recuerda a Pipi Långstrump.

Creía haber previsto todas las respuestas, pero ésta la ha descolocado. Los compañeros de la niña reaccionan. Zumban como un enjambre de avispas. Ella percibe la escena como si estuviera grabada a cámara lenta. Dos niñas se dan un codazo, un par de ellos cambian de postura. Un niño, que no ha parado de moverse en todo el rato, le da una palmada sonora a otro en la espalda, y éste se remueve ciento ochenta grados y suelta:

− ¡Déjame en paz, idiota!

 Marta mira de reojo a la profesora. Posee ese aire entre maternal y estricto que deben repartir en píldoras en las escuelas de Magisterio. Una mirada severa, seguida de una ligera caída de ojos, es suficiente para que el niño se calme por un momento.

 El cuadro es una de las variantes que usa Hopper para representar el vacío, la incomunicación. La respuesta de Pipi, tan conmovedora y contemporánea a la vez, la pilla desprevenida.

 

Tampoco se esperaba la demanda de su marido.

 Él insistió en que lo hiciera por los otros dos hijos que ya tenían. Le quiso convencer de que así ellos disfrutarían de más oportunidades. Que ya le había dejado tener dos. Eso dijo: que ya le había dejado. Como si ella fuera una criatura caprichosa y él un magnánimo tutor que ahora se tenía que poner serio para disciplinarla. Marta supo desde el principio que la excusa económica tapaba su ego de prestigioso abogado al que le molestaban los niños, sus propios hijos. Era un engorro cuando, después de la cena, le pedían que jugase con ellos o que les contara un cuento. Él los esquivaba con una actitud que rozaba el menosprecio. Incapaz de reconocer su rechazo, hablaba de oportunidades y de favores con una voz que, de tan suave y condescendiente, a Marta le daba dentera.

 

─ ¿Qué es lo que estaba leyendo en realidad? ¿Era eso? −pregunta una chiquita con gafas redondas color melocotón.

   El cuadro continúa ahí, contundente y completo en su desolación. Los niños, con las bocas ligeramente abiertas y los ojos brillantes, esperan su respuesta.

─ No, no era una carta de desahucio −le contesta entornando los ojos−. Era otra cosa.

Tras varios intentos ingeniosos por parte de los chavales, les cuenta que la mujer que posó para el cuadro titulado Hotel Room era la esposa del pintor. Y que, aunque en el cuadro el papel parece estar en blanco, en realidad la modelo estuvo leyendo un horario de trenes mientras posaba.

−Desenfocando el papel, dejándolo en blanco en la pintura, Hopper permitió que las generaciones futuras interpretasen lo que quisieran de ese cuadro, de esa historia, como habéis hecho vosotros −dice con una sonrisa cómplice, mirando a la niña de las gafas─ ¿Y qué otras cosas se pueden destacar de esta habitación? ¿Qué os parece que podría ser ese rectángulo negro que hay al fondo, detrás de las maletas y el sillón verde?

Una tele de pantalla plana, o un ordenador −contesta el niño hiperactivo.

Marta no puede sino sonreír. Y esa sonrisa ─junto con la explicación de que cuando se pintó el cuadro no había televisores, y, menos aún, ordenadores ─ por un momento desvía la atención del peligro. De la constatación de que esos niños conocen la palabra, y quizás el significado, del término “desahucio”. De la amenaza de sus propios pensamientos, que insisten en aflorar como si no dependieran de ella.

 

Porque al final cedió.

Nunca se lo perdonaría a sí misma, pero cedió.

Y después, aquella anestesia que desdibujó los contornos de su cuerpo durante varias horas. Un efecto que se prolongó en su ánimo. Regresó al hospital cinco días después, para que le extrajeran el enorme coágulo que le había crecido en el útero durante el posoperatorio. Le repitieron exactamente el mismo procedimiento, aunque esta vez sin anestesia general. Un segundo desahucio, de una casa ya vacía. Y entonces, aunque la vida se empeñó en continuar, apareció un hueco en el entramado de la realidad, como un descascarillado de pintura que hacía que ya nada le pareciera completo.

Alguna vez, durante el mes de hemorragias tras el vaciado, fantaseó con la idea delirante de volver a la clínica y preguntar si por casualidad habían congelado el embrión y se lo podían volver a implantar. Algunos días sentía como si un pequeño espectro la siguiera a una cierta distancia. Desempeñaba mecánicamente −aunque con eficiencia− las tareas de su trabajo como guía en el museo de arte. Y a pesar de que seguía siendo una madre cariñosa, a veces sus hijos la notaban ausente. Para no incomodarla, se esforzaban en portarse bien.

 

Los alumnos de hoy también se están comportando estupendamente. Incluso el travieso – ya sabe que se llama Gabriel− está ahora totalmente concentrado, tratando de imaginar cómo sería un mundo sin televisiones ni ordenadores. Otros comentarios dibujan la visión colectiva de esos niños sobre el cuadro de la mujer triste del hotel. Los niños son más sabios de lo que los adultos creen, piensa Marta. Que la visita se esté desarrollando de forma tan fluida le parece un prodigio.

Les conduce hacia el siguiente cuadro. La maestra controlando a su rebaño como un pastor afgano. Una coreografía de miradas, piernecitas y palabras.

─ ¿Veis algo raro en esta gasolinera? ¿Por las sombras podríais deducir más o menos qué hora es? ¿Qué tipos de animales os parece que pueden vivir en el bosque que hay detrás? −Las preguntas surgen livianas, perseguidas por las respuestas.

Los niños se ponen de pie y se dirigen hacia la siguiente obra. Acompaña al grupo, mientras una parte de ella se orienta hacia el cuadro de la mujer triste del hotel que les espera al final del recorrido circular.

─ ¿Os gustan los faros? A Edward Hopper le encantaban. Vamos a ver uno de los que pintó.

Continúa indagando. Lanza preguntas como pequeños anzuelos. Se interesa por saber qué ven, y a dónde les puede llevar su visión. Los chavales inventan un par de historias preciosas acerca de fareros solitarios. Para su sorpresa, disfruta con lo que está pasando. Consigue acallar por un momento esa otra voz, evitar que reflote esa congoja que la inunda.

 

Quiere posponer el recuerdo vívido de lo que ocurrió dos días atrás en la revisión ginecológica anual, aunque sabe que en cuanto los niños se vayan del museo habrá un nuevo pase de la película en su cabeza. En bucle y desde el principio. El momento en que su doctora saca la carpeta con su historia clínica. La abre, y la imagen de la ecografía se desliza lánguidamente hacia la mesa. Marta la recoge con delicadeza haciendo pinza con sus dedos en los extremos superiores de la lámina. Antes de devolverla puede distinguir el embrión, todavía aferrado a su útero en aquel momento, sobre la superficie oscura y brillante de la fotografía. El resto de la visita transcurre en sordina, pero en cuanto pisa la calle siente como si una capa de hielo hubiera estallado en mil fragmentos punzantes, y los llevara clavados por toda la superficie de su piel.

Al llegar a casa le parece aterrizar en otra vida. Contempla la escena desde lejos, como si hubiera una cámara en el techo. Y no le gusta en absoluto lo que ve. Sus niños suplantados por dos criaturas casi adolescentes. Su marido tan idéntico a sí mismo, aunque algo desenfocado. Esa noche no permite que la toque. Le resulta insoportable su presencia. Él no admite su rechazo. Se burla. Incluso le acusa de tener un amante. Marta ni siquiera trata de desmentirlo.

A la mañana siguiente, en la ducha, se restriega la piel hasta el dolor. Como si eso pudiera eliminar la costra de una culpa remota. Ahora ve con claridad las ramificaciones de su aflicción. Constata que ella ya había asumido a ese hijo. También que él se impuso con una autoridad que la deslumbró y la paralizó, como a esos animales silvestres que se dejan atropellar en la noche frente a los focos de los coches.

Tras dejar a sus hijos en el colegio, llama al trabajo para decir que se encuentra mal. Se dirige a un hotel del centro y se recluye en una habitación que ha reservado de camino. No se fía de sí misma. Necesita tejer una envoltura de hilos livianos y sedosos a su alrededor, un refugio de plumas y brotes como aquellos nidos abandonados que encontraba de pequeña.  

La habitación tiene esa luz especial, casi metafísica, que solo existe durante las primeras horas de la mañana y después se marchita. La luz de los cuadros de Hopper. Marta siente el impulso de quitarse la ropa. Se sienta en el borde la cama y escribe una nota. La sujeta con las dos manos para que no caiga sobre el piso tapizado con esa horrible moqueta gris.

 

Los chavales se sientan en el suelo de madera noble dibujando un semicírculo. Se acerca el fin de la visita y les ha invitado a volver al cuadro Hotel Room para despedir la exposición donde la han iniciado.

−Y, ahora que ya habéis visto todas las pinturas de Hopper, ¿qué le diríais a esa mujer? −les pregunta a los niños.

 Con las respuestas que le dan, Marta se reafirma en la idea de que los niños poseen un acercamiento natural a la verdad, un conocimiento genuino sobre la vida que por desgracia desaparece cuando crecen. Esta vez consigue impregnarse de esa sabiduría antes de que se esfume. A esas alturas se alegra de haberse atrevido a elegir ese cuadro como inicio y final de la visita.

Se despide del grupo en la puerta de la sala. Felicita a la profesora por el comportamiento de sus alumnos. Desordena el pelo de Gabriel, le guiña el ojo a Pipi y les dice adiós a todos, moviendo la mano derecha como una paloma que batiera solamente un ala.

Regresa a su despacho a buscar el bolso y el abrigo. Coge un sobre de su secreter. Abre el bolso y recupera la nota. La introduce en el sobre, y sale a la calle.

 

Me han publicado este relato en la revista de literatura 142 revista cultural, en el número de este trimestre. Muy contenta y agradecida.



sábado, 16 de diciembre de 2023

Generación X

 

                                                                      Ilustración de Toni Espinar


El cura impresiona. La sotana le queda cortísima de tan alto como es. Su poderosa mandíbula de acromegálico le confiere una autoridad irreal y patética.  Nos dice, en un momento del funeral, que el paraíso es un lugar donde siempre hay luz. Yo no puedo evitar pensar en esas granjas de pollos con las bombillas encendidas día y noche, y a continuación sentir una tristeza casi metafísica. Me viene la imagen de ese ojo situado sobre una pirámide impreso en los billetes de dólar. El ojo que todo lo ve. A diferencia de nuestros ojos, receptores de luz, el único ojo de Dios emite constantemente unos rayos divergentes que iluminan a su paso todo lo que abarcan en su trayectoria. Y en mi divagación me pregunto qué ocurriría si ese ojo ciclópeo necesitara un oftalmólogo, si de repente tuviera una tremenda conjuntivitis o vista cansada. Lo imagino deseando retirarse a una discreta penumbra, apearse de la cúspide deslizándose por la pendiente.

Mi amiga está enterrando a su madre y yo no puedo dejar de mirar a ese hombre que parece sacado de un relato decimonónico sobre un gigante incomprendido. A ese señor desgarbado y de edad indefinida que −sigo cavilando mientras lo imagino soltando su sermón desde la cumbre de un glaciar− probablemente sea de nuestra generación. La generación de las amigas de la Universidad que todavía mantenemos contacto regular. La generación X. La de Nirvana, Internet y la EGB. La del bocadillo de Nocilla, las películas americanas y los derechos de las mujeres. La que conoció la televisión en blanco y negro, la caída del muro, los casetes y el mordisco del SIDA. Esa generación perdida de Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados que después se apuntaron al consumismo feroz. La misma generación que cada día llena esta capilla aséptica del tanatorio para despedir a sus progenitores de la generación babyboomer, mientras intenta echar a volar a sus mileniales hijos entre las brumas de la contaminación que ellos han generado. Esos jóvenes airados que ya no lo son, que ya no lo están.

Envolvemos a nuestra amiga huérfana en una nube de cariño reconfortante. Luego nos separamos. De regreso hacia mi casa desciendo hacia el metro. Y allí está él. Sin su disfraz ceremonial. Vestido con tejanos y un anorak azul marino. Sentado en el banco metálico del andén de la línea roja. Como si fuera uno más, como si no supiera gran cosa de la luz eterna. Su larguísima espalda encorvada hacia un móvil que, mientras cambia de pantalla a las órdenes de un índice descomunal, irradia una luz mortecina que me revela su verdadera dimensión.



Este relato ha sido incluido en el libro colectivo El cáliz de la deconstrucción, de la Editorial Enkuadres. En esta antología los autores de la colección Microsaurio escriben a partir de imágenes realizadas por Toni Espinar, uno de los artistas urbanos que han ilustrado con sus magníficas portadas estos libros de microrrelatos. Un honor participar en semejante aquelarre. El enlace para hacerse con el libro aquí 

lunes, 27 de noviembre de 2023

Vodevil


 

Estuve tanto tiempo al otro lado que ahora soy incapaz de disfrutar del momento. Todo me recuerda a cuando era yo quien actuaba en estos lugares de postín. El predecible guion: uno propicia un diálogo trivial, otra sonríe mientras acaricia una botella, alguien quiere aclarar algo con voz cantarina. Entran y salen sin descanso. Vocalizan. Se contonean. Y vuelta a empezar.

Reconozco que son grandes profesionales en el arte de embelesar y obtener nuestra atención. Pero yo sé lo que ocurre entre bambalinas. Cómo se les desmorona la sonrisa y chasquean la boca al salir de escena, cómo intercambian gestos en cuanto dan la espalda a la audiencia, y sobre todo con qué cinismo critican nuestro aspecto nada más terminar el espectáculo.

Porque, realmente es un auténtico espectáculo para los sentidos el menú de catorce platos que ofrece este restaurante de cuatro estrellas. Y aunque les comprendo ─fueron muchos años currando de camarera─ no puedo soportar que nos vean como otra pareja de pringaos capaces de pagar semejante pastizal por un menú degustación. Y menos aún que, por culpa de sus constantes interrupciones, no tengamos ni un minuto de intimidad para disfrutarlo.  


Microrrelato presentado a Esta noche me cuento en la actual convocatoria inspirándonos en la sentencia Acta est fabula ( "Se acabó la función") de Plauto. Aquí en la web de Esta Noche Te Cuento

lunes, 20 de noviembre de 2023

Penúltimas tardes con el Pijoaparte

 

Manolo se sienta a contemplar la ciudad, que se le ofrece como una red tensada bajo sus pies. Al final  está el mar, exhibiendo su trazo con rigor. Pero lo que hay que pescar se encuentra en esta malla de calles, ventanas y terrados que ve desde su atalaya. O un poco más allá.




Baja desde las barracas del Carmel hasta las mansiones con jardín de Sant Gervasi. Descender para medrar, es el plan. Si funciona, sustituirá la moto robada por una propia, extraerá la raíz de cuajo, engañará al destino, será otro.



Una tarde se cuela en un guateque al que no ha sido invitado. Porque la vida debería ser una fiesta. Y él la merece, aunque no tenga buzón donde recibir invitación. En el jardín de la casa donde conoce a la chica, las plantas tienen un porte sereno que nunca vio en los matojos que resisten alrededor de las chabolas de uralita. 




Ella acaba subiendo al barrio bajo. Se deleita en su propia audacia. Siente que se libera de un tedio muy antiguo. No puede soportar sentirse tan Teresa, tan de su entorno y de su familia. Quiere ser otra. 

Todo termina mal, como era de esperar.

Pero, en algún momento, ambos pueden haber imaginado la fusión de esas dos identidades huidizas en la forma de un híbrido: un niño. Un pijoaparte diminuto. Una criatura de una sola pieza, que se sabe sólido y real, pero que aun así no puede evitar fingir. Porque es pura ficción, y los personajes de ficción saben que habitan en el único territorio donde el fingimiento y la verdad son una misma cosa.




 

 

 

 

jueves, 2 de noviembre de 2023

Me tengo que ir

 


─Hola, mi amor- exclama Olga entrando en la habitación.

─Haga el favor de callarse, yo no sé quién es usted.

─Mamá, soy yo, tu hija.

─Ni hablar. Yo tengo una hija, pero es mucho más joven y guapa que usted.

─ Y ¿quién es tu hija?

─Yo tenía una hija que murió. Y luego está mi hija Olga, Olguita. Y también tengo nietos. Pero, déjeme ya en paz, no puedo perder más tiempo con usted. Tengo muchas cosas que hacer.

─Y ¿qué hace tu hija Olga? ¿dónde dices que está?

─Ella trabaja en una oficina. Mire, ahora le vamos a llamar para que venga a buscarme porque yo ya estoy lista para irme. Ya he terminado todo aquí y ya me puedo ir.

─No te preocupes, ahora la aviso para que venga.

─Gracias. Por cierto, dígale que me traiga mi cartera y un suetercito.

─ ¿Y para que los quieres? Aquí no los necesitas.

─ Pero que impertinente es usted, alguien se lo tenía que decir. Los necesito porque mi marido me va a venir a buscar en cualquier momento. Se llama Bebo y él es muy impaciente. Él llega, toca el claxon y nos tenemos que ir rapidito. Él es muy impaciente. Y yo no quiero que se disguste, así que haga el favor de ordenar que me lo traiga todo para tenerlo listo y cuando él llegue poder salir de este sitio tan horrible.

─ Mamá, papá murió hace veinte años. Pero, dime, ¿Tan horrible te parece este centro?

─Horrible es poco. El otro día, cuando me llevaron al comedor en esta espantosa silla de ruedas le canté las cuarenta a la directora: ¿Qué clase de servicio hay aquí que las mesas no tienen manteles de tela? ¡Manteles de hule! ¿Pero qué es esto? ¿Y dónde están mis servilletas? ¿Qué manera de servir la mesa es esta?

─ Aquí estás bien. Tienes tu habitación con terraza. Muchos de los trabajadores son hispanos. La comida no es la basura que toman los gringos. Te dan café con leche, que a ti te gusta mucho, y yo te traigo esas laticas de caldo con mucha proteína. Te lavan y te ponen talco todos los días. No te puedes quejar.   

─Pues claro que me quejo. Aunque a ratos me divierto. Ayer, cuando esa chica tan boba acabó de fregar el suelo, empujé el jarrón de vidrio y le dije: aquí se le ha quedado algo por limpiar.

─ ¡Mamá, por Dios! ¡Cómo puedes hacer esas cosas!  

─ ¡Basta ya de mamá y mamá! Usted no es mi mamá. Mi mamá me va a venir a buscar esta noche y nos vamos a ir al malecón a recoger caracolas y algas. Así que déjeme en paz y váyase antes de que llegue mi mami.