Los niños, emocionados
como cada verano, se dirigen a la fiesta infantil del pueblo. Piñatas, carreras
de sacos, chocolate con churros… todo gestionado por unos cuantos vecinos
disfrazados de payasos. El calor y la música de pachanga, insufribles para quienes
los acompañamos, no parecen hacerles mella. Todo transcurre como siguiendo un
guion, el de un documental que tratara de la vida amplificada y colorida de una
manada de leones retozando, celebrando la saciedad con sus cachorros. Y al
final de la fiesta, un giro inesperado: veinte pollitos de un amarillo
insultante salen despavoridos cuando uno de los payasos abre una caja de cartón
agujereada con pequeños respiraderos. Tras la parálisis inicial, los niños
corren a atraparlos con sus manos ansiosas. Mis hijos me traen uno, como quien lleva
una ofrenda a su dios. Un manojo de plumón palpitante, que no tenemos más
remedio que llevarnos a la finca familiar. Cualquiera lleva la contraria a esa ilusión
desmesurada y llena de porfavores. Le llamaremos Piti, y los primeros
días servirá a la vez de juguete y de motivación moral sobre el cuidado de otros
seres vivos.
Al final del verano, para cuando tenemos que regresar a la ciudad
y a los colegios, el pollito se ha convertido en una criatura feúcha y parda,
un adolescente rumboso y desgarbado que picotea sin descanso, deja un rastro de
diarrea a su paso y no permite que lo toquen. En cuanto nos marchamos, mi
cuñado lo llevará a la granja de su madre.
En Navidad regresamos a la finca. Mi suegra nos deleita con sus
habituales delicias culinarias: caldo, pollo con ciruelas y macedonia, esta
vez. Mi cuñado espera a los postres para hacer un comentario sobre lo tierno
que estaba el pollo. A continuación, nos lanza un guiño, una granada con
efectos retardados que mis hijos interceptan.
Le gritan, le pegan, arañan sin piedad a su tío. Se meten los
dedos en la boca, pero no consiguen vomitar. Y al final lloran sin consuelo, con
una rabia que no se agota. La digestión de Piti coincidirá exactamente en sus
biografías con el paso de cachorros a animales jóvenes, con la pérdida irremediable
de una inocencia que ya nunca recuperarán.
Mientras, en la televisión, un magnífico ejemplar amonesta con un
zarpazo sin uñas a uno de los leoncitos que está dando la lata con sus juegos a
la hora de la siesta. La música que acompaña a esta escena en el documental podría
parecer demasiado dramática en cualquier otra ocasión.