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jueves, 29 de septiembre de 2016

El hacedor



                                                                                  Dedicado a Rafa Heredero, que es capaz de hacerlo. 


Al principio la sala era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo. Su mirada aleteaba sobre las butacas, cubriéndolo todo.
Entonces, desde su cubículo de ahí arriba, sonrió.
Se aclaró la voz. Pronunció el mantra con gesto solemne. Colocó la cinta y le dio al interruptor.
La luz se hizo, como cada noche.
Y así, con la soltura y la dignidad que solo poseen los dioses, creó un Universo.








Aquí copio el microrrelato de Rafa Heredero con el que ha ganado la última edición de la Microbiblioteca     


                                                                                                                                                                                                                           En memoria de Hugo Dubois
                                                                                                                                              
El mariscal Hugo Dubois (1867-1936), psicólogo e ingeniero matemático, debería ser reconocido como el genio que cambió el rumbo de la Gran Guerra a principios de 1918. Acantonado en la localidad de Enjôler, en el Frente Occidental, con la consigna de defender París, diseñó un sistema de trincheras basado en la lógica de las ilusiones ópticas. Hizo excavar zanjas asimétricas con proyecciones en diferentes ejes, cuyos perfiles imitaban líneas expresionistas. El efecto creado, una red donde confluían perspectivas oblicuas difuminadas hacia los cuatro puntos cardinales, resultó infalible. Sin referencias precisas, desde sus trincheras regulares, los disparos erráticos de ametralladora del ejército alemán no causaron ninguna baja; sus granadas explotaban en lugares inútiles; los soldados se perdían al intentar cualquier incursión. Dubois sabía que la guerra además es psicológica. Cuando el desánimo invadió al enemigo, el éxito de la contraofensiva francesa estuvo asegurado.


En honor del mariscal se colocó su estatua en la plaza de Enjôler, erigida siguiendo las instrucciones de los planos de sus trincheras. Aún hoy nadie ha conseguido admirarla de cerca.



lunes, 12 de septiembre de 2016

Reseña en el blog "De ciencia y literatura"


La otra travesía de las hormonas: de la ciencia a la literatura. La obra de Paz Monserrat Revillo.  Por Martin Mehsen

Se ha mencionado que una de las dificultades para entrelazar literatura y ciencia consiste en que la primera se ocupa de las emociones, utilizando un prisma subjetivo, en tanto que la ciencia aborda, fundamentalmente, temas impersonales desde una óptica lo más objetiva posible. Paz Monserrat Revillo sortea esta supuesta incompatibilidad a través de un libro construido sobre cimientos sólidos, conocimientos científicos sobre las hormonas, dispuestos como una fila de bloques de mármol sobre cada uno de los cuales se asienta un relato. Se trata de historias que laten con un corazón inequívocamente biológico, pero que luego crecen y toman vida propia, expandiéndose con libertad en el espacio ilimitado de la imaginación de la autora, cuya obra se presenta con un estilo fresco y amigable y que cuenta con toda la riqueza y los privilegios de la buena literatura.
Un exceso de hormonas de crecimiento desemboca en los avatares de Charles Byrne, un gigante tímido que solo pretendía que sus huesos, desmesurados, se ocultaran en el mar. Una horda de convictos aislados en Australia genera la brava misión de cuatrocientas huérfanas enviadas a poblar esas tierras remotas.  Una solicitud de Simón Bolivar para estudiar los cultivos de América permite descubrir la importancia del yodo para el buen funcionamiento de la tiroides. Son estas y muchas otras las historias que revalorizan el cruce entre literatura y ciencia, un terreno donde Paz  —bióloga, madre, escritora y docente— se desenvuelve con soltura, con la naturalidad de quien ha estudiado ciencias pero también ha aprendido a desenfocarsepara volverse cómplice de las palabras.
Los cuentos referidos a la infancia merecen una mención especial: suelen ofrecerse en algunos destinos especiales botellitas selladas, souvenirs conteniendo, por ejemplo, aire de Katmandú o Machu Picchu. Los cuentos de esta colección son como esas botellitas, con la diferencia de que funcionan realmente: el aire de la infancia emerge de entre las líneas envolviendo al lector en la óptica única de quien contempla el mundo como un lugar novedoso donde todo puede suceder y todo está por descubrirse.  A continuación, uno de estos relatos:
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Paisaje de infancia con exhibicionista de fondo

Feromonas:
Hormonas que transmiten mensajes entre
diferentes individuos de una misma especie,
 como los que intervienen en la atracción sexual.


          Para llegar al colegio había que atravesar el parque. Después de comer, en lugar de hacerlo a través del largo paseo jalonado por plátanos con enormes barrigas nudosas, subíamos por la zona del estanque. El parque era un universo en miniatura, un ecosistema a nuestra medida, tan completo y complejo como un acuario, un pesebre o una caja de música. Era el escenario principal en el que se desarrolló nuestra particular metamorfosis, desde la vitalidad común de niñas vestidas de uniforme al desajuste de la adolescencia que nos sobrevino de manera diferenciada y con resultados difíciles de prever de antemano. El exhibicionista era parte de ese ecosistema cuando todavía llevábamos el uniforme de cuadritos marrones.
El estanque quedaba apartado del tránsito de paseantes, era un espacio  incrustado en un circuito de setos que en su momento habían sido minuciosamente recortados para formar un bordado en el paisaje, pero que en esa época estaban invadidos por árboles y matorrales silvestres que crecían a su antojo. Un estimulante desorden dentro del orden. Allí -en los bancos que quedaban en las curvas del laberinto de setos- era donde iban las parejas a partir de las siete. Algunas tardes las espiábamos, pero cuando realmente  tomábamos posesión de la zona era en la media hora anterior a volver al colegio tras la comida.
Para nosotras, aquel estanque era “el lago”. Inclinado hacia él había un pino anciano por el que tratábamos de trepar una y otra vez. El tronco tenía una textura contundente, con sus piezas de madera a modo de escamas que se nos enganchaban en los calcetines marrones y en el dobladillo de los uniformes. Con ínfulas modernistas, el contorno del lago, la glorieta de acceso y sus cuatro surtidores, semejaban algo orgánico; algo así como fango derramado por la mano de un gigante. En sus aguas oscuras nadaban peces de un color naranja irisado, que salían a la superficie con ojos desorbitados cuando les echábamos pan.
Algunos eran diferentes, de colores metálicos y desmesuradamente grandes, como si estuvieran hinchados y fueran a explotar. A veces lo hacían, y luego flotaban de lado ante nuestras miradas desconsoladas. Creo recordar un par de entierros preciosos y muy sentidos. O quizás lo haya imaginado y ahora lo incorporo al paisaje de mis recuerdos con demasiada naturalidad. En realidad, sólo tengo constancia de haber enterrado al periquito azul por aquel tiempo. Afortunadamente nunca lo sabré con certeza.
También tenía el parque una especie de guardián enviado por el ayuntamiento para controlar la zona. Un señor pequeñito e inofensivo -disfrazado con un uniforme municipal de color verde- que nos perseguía cuando hacíamos alguna trastada con una especie de porra de juguete y nos amenazaba diciendo que conocía a nuestros padres. Le llamábamos el Marshall. No debía de hacer su labor con demasiado esmero pues Dinototo, nuestro exhibicionista particular, se camufló durante al menos dos años dentro de sus dominios sin que consiguiera atraparlo ni desenmascararlo. A veces me pregunto de dónde sacamos ese nombre tan cursi, Di-no-to-to. Probablemente sería una contracción de dinosaurio-tonto, o el nombre de algún personaje de aquellos dibujos animados tan simplones de la época.
Era un individuo bastante joven, apocado, de mirada velada y cara de no tener muchas luces. Casi siempre permanecía escondido entre los matorrales. Su timidez nos situaba a una distancia equidistante entre la ternura, la excitación y la superioridad, lo que propiciaba que nos sintiéramos lo bastante envalentonadas como para gritarle burlas e improperios, como si fuéramos un enjambre de abejas a punto de atacar, cuando se exhibía.
Jamás lo contamos a nadie, simplemente nunca nos pareció algo que debiéramos mencionar a padres o profesores. Dinototo formaba parte del parque, era un lobo entrañable e introvertido y no veíamos nada anómalo en el hecho de prestarnos a hacer de caperucitas a diario. Sabernos observadas cuando, en primavera, nos arremangábamos las faldas para entrar en el lago o al subir a los árboles, nos hacía protagonistas, heroínas valientes que sabían cómo tratar a un hombre perturbado y patético cuando se nos mostraba en uno de sus arrebatos de exhibición transitorios.
Las visiones solían ser fugaces, incompletas. Cuando ocurría, el tiempo se aceleraba sepultado en una catarsis de risas, gritos y carreras que nos dejaban sin aliento y con un calor magmático que fluía desde nuestro interior y se condensaba en el tejido rasposo del uniforme. Solamente una vez lo tuvimos muy cerca. Era casi verano. Se colocó al final del tramo de cipreses que había antes de cruzar la carretera que daba al colegio y se nos apareció, sin previo aviso, mostrándonos su erección rutilante y grotesca.
Reaccionamos como si hubiésemos recibido una descarga eléctrica. Cruzamos la carretera sin mirar, chillando cual posesas, riendo unas sonoras carcajadas de histeria colectiva. Al entrar en el colegio, la madre portera nos llamó al orden, pero seguimos intercambiando impresiones a voces por los largos pasillos hasta llegar a la clase. A mí me había dejado desconcertada la tersura de pez a punto de explotar que tenía esa prolongación extraña de su cuerpo; el color rosáceo, su calidad de juguete de plástico, como de pierna de muñeca pepona o de lechón recién asado. Todavía recuerdo mi sorpresa ante semejante descubrimiento. Pero aquello fue el final. Creo que por entonces ya se terminaba el curso y no lo volvimos a ver. Quizás alguien lo denunció, o se marchó a oficiar su ritual a otra zona.
De vez en cuando vuelvo a la ciudad donde pasé mi infancia. Ayer, paseando por las calles comerciales del centro, lo vi. Casi cuarenta años después, me crucé con Dinototo. Los surtidores empezaron verter agua en mi memoria. Acababa de reunirme con una de mis amigas del colegio para tomar un té. Habíamos hablado de decepciones y rupturas, de padres ancianos, de la extrañeza ante el paso del tiempo, de hijos mucho mayores que aquellas niñas de doce años que se habían desvanecido como la niebla. Habíamos celebrado nuestra amistad mientras sujetábamos con firmeza nuestras tazas humeantes.Nos separamos y regresé de vuelta por entre las tiendas de la calle peatonal.
Y entonces lo vi. Lo vi y lo reconocí inmediatamente. En un instante el estanque se llenó de peces rojos. Lo miré a la cara y, tras confirmar que tenía la misma mirada turbia, el mismo rostro de reptil -ahora más difuso, como desdibujado por el tiempo- noté el latigazo de un enorme pez metálico dando su última bocanada. No pude evitar que mis ojos se desviaran hacia su entrepierna con una insólita mezcla de lástima y de nostalgia. El pez quedó flotando de lado mientras regresaba a casa de mis padres con la cabeza llena de agua.




Esta reseña ha sido publicada en el blog argentino De ciencia y literatura, por Martin Meshen. ¡Muy agradecida!Aquí el artículo original. 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Magia negra




Todos en el poblado sabían que cuando el chamán hacía vudú, el desdichado destinatario de su magia negra acababa muriendo. Así que esta vez decidieron que era inútil desperdiciar agua y comida. A la semana lo encontraron muerto, de esta manera quedó definitivamente confirmado el poder sobrenatural de quien velaba por sus destinos. 




                                                     Con este microrrelato me he estrenado en el concurso 50 palabras.