Vassily Kandinsky, Composición 7
Las
tres toallas con textura de cartón piedra podrían ser la causa del pestazo que
tumba de espaldas al abrir la puerta de la habitación. O quizás se deba a algún
bocadillo abandonado antes del final. En el peor de los casos, una compresa en
proceso de momificación. Muy poco probable que se trate de una patata podrida, como
a veces ocurre en la despensa, pues te encuentras en el otro extremo de la
casa. La primera palabra que te viene a la mente es “cadáver”. Como aquella vez
que se fue la luz durante las vacaciones, y a la vuelta la nevera supuraba un líquido
rosado procedente del congelador. Pedazos de cadáveres de vaca en plena putrefacción.
Te sentiste protagonista de una escena de CSI: la agente sensible pero huraña
entrando en el lugar del crimen con un pañuelo en la nariz. Una nube hedionda cubrió
todos los objetos de la casa e impregnó los cuerpos con una contundencia
insoportable durante una semana completa, a pesar de la lejía.
Pero,
así como en el caso de la nevera el foco estaba muy claro, esta vez es
imposible localizar la fuente de la pestilencia en una primera exploración
visual. En primer lugar, porque el olor es mucho más difuso, algo a medias
entre el sobaco de un obrero al final de la jornada y el cubil de un oso. Definitivamente,
no se trata de un fiambre sino de algo más sutil y etéreo.
Es,
simplemente ─te dices, apretando la mandíbula y reprimiendo la náusea que
avanza por tu esófago─ el apocalipsis cotidiano de la habitación de tu hija.
Lo
acabas de ver. Y aunque es un paisaje conocido, la visión de la escena no deja
de golpearte. Tu cerebro se defiende de esa realidad convirtiéndola en una descripción
aséptica, en el inventario de lo que aparece ante ti: una promiscuidad de
camisetas usadas languidece en el suelo, los apuntes del curso anterior junto
al subrayador fosforito sin tapa, una taza con restos de café, la bolsa de la
playa vomitando un reguero de arena. Y cubriéndolo todo, un último estrato de
ropa limpia aterrorizada ante el remolino de entropía que se cierne sobre ella
y por el que será engullida sin remedio. Un escenario de guerra tras el ataque definitivo.
Tú
repites incansable la matraca, insistes en convencerla de que tiene que ordenar.
Pero la realidad también insiste en demostrarte que se trata de una batalla
perdida de antemano.
La
bella adolescente responde ─cuando entras descompuesta en su habitación─ que
está en ello, que ya lo recoge, que no la presiones. Lo dice varias veces. A lo
largo de varios días, incluso semanas. Pero cuando vuelves a asomar la cabeza,
ella está sentada sobre varias camisetas (ay, de las recién planchadas) chateando,
un-momento-por-favor-estoy-ocupada.
De
vez en cuando se atreve a decirte: Este
fin de semana necesito dinero. No tengo ropa. La única solución posible,
encontrada por una madre a la que consideras una gurú del tema de las camisetas
y la educación integral del adolescente, es conseguir que la niña haga algún
trabajito los fines de semana para sus gastos (en camisetas), como por ejemplo
trabajar en una tienda de ropa doblando camisetas ocho horas al día. Pero mientras
tanto, y hasta entonces, el asunto requiere un dispendio tremendo de adrenalina
desperdiciada en contracturas, crujir de dientes y canas prematuras en las
madres del primer mundo. Es tal la cantidad de energía desperdiciada que, haciendo
acopio de ella se podrían escribir los mejores libros, escalar las montañas más
altas e incluso bombear agua a cubos en una central hidroeléctrica para generar
electricidad extra y que así ellas puedan estar un rato más conectadas al
ordenador antes de que las arenas movedizas de las camisetas se las traguen.
Pero
hoy has reaccionado. Le has exigido que antes de quedar con sus amigas tiene que
ordenar el cuarto. El día ha transcurrido calmo en esa habitación, con sus
horas y sus minutos avanzando implacables hacia la hora de la salida. Con los
estratos de ropa fluyendo a favor de pendiente cual colada de lava. Dos
recordatorios por tu parte. La memoria a corto plazo de la chica completamente bloqueada.
Se acerca la hora. Las amigas la reclaman por el interfono. No te vas si no recoges,
aseguras. Ya lo haré. Has tenido todo el día, recuerdas. Qué más da, lo haré a
la vuelta. Ese cuarto tiene que quedar limpio antes de que te vayas, insistes.
No. Portazo.
Mientras
las amigas esperan en la calle, te asomas al balcón. Están situadas justo
debajo de ti. Puedes ver sus coronillas como pequeñas dianas. Parecen muy
animadas, como si todo estuviera bien en el orden del universo. Esperas a que salga
tu hija. Y en ese preciso momento, empiezas a llover. En una performance catártica,
casi lírica, por fin se airean todos los trapos sucios de la guarida: camisetas,
toallas, bragas y calcetines se elevan ligeramente y enseguida, en un baile desacompasado
pero bellísimo, llueven como maná caído del cielo sobre las desprevenidas adolescentes.
Respiras
hondo. Te encanta el frescor de la lluvia al final del verano, te dices durante
el larguísimo minuto que antecede al fango que llegará tras la tormenta.
Presento este relato al concurso de Zenda #Historiasdemujeres.