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domingo, 4 de junio de 2017

Sin techo

Max Ernst 

Como cada noche, el prestigioso oftalmólogo Delclós -ahora ya retirado- se dirige a la misma esquina del parque. Lleva la bolsa de cuero en la mano izquierda y el botiquín en la derecha. Camina con determinación.
A esas horas algunos ya se están acomodando en sus improvisados refugios para dormir, pero cuando llega es recibido con muestras de entusiasmo por esas criaturas esquivas y castigadas que tanta vida están dando al doctor en su jubilación. Tras comprobar que nadie le ve, se acerca al grupo. Les saluda por sus nombres y a continuación les entrega la comida que les ha preparado.
Una vez saciada el hambre, el Dr Delclós se sienta en el banco bajo la farola. Se pone las gafas. Abre su botiquín. Saca el colirio para la preocupante conjuntivitis que detectó ayer a Lady Mary. La cura con esmero. Cuando termina, le da unos golpecitos cariñosos entre los omoplatos.
El agradecido ronroneo de la gata rubia le produce una alegría que jamás experimentó con sus pacientes humanos.

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