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lunes, 29 de abril de 2019

Los tuppers


Fotografía de Elías Ruiz Monserrat 

Alfredito ya nació bueno. La comadrona que asistió el parto se sorprendió al ver esa expresión tan madura y sin arrugas en un recién nacido, como si en lugar de soltar su primer berrido estuviera a punto de eructar una sentencia filosófica. Con sus gloriosos tres añitos las tías y las visitas se derretían ante sus besos rubios, llenos de bucles y tan limpitos. Su mamá tenía una misión en esta vida: adorarlo y saber en cada momento lo que era mejor para ese ángel que le había sido encomendado.  
Tan horriblemente bien educado estaba que cuando jugaba a los piratas con sus primos, se le oía gritar: ¡Al abordaje…por favor!
Cuando llegaba del cole su  agenda era revisada concienzudamente y, dependiendo del volumen de tareas, la mamá le diseñaba una tabla en la que rubricaba con pegatinas de colores los tiempos de juego y de deberes pedagógica y científicamente distribuidos a lo largo de la tarde.
Siempre abierta a compartir experiencias y opiniones con su hijo, el día que se encontró en su ordenador el rastro de una página porno, le regañó con suavidad y le propuso una charla tras visualizar conjuntamente un capítulo de “ese tipo de películas”. Sin querer ofenderla, el respetuoso adolescente jamás volvió a sacar el tema.
No le hizo mucha gracia a Alfredo que ella le acompañara a matricularse a la Universidad. Se lo permitió porque le aliviaba inconfesablemente mudarse a la gran ciudad. Era la primera vez que se separaba de su madre, quien a partir de entonces solo podría manifestar su agresivo amor insistiendo en prepararle cada domingo una bolsa llena de tuppers etiquetados con los días de la semana para que no tuviera que molestarse en cocinar, y pudiera dedicar todas sus energías a estudiar ingeniería aeronáutica, esa carrera tan prestigiosa… y que tan alto y lejos le iba a llevar.


fotografía de Elías Ruiz


miércoles, 24 de abril de 2019

Futuras novedades






Fotografías hechas por Mila Pubalova

 Para Amalia y sus papás

Aquí, en las montañas del sur de la República Checa, nos comunicamos a través del aire; los mensajes llegan hasta nuestros tejados en un revuelo de plumas y noticias que esperamos con ilusión cada mañana.
No sólo usamos a las clásicas palomas mensajeras, últimamente hemos incorporado a otras especies que han sido adiestradas para diferentes cometidos: las simpáticas abubillas transmiten los chistes y los memes, a las lechuzas se les encomiendan las malas noticias, los ruiseñores llevan las cartas de amor, y los vulgares gorriones transportan en sus diminutos picos los extractos bancarios. Cuando necesitamos refuerzos reclutamos a algún ángel. Del servicio a larga distancia se encargan las grandes migraciones anuales.
Todos contribuimos a este jolgorio de pájaros viajeros aprovisionándonos de semillas con las que les agasajamos para que repongan fuerzas y de paso fertilicen nuestros bosques. 
Gracias a este ejército de mensajeros alados podemos prescindir de ordenadores, teléfonos y el lentísimo servicio de correo postal, que todos los inviernos quedaba aislado por la nieve.
Cada primavera, los antiguos y obsoletos buzones son primorosamente acondicionados para acoger a las próximas generaciones de carteros. Este año en mi buzón crecen ocho. Los miro y me deleito imaginando futuras novedades.


Me van llegando fotos de la evolución de los nuevos"carteros"