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miércoles, 15 de marzo de 2023

Mudanzas

 Para Sara, que ya se mudó

                                               Viaje de Lady ( 1950), Remedios Varó


Cada noche se acostaba agarrando con fuerza un billete de diez euros. Necesitaba saber que tendría dinero para telefonear a sus papás si un día despertase en otro país. Solo así se deslizaba tranquila hacia la inconsciencia. Antes de bajar por ese tobogán, y mientras arrugaba el billete contra su barriga, ponía en fila todos sus miedos y los desactivaba uno a uno. Si temía ─por ejemplo─ que a su mamá se la fuera a comer un cocodrilo, recreaba su versión de la escena. Justo antes de que entrase en el río africano le advertía de que no llevaba gafas. Ella se las ponía, miraba, y la cola del reptil desaparecía en un remolino rabioso y marrón.

Cuando la abuela se enteró de que dormía con el puño apretado, le cosió un bolsillo en el centro del pijama para guardar el dinero. A partir de ese momento pudo descansar confiada, y los diez euros permanecieron tersos y sin uso.

Anoche se soñó buceando bajo la línea que separa los dos azules. Nadaba con delfines y con otros seres más oscuros. La apnea la ha despertado en una habitación extraña. Tras una tremenda bocanada de aire se palpa con desespero la zona donde de niña estuvo el marsupio del pijama, para sólo encontrar un océano rebosando el cuenco de su ombligo.



                                                            Spiral transit, Remedios Varó



lunes, 27 de febrero de 2023

La lluvia antes de caer

 



                                                         Vassily Kandinsky, Composición 7


Las tres toallas con textura de cartón piedra podrían ser la causa del pestazo que tumba de espaldas al abrir la puerta de la habitación. O quizás se deba a algún bocadillo abandonado antes del final. En el peor de los casos, una compresa en proceso de momificación. Muy poco probable que se trate de una patata podrida, como a veces ocurre en la despensa, pues te encuentras en el otro extremo de la casa. La primera palabra que te viene a la mente es “cadáver”. Como aquella vez que se fue la luz durante las vacaciones, y a la vuelta la nevera supuraba un líquido rosado procedente del congelador. Pedazos de cadáveres de vaca en plena putrefacción. Te sentiste protagonista de una escena de CSI: la agente sensible pero huraña entrando en el lugar del crimen con un pañuelo en la nariz. Una nube hedionda cubrió todos los objetos de la casa e impregnó los cuerpos con una contundencia insoportable durante una semana completa, a pesar de la lejía.

Pero, así como en el caso de la nevera el foco estaba muy claro, esta vez es imposible localizar la fuente de la pestilencia en una primera exploración visual. En primer lugar, porque el olor es mucho más difuso, algo a medias entre el sobaco de un obrero al final de la jornada y el cubil de un oso. Definitivamente, no se trata de un fiambre sino de algo más sutil y etéreo.

Es, simplemente ─te dices, apretando la mandíbula y reprimiendo la náusea que avanza por tu esófago─ el apocalipsis cotidiano de la habitación de tu hija.

Lo acabas de ver. Y aunque es un paisaje conocido, la visión de la escena no deja de golpearte. Tu cerebro se defiende de esa realidad convirtiéndola en una descripción aséptica, en el inventario de lo que aparece ante ti: una promiscuidad de camisetas usadas languidece en el suelo, los apuntes del curso anterior junto al subrayador fosforito sin tapa, una taza con restos de café, la bolsa de la playa vomitando un reguero de arena. Y cubriéndolo todo, un último estrato de ropa limpia aterrorizada ante el remolino de entropía que se cierne sobre ella y por el que será engullida sin remedio. Un escenario de guerra tras el ataque definitivo.

Tú repites incansable la matraca, insistes en convencerla de que tiene que ordenar. Pero la realidad también insiste en demostrarte que se trata de una batalla perdida de antemano.

La bella adolescente responde ─cuando entras descompuesta en su habitación─ que está en ello, que ya lo recoge, que no la presiones. Lo dice varias veces. A lo largo de varios días, incluso semanas. Pero cuando vuelves a asomar la cabeza, ella está sentada sobre varias camisetas (ay, de las recién planchadas) chateando, un-momento-por-favor-estoy-ocupada.

De vez en cuando se atreve a decirte: Este fin de semana necesito dinero. No tengo ropa. La única solución posible, encontrada por una madre a la que consideras una gurú del tema de las camisetas y la educación integral del adolescente, es conseguir que la niña haga algún trabajito los fines de semana para sus gastos (en camisetas), como por ejemplo trabajar en una tienda de ropa doblando camisetas ocho horas al día. Pero mientras tanto, y hasta entonces, el asunto requiere un dispendio tremendo de adrenalina desperdiciada en contracturas, crujir de dientes y canas prematuras en las madres del primer mundo. Es tal la cantidad de energía desperdiciada que, haciendo acopio de ella se podrían escribir los mejores libros, escalar las montañas más altas e incluso bombear agua a cubos en una central hidroeléctrica para generar electricidad extra y que así ellas puedan estar un rato más conectadas al ordenador antes de que las arenas movedizas de las camisetas se las traguen.

Pero hoy has reaccionado. Le has exigido que antes de quedar con sus amigas tiene que ordenar el cuarto. El día ha transcurrido calmo en esa habitación, con sus horas y sus minutos avanzando implacables hacia la hora de la salida. Con los estratos de ropa fluyendo a favor de pendiente cual colada de lava. Dos recordatorios por tu parte. La memoria a corto plazo de la chica completamente bloqueada. Se acerca la hora. Las amigas la reclaman por el interfono. No te vas si no recoges, aseguras. Ya lo haré. Has tenido todo el día, recuerdas. Qué más da, lo haré a la vuelta. Ese cuarto tiene que quedar limpio antes de que te vayas, insistes. No. Portazo.

Mientras las amigas esperan en la calle, te asomas al balcón. Están situadas justo debajo de ti. Puedes ver sus coronillas como pequeñas dianas. Parecen muy animadas, como si todo estuviera bien en el orden del universo. Esperas a que salga tu hija. Y en ese preciso momento, empiezas a llover. En una performance catártica, casi lírica, por fin se airean todos los trapos sucios de la guarida: camisetas, toallas, bragas y calcetines se elevan ligeramente y enseguida, en un baile desacompasado pero bellísimo, llueven como maná caído del cielo sobre las desprevenidas adolescentes.

Respiras hondo. Te encanta el frescor de la lluvia al final del verano, te dices durante el larguísimo minuto que antecede al fango que llegará tras la tormenta.

 

 Presento este relato al concurso de Zenda #Historiasdemujeres.


viernes, 24 de febrero de 2023

Lenguaje no verbal

 


                                                                      fotografía propia



Mi madre comprendió la gravedad real del diagnóstico en el pasillo del hospital, media hora antes de la visita con su oncóloga. Lo supo cuando al intentar saludarla con una mano sonriente, ésta se puso a examinar con inusitado interés su espantoso reloj. 



martes, 14 de febrero de 2023

Angie

 

El jugo de sus bocas sabe a pulpa de mango. Sucumben a un aluvión de besos eléctricos, sedosos, líquidos. Esa cualidad acuática ejerce una presión de diluvio en sus cuerpos, ahora reducidos a una gigantesca boca de los Rolling Stone. La detonación de una supernova en una esquina del patio.

Al salir del instituto se van a la casa sin padres: la de ella. Hoy darán un paso más. Dejan las mochilas en el escritorio de la sala. El móvil del chico a la vista, en silencio.

Ella enciende una vela. Coloca en el tocadiscos un viejo LP, sin saber que la canción favorita de sus padres será ya para siempre su canción. El chico gestiona con pericia la esperada cuenta atrás. Se encuentran en el lugar del abrazo. Ella, de puntillas, eleva los hombros y sostiene la cara de él para que el beso sea más profundo, la pasión más vistosa. El mecanismo se acciona, implacable.

Tras una sonrisa cómplice se esnifan el pelo y continúan indagando en ese viaje al origen del universo, a las fuentes del Nilo, a la portentosa cara de Mick Jagger.

Ya subirán más tarde la foto a sus cuentas de Instagram. 


Microrrelato presentado a Esta noche te cuento en la propuesta inspirada en la frase de Terencio Amantes, amentes, algo así como Amantes, dementes. Aquí 

jueves, 19 de enero de 2023

Hijo único

 

                                                             fotografía propia


A los cinco años yo ya lo sabía, pero me mostré muy entusiasmado por ir aquella noche a la cabalgata. No podía permitir que mis papás perdieran para siempre la ilusión.


Con este mini-micro he participado ( fuera de concurso, porque esta vez soy jurado) en la convocatoria de Esta Noche Te Cuento, bajo el lema Las apariencias engañan. Aquí en el blog de ENTC


martes, 3 de enero de 2023

Tres microrrelatos inéditos en la revista Quimera




La tristeza original

Para ella lo más complicado no fue el primer pecado, sino el primer duelo. No resultó nada fácil ser la madre tanto de la víctima como del verdugo del asesinato inaugural. Y menos aún saber que la humanidad entera descendería de Caín, y no del bueno de Abel.


Temblores

A pesar de toda la morralla que le había tocado en la lotería de la vida, siempre fue muy coqueta. Cada mañana se vestía y se pintaba con esmero antes de salir a limpiar casas. Cada mañana su marido le ladraba: ¿A dónde vas tan guapa? El día que te encuentre con otro os mato a los dos.

Durante una temporada, él contrató a un tipo ─un conocido del barrio─ para que la vigilara. A lo largo de las cuatro horas que ella necesitaba para dejar resplandecientes el piso y la escalera de turno, el detective de pacotilla esperaba en su coche haciendo crucigramas. Eso lo supo años más tarde, cuando, azuzada por los hijos, se decidió por fin a pedir el divorcio. A partir de entonces pudo entrar en su casa sin aquel temblor metálico, acertando con la llave a la primera.

Pero ahora él se ha puesto muy enfermo. Y la ha convencido para que se casen otra vez. Así podrás cobrar la viudedad, le ha dicho con la actitud obsequiosa y complaciente de quien entrega un regalo. También le ha insinuado, sin soltar el gesto, que deberá dejar de trabajar para poder cuidarle bien. Mientras aguardan su turno en la sala de espera de la abogada, no le tiembla el pulso cuando le acaricia la mejilla y le susurra: ¡Tú siempre tan guapa!

 

 

Delirios de grandeza

El doctor Meyer reunió a los tres Jesucristos de su institución. Ansioso por presumir de su nueva terapia en círculos académicos, inició el experimento. Retó a los sujetos ─A, B y C─ a que decidieran quién de ellos era el auténtico.  A continuación, los dejó a solas durante una hora.

Tres personas distintas. Sentados en los vértices de un triángulo imaginario, cotejaron biografías. Los tres reconocieron poseer esa mezcla de vulnerabilidad y poder tan propia del Maestro. Todos se habían sentido abandonados en el momento crucial, como Él. Confortados por esa inesperada comunión, decidieron compartir el cargo en un órgano colegiado secreto. Continuarían con su inofensivo mesianismo, pero mostrarían la conducta que en el fondo se esperaba de ellos en ese lugar.

Cuando el doctor Meyer regresó, A tamborileaba los dedos contra la mesa, B gemía acurrucado en un rincón y C recorría el perímetro de la estancia.  

Mientras tanto, en otra sala, cuatro Napoleones preparaban la estrategia de Waterloo a espaldas de aquel individuo con bata blanca que, con sus delirios de grandeza, tenía la patética pretensión de curarles.  


Estos tres microrrelatos han sido publicados en el número de enero 2023 de la revista Quimera. ¡Gracias!

viernes, 30 de diciembre de 2022

La riada

 

                                                              Fotografía propia


Cuando Don Ricardo preñó a la hija de la Engracia, la familia se mudó a una ciudad del sur.

Al año regresaron. Engracia acunaba a una niña de tres meses envuelta en un chal. Su hija llevaba la vergüenza prendida en su mirada y una venda prieta alrededor de sus pechos. Oculta a la visión de la gente, la leche blanca y esperanzada se iba transformando en un suero sucio y amarillo. Desde entonces algo fétido y doloroso rezumó bajo la superficie de las cosas sin derramarse del todo.  

El silencio se instaló en aquella casa, y colmó todos los resquicios de su realidad. La pequeña compartió apellidos y juguetes con su verdadera madre, convertida ahora en su hermana. La estrategia era impecable si la abuela cumplía resignada su papel de madre añosa. La confusión funcionó. Nadie habló.

Pero sesenta años después Don Ricardo, en su lecho de muerte, reconoce a esa hija. La herencia inesperada retuerce el árbol genealógico hasta convertirlo en un olivo milenario. El silencio escapa de su guarida y cede todo el espacio al grito, a la murmuración y a todas esas palabras astilladas que ahora circulan como troncos liberados de una presa tras la riada. 



Con este relato he participado en la última propuesta anual de Esta noche te cuento, sobre SILENCIOS. Aquí se puede leer en la web de Esta noche te cuento. Al final he sido seleccionada y entro, in extremis porque es el último tema, en ese libro tan especial y querido. ¡Gracias al jurado! Y felicidades a los demás seleccionados y mencionados ( aquí