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lunes, 25 de abril de 2022

Una vieja con mucha paciencia

 

                                                   Fotografía de Sebastiao Salgado

Ella se sintió vieja desde muy niña. Como si lo supiera todo desde el principio. Cuando descubrió ese lunar en su cara, del que más adelante le brotarían tres pelos de alambre, intuyó cuál iba a ser su destino. El tiempo la iría modelando con un cincel afilado y cruel. Se iría quedando cada vez más seca, más filosa, hasta acabar deshidratada como una tajada de bacalao.

 Ahora vive en lo más profundo del bosque. Los árboles cierran sus largos dedos leñosos alrededor de su casa. Una vivienda construida con vigas de pan rubio y revestida con nubes de azúcar y bastones de caramelo. Aunque en realidad no le gustan los dulces, y dormir sobre un colchón de merengue no es lo más cómodo del mundo. Pero ella sabe que su casa no puede estar construida de otro material que no sea el azúcar. Nadie tiene una casa como la suya. Una casa que en cualquier momento se puede derretir o servir de alimento. Empalagosa como un pegote de miel. Eso le emociona y le conviene. Ahí adentro huele dulce y sabe oscuro. Afuera, los troncos de la leñera esperan su turno, cubiertos de musgo y algunos hongos negros. Las gallinas picotean las larvas que se asoman de los laberintos excavados en la madera esponjosa.

Por la mañana caldea el interior quemando cáscaras de cangrejo que crujen sorprendidas al arder. Mientras espera a que se haga la hora de comer, sale y se entretiene contemplando cómo los tréboles y los ranúnculos cubiertos de escarcha reflejan el brillo del día recién estrenado.  

Una melena rizada de agua fluye al fondo del valle. Los cantos rodados se dejan acariciar sin resistencia. Los pájaros se adaptan a la melodía cambiante del riachuelo, aportando su coreografía aérea y sus propios acordes. Ella, que está hecha de ángulos y tiempo, vive rodeada de frescura y de luz. Su única tarea consiste en coleccionar piedras preciosas y huesos, que se amontonan ─sin orden alguno, pero limpísimos─ en las mugrientas habitaciones del fondo.   Solamente la cocina resplandece con el fulgor chisporroteante que emite su horno. Una luz que difunde hacia el bosque a través de las láminas transparentes de azúcar que cubren los ventanucos.  

Es el resplandor que ven los mellizos a lo lejos.

Otra vez se han perdido. Otra vez tienen hambre. Han compartido su comida con los pájaros sin saberlo, sin quererlo. Cuando se acurrucan uno junto al otro en el hueco de un tronco retorcido como un abrazo, recuerdan la leche tibia con bizcochos que les servía su madre cada mañana. Pero les parece que eso ocurrió hace mucho tiempo. En otra vida. En otro relato.  Ahora están a punto de ser expulsados de la niñez. Ella ya no está. Su padre se ha conformado con una sustituta reseca y fea a la que no le gusta cocinar. A la que no le gustan los hijos de su marido. Le disgusta tanto encargarse de ellos que en alguna ocasión les intentó alimentar con alpiste, que ellos vomitaban en cuanto desaparecía de su vista. 

Intentan dormir, compartiendo el poco calor que aún les queda. Por la mañana, se dirigirán hacia ese claro de bosque que huele a pan horneado y a caramelo.

Ellos saben, por las historias que les contó su mamá antes de morir, que en los cuentos de hadas siempre hay alguien que está buscando comida o intentando desesperadamente no ser comido. Que las brujas se pirran por las proteínas procedentes de la carne sonrosada y tierna de los niños tristes que llegan a su guarida. Y aunque ellos no vistan trajes de terciopelo raído ni tengan nombres absurdos, no pueden dejar de sentir miedo.  Mientras a su alrededor se deslizan algunos seres escurridizos y taimados, tienen que decidir si se van a convertir en depredadores o en presas. Quién se come a quién, lo saben, es el gran dilema de la naturaleza. También saben que no van a poder disuadir a la vieja de devorarlos. Ni van a convencerla de que empiece a alimentarse de bayas del bosque, a estas alturas. 

Se acercan a la casa, supurando una desazón demasiado conocida.  Usan las gafas del chico para concentrar los rayos del sol sobre una rama seca. Una gallina intenta picotear los pies a la chica, que tiene que morderse el grito que brota de su garganta. Mientras tanto, su hermano rompe la esquina de un alfeizar de galleta y le entrega un trozo. Con el fuego que ella tiene en las manos derrite un adorno de chocolate y lo vierte sobre ambas galletas. Cuando notan un hormigueo de energía recorriendo sus extremidades, usan la tea para prender fuego a los cimientos de jengibre. Así convertirán la propia casa en un horno. Y, como todo el mundo sabe, una bruja caramelizada es incapaz de hacer daño a otros inocentes.

Se llevan reservas de dulces para el camino, y, sin mirar atrás, parten de vuelta hacia su hogar. De esta forma, no llegan a enterarse de que el único ser carbonizado en el interior humeante de la casa es un pollo que estaba horneando la señora para comer. Ni de que la anciana sale de la casa, se sacude las cenizas de su sombrerito con gesto resignado, y enseguida se pone a mezclar harina, azúcar y levadura para volver a levantar la estructura del edificio. Ya está imaginando los nuevos y atractivos diseños pasteleros para la fachada sur.  

Ella todavía sigue allí. Viejísima. Incombustible. Apoyada en un bastón hecho de huesos de gallina. Cumpliendo con su destino. Esperando que el hambre atraiga a otros hacia su casa. Una casa que es a la vez amarga y dulce, igual que los miedos que allí se depositan. Que acudan muchos más niños a su cuento. Y que, ayudados por su ingenio, vuelvan a empujarla al interior de ese horno alimentado con un fuego azul que jamás se consume.  

jueves, 21 de abril de 2022

Panorama desde el avión

 

Mi hermana aborrecía la papilla de frutas. De hecho, rechazaba con bastante convicción cualquier alimento sólido. Solo Piedad conseguía introducirle algo de comida en su boca. Con la condición de que ésta diera antes una vuelta en avión.

 El artefacto hacía mucho ruido y aterrizaba al sonido de Aaaaammm. Montones de vuelos en cucharas pequeñitas. La boca de Piedad se abría como si fuera la bodega del propio avión descargando la mercancía al final del viaje. Mi hermana también abría la suya.  Pero solo de vez en cuando, y sin que nadie supiera a qué obedecía esa victoria.

Mientras tanto, el resto del mejunje esperaba en la taza resignado y, con los restos de plátano y manzana oxidados, acababa siempre apestando a fruta fermentada.

Yo miraba alternativamente el espectáculo de aeronáutica y el contenido del recipiente, que se iba poniendo de un marrón cada vez menos apetecible.

Pero cuando por fin mi hermana abría la boca, de repente el sol nos alcanzaba incandescente y cegador. La leche se retiraba suavemente hacia el interior del cuerpo de mi madre en un movimiento de bajamar. Los tirantes de mi vestido se deslizaban hombros abajo, mientras mis piernas se estiraban levemente hacia arriba. Yo me aplicaba especialmente en no abrir la boca en ese momento. No fuera a ser que cayera en ese sumidero de fluidos viscosos y lentos. En esa cadencia de aterrizajes y largas esperas en aeropuertos. En ese flujo de paciencia que avanzaba y retrocedía como la marea.

Me sostenía en el umbral de la puerta, apuntalada en mi gesto -la espalda firme- como quien pende de un primer precipicio. Sintiéndome toda manos, boca y ojos, sabiéndome casi ángulo recto. Y sin quererlo componía un gesto melancólico y digno, lánguido y tenso, en medio de un estruendo de motores de avión que todavía me acompaña.

Todo queda claro en esta historia. Todo excepto quien tomó la fotografía y por qué. Nunca sabré quien vio la escena y la recogió, pongamos que en una cámara Lubitel como la que teníamos en casa. Qué sintió al acercarse a aquella intimidad de aviones y papillas. Cuánto tuvo que esperar para suspender el tiempo precisamente en aquel instante de documental de la naturaleza, y cómo fueron las quemaduras infligidas por ese sol bárbaro.  

La única que estaba mirando al fotógrafo en ese momento era mi hermana. Pero no consigue recordar. Ninguna de las dos logramos ver la escena desde el otro lado, por más que lo intentemos.