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sábado, 16 de diciembre de 2023

Generación X

 

                                                                      Ilustración de Toni Espinar


El cura impresiona. La sotana le queda cortísima de tan alto como es. Su poderosa mandíbula de acromegálico le confiere una autoridad irreal y patética.  Nos dice, en un momento del funeral, que el paraíso es un lugar donde siempre hay luz. Yo no puedo evitar pensar en esas granjas de pollos con las bombillas encendidas día y noche, y a continuación sentir una tristeza casi metafísica. Me viene la imagen de ese ojo situado sobre una pirámide impreso en los billetes de dólar. El ojo que todo lo ve. A diferencia de nuestros ojos, receptores de luz, el único ojo de Dios emite constantemente unos rayos divergentes que iluminan a su paso todo lo que abarcan en su trayectoria. Y en mi divagación me pregunto qué ocurriría si ese ojo ciclópeo necesitara un oftalmólogo, si de repente tuviera una tremenda conjuntivitis o vista cansada. Lo imagino deseando retirarse a una discreta penumbra, apearse de la cúspide deslizándose por la pendiente.

Mi amiga está enterrando a su madre y yo no puedo dejar de mirar a ese hombre que parece sacado de un relato decimonónico sobre un gigante incomprendido. A ese señor desgarbado y de edad indefinida que −sigo cavilando mientras lo imagino soltando su sermón desde la cumbre de un glaciar− probablemente sea de nuestra generación. La generación de las amigas de la Universidad que todavía mantenemos contacto regular. La generación X. La de Nirvana, Internet y la EGB. La del bocadillo de Nocilla, las películas americanas y los derechos de las mujeres. La que conoció la televisión en blanco y negro, la caída del muro, los casetes y el mordisco del SIDA. Esa generación perdida de Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados que después se apuntaron al consumismo feroz. La misma generación que cada día llena esta capilla aséptica del tanatorio para despedir a sus progenitores de la generación babyboomer, mientras intenta echar a volar a sus mileniales hijos entre las brumas de la contaminación que ellos han generado. Esos jóvenes airados que ya no lo son, que ya no lo están.

Envolvemos a nuestra amiga huérfana en una nube de cariño reconfortante. Luego nos separamos. De regreso hacia mi casa desciendo hacia el metro. Y allí está él. Sin su disfraz ceremonial. Vestido con tejanos y un anorak azul marino. Sentado en el banco metálico del andén de la línea roja. Como si fuera uno más, como si no supiera gran cosa de la luz eterna. Su larguísima espalda encorvada hacia un móvil que, mientras cambia de pantalla a las órdenes de un índice descomunal, irradia una luz mortecina que me revela su verdadera dimensión.



Este relato ha sido incluido en el libro colectivo El cáliz de la deconstrucción, de la Editorial Enkuadres. En esta antología los autores de la colección Microsaurio escriben a partir de imágenes realizadas por Toni Espinar, uno de los artistas urbanos que han ilustrado con sus magníficas portadas estos libros de microrrelatos. Un honor participar en semejante aquelarre. El enlace para hacerse con el libro aquí 

2 comentarios:

  1. Para una generación que hemos crecido, por decirlo de alguna manera, alejados de Dios, los entierros son un lugar extraño, no sabemos ubicarlos en ningún ritual que nos resulte cómodo...
    Me ha gustado mucho la descripción del cura, quizás se haga más grande cuando se siente cerca de su propósito, más cerca de ese Dios al que ha decidido entregar su vida... todos nos volvemos más grandes cuando tenemos un propósito, ¿verdad?

    Saludos

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    1. Sí, es curioso como la percepción del tamaño de una persona puede variar según el contextp. Crecer o menguar según qué papel esté desempeñando, qué misión esté cumpliendo. Interesante.

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