Helene Schjerfbeck
Mi madre tenía un don especial para ver señales donde nadie más las percibía. La realidad le hablaba en un lenguaje que sólo ambas −ella y la mismísima realidad− entendían.
Un día afirmó que la vecina del edificio de enfrente había recaído. Nadie se lo había dicho. Lo gritaban las lánguidas flores de su balcón, antes tan orgullosas. Nosotros sonreímos con cierto desdén. Más adelante nos enteramos de su fallecimiento.
Después ocurrió lo suyo.
Aquella tarde, mientras conducía hacia el hospital, explotó
ante mí un atardecer insólito, eléctrico, impresionista. Lo achaqué al viento
del norte. Tampoco supe interpretar la ausencia del gorrión en el camino de
acceso. Pensé que por fin habrían pasado los de la limpieza a recoger aquel
pequeño y molesto cadáver. Ni el cansancio antiguo que me sobrevino al subir
las escaleras. Demasiada tensión acumulada, me dije.
Con paciencia infinita, esperó a que cerrara la puerta. A
que nos quedáramos a solas. A que acabara de contarle de todos y de todo. A que
me sosegara y la mirara con atención. Solo entonces, comprensiva con mi ceguera
ante el despliegue de señales, me avisó. Trató de comunicarme, con la respiración
cada vez más débil y desde su coma profundo, que había llegado el momento de
decirnos adiós.