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domingo, 21 de agosto de 2022

Documentales de la naturaleza

 



Los niños, emocionados como cada verano, se dirigen a la fiesta infantil del pueblo. Piñatas, carreras de sacos, chocolate con churros… todo gestionado por unos cuantos vecinos disfrazados de payasos. El calor y la música de pachanga, insufribles para quienes los acompañamos, no parecen hacerles mella. Todo transcurre como siguiendo un guion, el de un documental que tratara de la vida amplificada y colorida de una manada de leones retozando, celebrando la saciedad con sus cachorros. Y al final de la fiesta, un giro inesperado: veinte pollitos de un amarillo insultante salen despavoridos cuando uno de los payasos abre una caja de cartón agujereada con pequeños respiraderos. Tras la parálisis inicial, los niños corren a atraparlos con sus manos ansiosas. Mis hijos me traen uno, como quien lleva una ofrenda a su dios. Un manojo de plumón palpitante, que no tenemos más remedio que llevarnos a la finca familiar. Cualquiera lleva la contraria a esa ilusión desmesurada y llena de porfavores. Le llamaremos Piti, y los primeros días servirá a la vez de juguete y de motivación moral sobre el cuidado de otros seres vivos.

Al final del verano, para cuando tenemos que regresar a la ciudad y a los colegios, el pollito se ha convertido en una criatura feúcha y parda, un adolescente rumboso y desgarbado que picotea sin descanso, deja un rastro de diarrea a su paso y no permite que lo toquen. En cuanto nos marchamos, mi cuñado lo llevará a la granja de su madre.

En Navidad regresamos a la finca. Mi suegra nos deleita con sus habituales delicias culinarias: caldo, pollo con ciruelas y macedonia, esta vez. Mi cuñado espera a los postres para hacer un comentario sobre lo tierno que estaba el pollo. A continuación, nos lanza un guiño, una granada con efectos retardados que mis hijos interceptan.  

Le gritan, le pegan, arañan sin piedad a su tío. Se meten los dedos en la boca, pero no consiguen vomitar. Y al final lloran sin consuelo, con una rabia que no se agota. La digestión de Piti coincidirá exactamente en sus biografías con el paso de cachorros a animales jóvenes, con la pérdida irremediable de una inocencia que ya nunca recuperarán.

Mientras, en la televisión, un magnífico ejemplar amonesta con un zarpazo sin uñas a uno de los leoncitos que está dando la lata con sus juegos a la hora de la siesta. La música que acompaña a esta escena en el documental podría parecer demasiado dramática en cualquier otra ocasión.  

miércoles, 17 de agosto de 2022

La rueda de la fortuna

 

Aquel destino no lo quería nadie. Un pueblo montañés, con gentes duras, cerradas y sin remilgos. Años de aislamiento propiciaron el crecimiento, entre sus habitantes, de una costra de recelo ante todo lo que viniera de fuera. Los niños, que serían sus alumnos, combinaban cuatros apellidos raros y difíciles de pronunciar procedentes de las familias ancestrales. Todo era simple pero auténtico. Y ella deseaba, a toda costa, integrarse en ese lugar al que había llegado huyendo del fragor de la gran ciudad.

En la primera Fiesta Mayor instaló una parada en la que enseñaba a hacer unas ensaladas alternativas que sacudieron de su sopor de tomate y lechuga a las amas de casa. En la segunda se animó a maquillar a los escasos niños, todos primos entre sí, con unos diseños de fantasía que hicieron las delicias de las madres jóvenes del lugar. En otra ocasión, aprendió durante el invierno a trabajar el mimbre y ofreció un taller del que los participantes salieron cada uno con una sonrisa y un cesto. Las clases de teatro que ofrecía gratis en el local del ayuntamiento y su fama de tener muy buena mano con los chavales hizo que finalmente la acabaran aceptando como miembro de pleno derecho de aquella comunidad.

Para la fiesta mayor de este verano se ha lanzado con algo más atrevido. Lleva semanas memorizando muchos datos, y cree que podrá hacerlo bien. Ha montado una caseta improvisada, con una estructura de barras de aluminio y unos velos lánguidos y voladores.

Sentada ante una mesa cubierta con un pañuelo de color lila, espera a sus consultantes.

Los lugareños pasan de uno en uno y le cuentan sus problemas con las parejas o los jefes. Las rencillas entre hermanos por las herencias y las disputas por las lindes de las propiedades entre vecinos afloran desde el pasado, y depositan allí la última capa de resentimiento. Ella los escucha mientras intenta recordar el significado de La Papisa o La Rueda de la fortuna para adaptarlo a la confesión en curso. 

Le duele la cabeza después de toda la mañana sentada en esa banqueta tan incómoda. Apenas ha comido unos frutos secos que llevaba en su mochila, se le está acabando el agua, y esa falda de zíngara con la que se ha disfrazado es demasiado gruesa para el calor de este verano. Se está empezando a arrepentir de su iniciativa.

Pero todos quieren verse reflejados en esa mano de cinco cartas tan coloridas. Todos quieren sorprender con su propio destino, que en el fondo ya conocen, a la mujer que siguen considerando una forastera. Las cartas del tarot de Marsella, que la maestra-reconvertida-en-bruja interpreta con tanta ceremonia, es la espita de salida para un flujo desbocado de palabras y emociones que empujaba desde dentro, desde siempre.

Todavía le quedan diez personas en el turno previo a la comida. No sabe si podrá soportar tanto líquido embalsado que amenaza rotura de cañerías. Toma un último sorbo de agua medio caliente y, al despedir a esa mujer que le ha dejado el tapete empapado de una amargura verde y tóxica, la ve. De repente se da cuenta de que desde el último lugar de la fila la observa, con gesto ceñudo e inquisidor, la auténtica. La que acaba de inaugurar un centro de terapias alternativas en el pueblo y que, según dicen, es experta en tarot, quiromancia y mal de ojo.