Contracciones
cada cinco minutos ¡ven rápido!, leí en el watsapp.
Acabábamos
de dejar el escenario para el intermedio del concierto. Lo último que habíamos
interpretado fue Cantique de Jean Racine, de Fauré. Yo cantaba de
contralto en esa coral desde hacía una década y esta pieza siempre me pareció especialmente
conmovedora, profunda, melancólica. Cantar se había convertido en algo esencial
para definirme. Pero también era comadrona. Y las comadronas necesitan muchos
reflejos y poca melancolía para hacer su trabajo.
Mi
amiga estaba a punto de dar a luz y contaba conmigo para que le ayudara en el trance.
Me había comprometido a asistirle el parto en su casa. No pensé que se
fuera a desencadenar tan rápido, y había decidido ir a cantar al concierto en el Teatro
Principal. Le expliqué la situación al director y bajé trastabillando sobre mis
zapatos de tacón hacia el aparcamiento del exterior. Subí al coche y conduje atravesando
una noche tapiada de nubes oscuras, con la sensibilidad amplificada pero con
la sólida determinación de cumplir con mi deber. Mi cráneo era una balsa
inundada de música, y algunas frases de la canción de Fauré −de la paisible
nuit, nous rompons le silence− me rondaban como si quisieran señalarme
algo.
Cuando
llegué a casa de mi amiga, me abrió la puerta una vecina que acababa de pasar a
su casa a acompañarle hasta que llegue la partera. Efectivamente, el silencio
de la noche estaba hecho añicos por los gritos que procedían del interior de
la casa.
−¿Es usted la comadrona? −me preguntó mirándome de arriba abajo. Tenía
una voz punzante, como de pájaro, y el gesto crispado de quien cree asumir una
responsabilidad ajena.
Ante
su suspicacia le contesté, muy digna: Sí, soy yo, claro.
−
¿Y siempre acude a los partos con un vestido de noche negro?
−Por
supuesto, los vestidos de noche se usan para las mejores ocasiones. Y esta lo
es ¿no le parece? −le solté sin pensármelo dos veces, haciendo un gesto como
de querer apartarla para entrar en la casa.
Dos
horas y un apresurado registro del armario de mi amiga después, nacía Lara. La
segunda parte del concierto había ido desfilando en mi cabeza, partitura a
partitura, a lo largo del trabajo del parto. En el aplauso final todos los
fluidos confluyeron en un abrazo de líquido amniótico, sangre, lágrimas y
mucosidades que envolvieron en una sola entidad a la niña y a la madre.
El
sudor empapaba la camiseta de mi amiga, que me iba corta, y el chandal, que me
apretaba en la cintura. A cambio, mi vestido negro reposaba impoluto en el
respaldo del sofá.
Mientras
tanto, ya en su casa, la vecina estaría atusándose sus plumas blancas de garza y preparándose para salir al día siguiente a sobrevolar el vecindario con toda la información
que había podido recabar de primera mano sobre esos modernos nacimientos asistidos
por cigüeñas negras.