Ilustración de Toni Espinar
El cura
impresiona. La sotana le queda cortísima de tan alto como es. Su poderosa
mandíbula de acromegálico le confiere una autoridad irreal y patética. Nos dice, en un momento del funeral, que el
paraíso es un lugar donde siempre hay luz. Yo no puedo evitar pensar en esas
granjas de pollos con las bombillas encendidas día y noche, y a continuación
sentir una tristeza casi metafísica. Me viene la imagen de ese ojo situado
sobre una pirámide impreso en los billetes de dólar. El ojo que todo lo ve. A
diferencia de nuestros ojos, receptores de luz, el único ojo de Dios emite
constantemente unos rayos divergentes que iluminan a su paso todo lo que
abarcan en su trayectoria. Y en mi divagación me pregunto qué ocurriría si ese
ojo ciclópeo necesitara un oftalmólogo, si de repente tuviera una tremenda
conjuntivitis o vista cansada. Lo imagino deseando retirarse a una discreta
penumbra, apearse de la cúspide deslizándose por la pendiente.
Mi amiga está
enterrando a su madre y yo no puedo dejar de mirar a ese hombre que parece
sacado de un relato decimonónico sobre un gigante incomprendido. A ese señor
desgarbado y de edad indefinida que −sigo cavilando mientras lo imagino soltando
su sermón desde la cumbre de un glaciar− probablemente sea de nuestra
generación. La generación de las amigas de la Universidad que todavía
mantenemos contacto regular. La generación X. La de Nirvana, Internet y la EGB.
La del bocadillo de Nocilla, las películas americanas y los derechos de las
mujeres. La que conoció la televisión en blanco y negro, la caída del muro, los
casetes y el mordisco del SIDA. Esa generación perdida de Jóvenes Aunque Sobradamente
Preparados que después se apuntaron al consumismo feroz. La misma generación
que cada día llena esta capilla aséptica del tanatorio para despedir a sus progenitores
de la generación babyboomer, mientras intenta echar a volar a sus mileniales
hijos entre las brumas de la contaminación que ellos han generado. Esos jóvenes
airados que ya no lo son, que ya no lo están.
Envolvemos a nuestra
amiga huérfana en una nube de cariño reconfortante. Luego nos separamos. De
regreso hacia mi casa desciendo hacia el metro. Y allí está él. Sin su disfraz ceremonial.
Vestido con tejanos y un anorak azul marino. Sentado en el banco metálico del
andén de la línea roja. Como si fuera uno más, como si no supiera gran cosa de
la luz eterna. Su larguísima espalda encorvada hacia un móvil que, mientras cambia
de pantalla a las órdenes de un índice descomunal, irradia una luz mortecina
que me revela su verdadera dimensión.
Este relato ha sido incluido en el libro colectivo El cáliz de la deconstrucción, de la Editorial Enkuadres. En esta antología los autores de la colección Microsaurio escriben a partir de imágenes realizadas por Toni Espinar, uno de los artistas urbanos que han ilustrado con sus magníficas portadas estos libros de microrrelatos. Un honor participar en semejante aquelarre. El enlace para hacerse con el libro aquí
Para una generación que hemos crecido, por decirlo de alguna manera, alejados de Dios, los entierros son un lugar extraño, no sabemos ubicarlos en ningún ritual que nos resulte cómodo...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la descripción del cura, quizás se haga más grande cuando se siente cerca de su propósito, más cerca de ese Dios al que ha decidido entregar su vida... todos nos volvemos más grandes cuando tenemos un propósito, ¿verdad?
Saludos
Sí, es curioso como la percepción del tamaño de una persona puede variar según el contextp. Crecer o menguar según qué papel esté desempeñando, qué misión esté cumpliendo. Interesante.
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