No se ha quemado
la casa. No están los bomberos en la entrada. No sale humo por la ventana del tercer
piso. No se ha muerto la perra asfixiada o quemada. Por alguna prodigiosa casualidad,
mi vida no se ha convertido en un infierno.
Mi corazón continúa desbocado cuando aparco el coche y me dirijo hacia el interfono. Me contestan y me abren.
Subo. Ya han comido. La sopa estaba muy rica, me dice el pequeño. En nuestro diminuto universo podría parecer que nada fuera aleatorio. Pero no nos dejemos engañar por las
apariencias.
Aunque el tiempo suele avanzar en una
dirección, a veces se retuerce y rebobina para volver al punto de partida. A las
nueve de la mañana me preparo para salir hacia mi trabajo. Estresada, como casi siempre. Los pequeños
ya han desayunado y se acaban de ir al cole. En lo que aparenta ser una misma
escena, se solapan diferentes acciones: saco a la perra, preparo unas fotocopias, me tomo un café, pongo a hervir los fideos en el caldo que hice anoche y me lavo los dientes al
bies. Hoy toca salida. Toda la mañana arrastrando
alumnos en metro y tren para que puedan ver el microscopio electrónico de la Universidad.
A las dos, ya de vuelta en el instituto, entro en el coche y de repente me
acuerdo. Mi sistema nervioso tiembla de arriba abajo como si lo hubiera
atravesado un rayo. El corazón continúa dando tumbos arrítimicos mientras
conduzco los trece quilómetros más largos de mi biografía. Me ahogo en un mar de conjeturas. Oteo por la ventana antes
de saltarme el primer semáforo del polígono. Grito obscenidades, rezo porfavor
porfavor y aúllo como un licántropo al imaginar toda mi existencia
enterrada bajo un montón de escombros humeantes. No respeto el stop de la
última rotonda y aparco con un chirrido de ruedas quemadas justo delante de
casa.
La perra me viene a saludar al recibidor
meneando el rabo. La sopa estaba muy rica, mami, me dice mi hijo pequeño desde
la cocina. Y entonces me suelto a llorar a moco tendido. Más tarde dejaré de martirizarme con el modo condicional para pasar a conjugar la realidad en un
tranquilizador pretérito perfecto. Bendigo a mi hijo mayor por haberse quedado
dormido y haber salido de casa después que yo. Por haber pasado por la
cocina antes de irse. Por haber pensado: la despistada de mi madre se ha dejado
el fuego encendido. Y a continuación erijo dentro de mí un altar expiatorio al Demiurgo del Azar y las Concatenaciones, para agradecerle que a veces juegue con nosotros a aparentar que todo está bajo control.
Un texto muy bueno, no lo pillaba hasta el final, claro :)
ResponderEliminarA veces los niños nos salvan sin saberlo, ¿verdad?
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