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lunes, 16 de marzo de 2020

El hombre de las tabernas




Nunca nadie antes le había hecho semejante consulta. Por mucho que le da vueltas, esta vez no le está sirviendo de nada su proverbial intuición. En una hora volverá a verla y tiene que darle una respuesta.
Cada tarde, antes de entrar en la taberna a echar las cartas, mata el tiempo charlando con algún colega. Hoy le acompaña un trilero que acaba de terminar su jornada en la otra esquina. Sentados en un banco de piedra gris de la Plaza Mayor, ven apagarse los últimos destellos del sol a la vez que se encienden sincronizadamente las farolas. Las palomas se disputan unas migas y a continuación vuelan dando palmas descoordinadas. Esta vez hay una vaga ansiedad en la voz de Merlín.
La señora me preguntó si el hecho de que ella volviera a comer chocolate podría suponer que su marido falleciera, convirtiéndose en la culpable de esa muerte− le cuenta, atónito.
Repasa, primero mentalmente y después en voz alta, todos los detalles que pudo captar la otra noche tras un escrutinio minucioso de la consultante. La mujer parecía de la parte alta de la ciudad. Llevaba un abrigo verde y mechas rubias que camuflaban sus canas. Su cutis era rugoso como una superficie de abrasión marina. Su expresión, entre incauta y desenvuelta, le llamó la atención. Ningún signo de angustia en su rostro. Simplemente curiosidad. Y una sonrisa que rezumaba franqueza e inocencia.
−El caso −le explica a su colega de trucos− es que a la mujer le acaban de detectar anemia, y ella sabe que el chocolate tiene mucho hierro.
Hacía un año que no tomaba chocolate. Desde la promesa. Ella había sido siempre de poco comer −le había comentado, sonriendo con dulzura−, pero antes, aunque no comiera más que un poco de ensalada y una pieza de fruta, el trozo de chocolate era el esperado punto final, el desenlace. Un estallido de aroma que sellaba su apetito y aplacaba su deseo. Muchos días, el mejor momento de la jornada.
Por eso, cuando su marido quedó repentinamente paralizado por una embolia, hace ahora un año, no lo dudó ni un momento. En cuanto vino a su mente la palabra sacrificio, le prometió a San Pancracio que dejaría de comer chocolate para que su marido se curara.
Y lo cumplió. Y milagrosamente su marido salió del bache sin más secuelas que una total pérdida de su legendaria agresividad, una inédita facilidad para ser cariñoso con la familia. Ella, agradecida al Santo por concederle más de lo que le había pedido, siguió privándose del chocolate y cruzando de acera cada vez que se acercaba a una pastelería.
Pero ahora a él le han diagnosticado un cáncer. A ella la anemia. Su sobrina le ha dicho que, ya que no come carnes rojas, quizás tendría que volver a tomar chocolate. El problema es que ella −al honrar a San Pancracio prolongando la dieta− no puso fecha límite. Y ahora no sabe si puede retomar su vicio sin herir la sensibilidad del Santo. Y, lo peor: si eso pondría en auténtico peligro la salud de su ahora mansísimo esposo. ¿O le parece que el Patrón de la Fortuna y los Juegos de Azar podría tratar su caso como una excepción, sabiendo que tiene que estar fuerte para cuidar a su marido? ¿Él qué cree? ¿Podría hacer una consulta personal al propio santo? ¿A su carta astral? ¿Al poso del café? No le han convencido para nada ni las opiniones del sacerdote ni las de sus amigas. No sabía a quien más acudir. 
 Merlín cree conocer los entresijos del alma humana, y siempre trabaja en el mismo borde de esos abismos de vulnerabilidad y miedo que la gente muestra sin querer. Pero esta vez hay algo que no le cuadra. El otro día no consiguió ver nada en las líneas de sus manos. Y el tarot tampoco quiso soltar prenda. ¿Estará perdiendo sus ancestrales facultades?  Está ya muy mayor. De hecho, es incapaz de adivinar que en pocos días les empezará a visitar un ejército de uniformados que limpiarán la ciudad de patinadores, prostitutas, músicos callejeros y adivinos. El triunfo del gris frente a los colores.
Definitivamente, lo de esta mujer ha sido un gatillazo imperdonable. Siente una inseguridad que desconocía. Un nudo en sus sentimientos le tiene atenazado. Ha quedado con ella para una segunda consulta en un rato, le comenta a su compañero.
Se dirige, arrastrando los pies y mesándose la barba blanca, a la taberna donde en un momento recibirá a la deliciosa señora Morgana en la mesa redonda del fondo. Está determinado a prolongar al máximo la conversación. Con un poco de suerte, en ese trasiego de palabras de ida y vuelta, la magia podría hacer accesible alguno de los caminos que conducen hasta ella. Se acerca a la barra y pide al dueño un café.  
Y, si es tan amable, cuando llegue mi consultante de hoy ¿nos podría traer dos porciones de pastel de chocolate? 



2 comentarios:

  1. Un texto muy bien narrado, me ha gustado...

    Te diría que tampoco importa mucho, lo que nos venden como chocolate seguro que no ha visto en su vida ni una porción de cacao :)

    Nunca me ha gustado la gente que entrega el control de sus vidas y sus decisiones a criaturas invisibles, no son de fiar.

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    1. Tienes razón con lo de los seres invisibles...aunque te diría que los propios protagonistas también son invisibles: nada menos que Merlín y Morgana, y nadie los ve ( ni siquiera ellos mismos. El tema de la invisibilidad lo tengo pendiente, a ver si algún día se me ocurre una idea. Lo del chocolate y el cacao...no creo que convenciera a San Pancracio jaja
      Me pongo capa de invisibilidad y desaparezco, no sin antes darte las gracias por pasarte y comentar!

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