N y M vivieron irremediablemente unidas.
Dos en una. A la vez idénticas y complementarias. Hemisferio izquierdo y
hemisferio derecho. Cara y cruz. De una misma mente. La misma moneda.
La personalidad de N tenía la consistencia de una esfera de cristal: densa,
frágil, real. M, en cambio, empezó siendo una pompa de jabón iridiscente y
vacía. Una existencia cóncava y otra convexa, que con el tiempo se
ensamblaron como el molde a su figura. La melancolía de N alternaba con la
alegría burbujeante de M. La inocencia de N con el cinismo de M. Aunque un
mismo temblor de pájaro recién caído del nido se percibía en ambas.
A veces, cuando N caminaba por la calle con alguien que la
conocía como tal, le decía a su acompañante: “Ahora me transformaré en M”.
Norma Jean se quitaba el pañuelo de la cabeza, liberando una melena llena
de olas. Algo parecido a la sacudida de un perro al secarse recorría todo su
cuerpo. Hacía un gesto leve, como si quisiera adelantarse para atravesar una
frontera invisible, mientras su mirada se encendía con reflejos
violetas.
El celofán se rasgaba, y entonces aparecía Marilyn.
Su presencia atraía a todas las miradas con la fuerza de un sol que se
extingue. Un sumidero de energía que con el tiempo acabaría consumiendo a las
dos, emitiendo -con la deflagración- la luz de dos supernovas unidas.
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