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domingo, 23 de septiembre de 2018

Escritoras de compañía





“El típico personaje de las Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tienen las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio” G.K. Chesterson











Una tormenta de nieve desciende lentamente -como si alguien le hubiera dado la vuelta a una de esas bolas de cristal con paisaje suizo en su interior- sobre la crónica que Virginia Woolf escribió en noviembre de 1904 tras su visita a esta localidad situada en los remotos páramos ingleses. El gélido paisaje que dibuja el texto se derrite y se convierte en magma literario en el momento en el que la escritora se introduce en la vieja rectoría donde vivió la familia Brontë.
 La mañana de abril en la que llego a Haworth, 111 años después, no nieva. Ni siquiera llueve. Pero al atravesar el umbral de la puerta de ese edificio noto como si la membrana del tiempo se combara y por un momento confluyera con la escritora para hacer juntas la visita. Entre otras cosas ella afirma en su ensayo que, al visitar la casa de un gran escritor, la curiosidad está solo legitimada cuando la visita añade algo a nuestro conocimiento de sus libros. Con  semejante expectativa entro al Brontë Parsonaje Museum, un caserón feo y respetable desde cuyas ventanas los niños del reverendo Patrick Brontë podían contemplar las lápidas del cementerio que les servía de jardín.





En ese momento me queda por acabar de leer un veinte por ciento de mi ejemplar electrónico de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë. Tiempo atrás leí Cumbres Borrascosas, de su hermana Emily. Ya he viajado, en mis lecturas, a los páramos que acabo de atravesar  en la última etapa del viaje que empezó a las nueve de la mañana en la estación de Liverpool. Ya conocía la empinada calle principal de este pueblo dedicado a que los turistas conozcan a esta peculiar familia, la había visto en los reportajes de otros viajeros. Al acceder a la casa-museo nos da la bienvenida -a mi amiga Beatriz y a mí- una voluntaria con acento claramente español. 
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell  (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Me suele invadir este tipo de vértigo en los lugares históricos, claramente una patología de mi imaginación. No consigo añadir conocimiento, solo desbaratar el poco que tenía. Me temo que Virginia debe de estar algo sorprendida con el funcionamiento caótico y poco riguroso de mi cabeza, y me mira decepcionada por no saber separar el grano de la paja. Menos mal que Beatriz se fija en los datos y absorbe la información con la avidez de un detective: datos sobre la insalubridad de la zona, sobre la elevada mortalidad infantil -las inscripciones en las tumbas del cementerio dan fe de ello-, sobre las ocupaciones diarias de estas seis criaturas extrañas y enfermizas, a quienes una imagina jugando con soldaditos, cosiendo, escribiendo poemas épicos con letra impecable o estudiando alemán mientras la criada amasa el pan en la cocina, todo bajo la mirada atenta y melancólica del párroco viudo que vio cómo morían uno tras otro sus descendientes  en esa tierra remota y olvidada por Dios.

Antes de salir de la habitación de Charlotte levanto con disimulo el visillo que cubre una de las ventanas, y contemplo las vistas: unas sombras oblicuas y verdosas tamizan el paisaje de lápidas que ocupa el terreno situado tras la iglesia. El vigilante me llama la atención, no se debe tocar nada. Pido disculpas y regreso a esa habitación que parece un mausoleo. Consigo sentir aquella mezcla de miedo y alegría que desprende la obra de la autora. Y decido que, a partir de ese momento, seguiré el proceder de Jane Eyre cuando dice: “Luego reduje la marcha y empecé a disfrutar y analizar la índole de placer que la hora y el entorno hacían germinar dentro de mí”.