La conciencia de un final dota de sentido a cada acto ante la
posibilidad de ser el último. Esto es lo que parece sugerirnos Borges en su
relato El inmortal. La inmortalidad se
convierte así en la más terrible de las condenas, convirtiendo a la muerte en
algo deseable. La muerte como fin del mundo individual. Pero sabemos que hay
otros mundos, aunque estén en este. Alguien tenía que encargarse de detallar
sus finales.
Ernesto Ortega nos entrega dieciséis finales de mundo de la mano
de la Editorial Talentura. Dieciséis escenarios que se podrían leer en dos
horas y quince minutos y que nos dirigen, cronometrados a pie de página, hacia el
inevitable final del libro. Mientras los leemos, con la apremiante sensación de
que esa experiencia también va a terminar, nos deleitamos en el contenido y en
la forma de cada uno de ellos.
Ubicados en espacios abiertos (isla, desierto, plaza…) o en
lugares claustrofóbicos (zulo, sala de espera, avioneta, oficina…) los
personajes de estos relatos experimentan un límite añadido a los parámetros
físicos habituales: la densidad que adquiere el tiempo cuando éste se convierte
en un recurso escaso. Podríamos decir que todos los habitantes de este universo
viven al límite porque el tiempo se contrae y como consecuencia la vida se hace
más intensa y las emociones más contrastadas. Y me atrevo a afirmar que en este
experimento literario hay mucha vida, voces diversas y emociones muy bien
perfiladas.
En los relatos de “2 horas, 15 minutos para el fin del mundo” hay
gente que se sueña mutuamente hasta la duda vital, otros que prefieren perderse
en el desierto a aceptarse como vulgares turistas; ciudades que observan, como
si fueran un gran ojo, el final de un amor; un atleta intentando recorrer
lentamente el pasillo más largo mientras rememora la persecución que le llevó
allí; cábalas-también persecutorias-a la espera de un diagnóstico, la prosaica
jubilación de Pretty Woman, un síndrome de Estocolmo a la inversa, alguien que
rellena su vacío lanzándose al mismísimo vacío, un monólogo que se convierte en
diálogo tras un pestañeo, perversiones frigoríficas, la memoria de los objetos…todo
cosido con puntadas firmes que bordan el fin de una relación, del pasado, de la
inocencia, de la vida o de una isla.
Y aunque entre cada relato y el siguiente haya que dar un salto en
el vacío, una vez superado ese abismo nos queda una grata sensación de fiesta. Una fiesta parecida a la que describía Roberto
Juarroz en uno de sus poemas verticales:
A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie.
En el centro de la fiesta
está el vacío.
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.
No hay apocalipsis que no se deje atrapar por la delicada y
precisa prosa de Ernesto Ortega. Recomiendo la lectura de estos cuentos tersos
y redondos antes de que la cuenta atrás nos sorprenda al final de alguno de los
numerosos mundos que habitamos.
Reseña publicada en la revista Quimera de este mes. Gracias a la revista y a Ernesto por confiar en mi lectura de esta joyita.
Hace mucho que abandoné el mundo de los cuentos... pero esta reseña me ha recordado que debería volver :)
ResponderEliminarSe necesita mucha concentración, pero a cambio se obtiene mucha intensidad. Es mi género favorito, pero reconozco que hay que estar en forma. Vuelve, sí.
EliminarReconozco que el fin del mundo atrae como tema literario. Tu reseña alienta esa atracción, porque, al fin y al cabo, cuando más se vive es cuando queda poco tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Este libro es un buen motivo para leer sobre el tema con un formato literario y original. Abrazo de vuelta.
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