Diez
niños sentados en el suelo, miran alternativamente a Marta y al cuadro que
inaugura la exposición temporal. En él se ve a una mujer en ropa interior. Está
sentada en el borde de una cama, en lo que parece una habitación de hotel. Un
vestido estampado reposa, indolente, sobre los brazos de un sillón tapizado de color verde. La mujer sujeta entre sus
manos un papel. Su actitud ensimismada no sugiere nada demasiado luminoso. La habitación,
en cambio, posee una luz excesiva. Una luz que parece estallar tras las
cortinas del fondo, derramarse sobre los tonos pastel de la pared, y reverberar
alrededor de la espalda de la mujer. Su cuerpo, ligeramente inclinado, produce
una zona de penumbra que difumina su rostro. Los únicos objetos que consiguen evitar
esa luz lacerante son dos maletas pensativas y unos zapatos de tacón
depositados sobre la moqueta.
− ¿Qué os parece que puede estar
leyendo en ese papel? −les pregunta Marta, mientras se arrepiente de haber
incluido ese cuadro, precisamente ese, en el itinerario guiado.
Siempre le han
resultado un desafío las visitas con niños. Intensas, a veces emocionantes, invariablemente
agotadoras. En esta ocasión existe una dificultad añadida, un reto inalcanzable
de antemano: introducir a criaturas de once años en el universo de Hopper. Cómo
transmitir la percepción de esa luz inefable y a la vez la atmósfera de
tristeza que destila cada uno de los lienzos del pintor estadounidense. Mientras
preparaba la visita su única certeza era la poderosa
capacidad narrativa de esos cuadros. Cada pintura es un relato. Uno de
esos relatos de realismo sucio americano. No apto para niños. Imposible contarles
lo que ve un adulto sin mancillar de alguna manera su inocencia. Decidió solucionarlo dándoles a ellos la palabra. Se preparó una batería
de preguntas. ¿Qué veis? ¿Qué le pasa a esta mujer sentada al borde de la
cama? ¿Dónde está? Ellos relatarían las historias y Marta introduciría algunas
ideas sobre arte. Al planificarlo se sintió satisfecha con la idea, pero ahora
flota en esa niebla lechosa que se ha instaurado en su vida desde hace dos días
y que le impide estar del todo presente. Esta mañana se ha acercado al museo con
el vértigo de un acróbata inexperto.
−A mí me
parece que está leyendo una carta con un aviso de que la van a desahuciar, por
eso está tan triste y no tiene fuerzas ni para vestirse. −Es el comentario
espontáneo de una niña pecosa y con trenzas pelirrojas que le recuerda a Pipi Långstrump.
Creía haber previsto
todas las respuestas, pero ésta la ha descolocado. Los compañeros de la niña reaccionan.
Zumban como un enjambre de avispas. Ella percibe la escena como si estuviera
grabada a cámara lenta. Dos niñas se dan un codazo, un par de ellos cambian de
postura. Un niño, que no ha parado de moverse en todo el rato, le da una
palmada sonora a otro en la espalda, y éste se remueve ciento ochenta grados y
suelta:
− ¡Déjame en
paz, idiota!
Marta mira de reojo a la profesora. Posee ese
aire entre maternal y estricto que deben repartir en píldoras en las escuelas
de Magisterio. Una mirada severa, seguida de una ligera caída de ojos, es suficiente
para que el niño se calme por un momento.
El cuadro es una de las variantes que usa Hopper
para representar el vacío, la incomunicación. La
respuesta de Pipi, tan conmovedora y contemporánea a la vez, la pilla
desprevenida.
Tampoco se
esperaba la demanda de su marido.
Él insistió en que lo hiciera por los otros
dos hijos que ya tenían. Le quiso convencer de que así ellos disfrutarían de
más oportunidades. Que ya le había dejado tener dos. Eso dijo: que ya le había
dejado. Como si ella fuera una criatura caprichosa y él un magnánimo tutor
que ahora se tenía que poner serio para disciplinarla. Marta supo desde el
principio que la excusa económica tapaba su ego de prestigioso abogado al que
le molestaban los niños, sus propios hijos. Era un engorro cuando, después de la
cena, le pedían que jugase con ellos o que les contara un cuento. Él los
esquivaba con una actitud que rozaba el menosprecio. Incapaz de reconocer su
rechazo, hablaba de oportunidades y de favores con una voz que, de tan suave y
condescendiente, a Marta le daba dentera.
─ ¿Qué es lo
que estaba leyendo en realidad? ¿Era eso? −pregunta una chiquita con gafas
redondas color melocotón.
El cuadro continúa ahí, contundente
y completo en su desolación. Los niños, con las bocas ligeramente abiertas y
los ojos brillantes, esperan su respuesta.
─ No, no era una carta de desahucio −le contesta entornando los
ojos−. Era otra cosa.
Tras varios
intentos ingeniosos por parte de los chavales, les cuenta que la mujer que posó
para el cuadro titulado Hotel Room era la esposa del pintor. Y que,
aunque en el cuadro el papel parece estar en blanco, en realidad la modelo
estuvo leyendo un horario de trenes mientras posaba.
−Desenfocando
el papel, dejándolo en blanco en la pintura, Hopper permitió que las
generaciones futuras interpretasen lo que quisieran de ese cuadro, de esa
historia, como habéis hecho vosotros −dice con una sonrisa cómplice, mirando a
la niña de las gafas─ ¿Y qué otras cosas se pueden destacar de esta habitación?
¿Qué os parece que podría ser ese rectángulo negro que hay al fondo, detrás de
las maletas y el sillón verde?
−Una tele de
pantalla plana, o un ordenador −contesta el niño hiperactivo.
Marta no puede sino sonreír. Y esa
sonrisa ─junto con la explicación de que cuando se pintó el cuadro no había
televisores, y, menos aún, ordenadores ─ por un momento desvía la atención del
peligro. De la constatación de que esos niños conocen la palabra, y quizás el
significado, del término “desahucio”. De la amenaza de sus propios pensamientos,
que insisten en aflorar como si no dependieran de ella.
Porque al final cedió.
Nunca se lo perdonaría a sí misma,
pero cedió.
Y después, aquella anestesia que
desdibujó los contornos de su cuerpo durante
varias horas. Un efecto que se prolongó en su ánimo. Regresó al hospital cinco
días después, para que le extrajeran el enorme coágulo que le había crecido en
el útero durante el posoperatorio. Le repitieron exactamente el mismo
procedimiento, aunque esta vez sin anestesia general. Un segundo desahucio, de
una casa ya vacía. Y entonces, aunque la vida se empeñó en continuar, apareció
un hueco en el entramado de la realidad, como un descascarillado de pintura que
hacía que ya nada le pareciera completo.
Alguna vez, durante el mes de
hemorragias tras el vaciado, fantaseó con la idea delirante de volver a la
clínica y preguntar si por casualidad habían congelado el embrión y se lo
podían volver a implantar. Algunos días sentía como si un pequeño espectro la siguiera
a una cierta distancia. Desempeñaba mecánicamente −aunque con eficiencia− las tareas
de su trabajo como guía en el museo de arte. Y a pesar de que seguía siendo una
madre cariñosa, a veces sus hijos la notaban ausente. Para no incomodarla, se esforzaban
en portarse bien.
Los alumnos de hoy también se
están comportando estupendamente. Incluso el travieso – ya sabe que se llama Gabriel−
está ahora totalmente concentrado, tratando de imaginar cómo sería un mundo sin
televisiones ni ordenadores. Otros comentarios dibujan la visión colectiva de
esos niños sobre el cuadro de la mujer triste del hotel. Los niños son más
sabios de lo que los adultos creen, piensa Marta. Que la visita se esté
desarrollando de forma tan fluida le parece un prodigio.
Les conduce hacia el siguiente
cuadro. La maestra controlando a su rebaño como un pastor afgano. Una
coreografía de miradas, piernecitas y palabras.
─ ¿Veis algo raro en esta
gasolinera? ¿Por las sombras podríais deducir más o menos qué hora es? ¿Qué
tipos de animales os parece que pueden vivir en el bosque que hay detrás? −Las
preguntas surgen livianas, perseguidas por las respuestas.
Los niños se ponen de pie y se
dirigen hacia la siguiente obra. Acompaña al grupo, mientras una parte de ella se
orienta hacia el cuadro de la mujer triste del hotel que les espera al final
del recorrido circular.
─ ¿Os gustan los faros? A Edward Hopper
le encantaban. Vamos a ver uno de los que pintó.
Continúa indagando. Lanza preguntas
como pequeños anzuelos. Se interesa por saber qué ven, y a dónde les puede llevar
su visión. Los chavales inventan un par de historias preciosas acerca de fareros
solitarios. Para su sorpresa, disfruta con lo que está pasando. Consigue
acallar por un momento esa otra voz, evitar que reflote esa congoja que la
inunda.
Quiere posponer el recuerdo vívido
de lo que ocurrió dos días atrás en la revisión ginecológica anual, aunque sabe
que en cuanto los niños se vayan del museo habrá un nuevo pase de la película
en su cabeza. En bucle y desde el principio. El momento en que su doctora saca
la carpeta con su historia clínica. La abre, y la imagen de la ecografía se
desliza lánguidamente hacia la mesa. Marta la recoge con delicadeza haciendo
pinza con sus dedos en los extremos superiores de la lámina. Antes de
devolverla puede distinguir el embrión, todavía aferrado a su útero en aquel
momento, sobre la superficie oscura y brillante de la fotografía. El resto de
la visita transcurre en sordina, pero en cuanto pisa la calle siente como si una
capa de hielo hubiera estallado en mil fragmentos punzantes, y los llevara clavados
por toda la superficie de su piel.
Al llegar a casa le parece
aterrizar en otra vida. Contempla la escena desde lejos, como si hubiera una
cámara en el techo. Y no le gusta en absoluto lo que ve. Sus niños suplantados
por dos criaturas casi adolescentes. Su marido tan idéntico a sí mismo, aunque
algo desenfocado. Esa noche no permite que la toque. Le resulta insoportable su
presencia. Él no admite su rechazo. Se burla. Incluso le acusa de tener un
amante. Marta ni siquiera trata de desmentirlo.
A la mañana siguiente, en la ducha,
se restriega la piel hasta el dolor. Como si eso pudiera eliminar la costra de
una culpa remota. Ahora ve con claridad las ramificaciones de su aflicción. Constata
que ella ya había asumido a ese hijo. También que él se impuso con una
autoridad que la deslumbró y la paralizó, como a esos animales silvestres que
se dejan atropellar en la noche frente a los focos de los coches.
Tras dejar a sus hijos en el
colegio, llama al trabajo para decir que se encuentra mal. Se dirige a un hotel
del centro y se recluye en una habitación que ha reservado de camino. No se fía
de sí misma. Necesita tejer una envoltura de hilos livianos y sedosos a su
alrededor, un refugio de plumas y brotes como aquellos nidos abandonados que encontraba
de pequeña.
La habitación tiene esa luz especial,
casi metafísica, que solo existe durante las primeras horas de la mañana y
después se marchita. La luz de los cuadros de Hopper. Marta siente el impulso de
quitarse la ropa. Se sienta en el borde la cama y escribe una nota. La sujeta
con las dos manos para que no caiga sobre el piso tapizado con esa horrible moqueta
gris.
Los chavales se sientan en el
suelo de madera noble dibujando un semicírculo. Se acerca el fin de la visita y
les ha invitado a volver al cuadro Hotel Room para despedir la exposición
donde la han iniciado.
−Y, ahora que ya habéis visto todas
las pinturas de Hopper, ¿qué le diríais a esa mujer? −les pregunta a los niños.
Con las respuestas que le dan, Marta se
reafirma en la idea de que los niños poseen un acercamiento natural a la verdad,
un conocimiento genuino sobre la vida que por desgracia desaparece cuando
crecen. Esta vez consigue impregnarse de esa sabiduría antes de que se esfume. A
esas alturas se alegra de haberse atrevido a elegir ese cuadro como inicio y
final de la visita.
Se despide del grupo en la puerta
de la sala. Felicita a la profesora por el comportamiento de sus alumnos.
Desordena el pelo de Gabriel, le guiña el ojo a Pipi y les dice adiós a todos, moviendo
la mano derecha como una paloma que batiera solamente un ala.
Regresa a su despacho a buscar el bolso
y el abrigo. Coge un sobre de su secreter. Abre el bolso y recupera la nota. La
introduce en el sobre, y sale a la calle.
Me han publicado este relato en la revista de literatura 142 revista cultural, en el número de este trimestre. Muy contenta y agradecida.
Me ha encantado la historia, la forma de contarla, la forma de enlazar las vidas.. y los niños, esos niños me han hecho recuperar un poco la fe en el futuro....
ResponderEliminarGracias por compartirla.
Gracias a ti por leerla y por tu opinión tan halagadora!
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