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domingo, 16 de febrero de 2020

Nuevas técnicas de reproducción asistida






Contracciones cada cinco minutos ¡ven rápido!, leí en el watsapp.  
Acabábamos de dejar el escenario para el intermedio del concierto. Lo último que habíamos interpretado fue Cantique de Jean Racine, de Fauré. Yo cantaba de contralto en esa coral desde hacía una década y esta pieza siempre me pareció especialmente conmovedora, profunda, melancólica. Cantar se había convertido en algo esencial para definirme. Pero también era comadrona. Y las comadronas necesitan muchos reflejos y poca melancolía para hacer su trabajo.
Mi amiga estaba a punto de dar a luz y contaba conmigo para que le ayudara en el trance. Me había comprometido a asistirle el parto en su casa. No pensé que se fuera a desencadenar tan rápido, y había decidido ir a cantar al concierto en el Teatro Principal. Le expliqué la situación al director y bajé trastabillando sobre mis zapatos de tacón hacia el aparcamiento del exterior. Subí al coche y conduje atravesando una noche tapiada de nubes oscuras, con la sensibilidad amplificada pero con la sólida determinación de cumplir con mi deber. Mi cráneo era una balsa inundada de música, y algunas frases de la canción de Fauré de la paisible nuit, nous rompons le silence me rondaban como si quisieran señalarme algo.
Cuando llegué a casa de mi amiga, me abrió la puerta una vecina que acababa de pasar a su casa a acompañarle hasta que llegue la partera. Efectivamente, el silencio de la noche estaba hecho añicos por los gritos que procedían del interior de la casa.
−¿Es usted la comadrona? −me preguntó mirándome de arriba abajo. Tenía una voz punzante, como de pájaro, y el gesto crispado de quien cree asumir una responsabilidad ajena.
               Ante su suspicacia le contesté, muy digna: Sí, soy yo, claro.
− ¿Y siempre acude a los partos con un vestido de noche negro?
−Por supuesto, los vestidos de noche se usan para las mejores ocasiones. Y esta lo es ¿no le parece? −le solté sin pensármelo dos veces, haciendo un gesto como de querer apartarla para entrar en la casa.   
Dos horas y un apresurado registro del armario de mi amiga después, nacía Lara. La segunda parte del concierto había ido desfilando en mi cabeza, partitura a partitura, a lo largo del trabajo del parto. En el aplauso final todos los fluidos confluyeron en un abrazo de líquido amniótico, sangre, lágrimas y mucosidades que envolvieron en una sola entidad a la niña y a la madre.
El sudor empapaba la camiseta de mi amiga, que me iba corta, y el chandal, que me apretaba en la cintura. A cambio, mi vestido negro reposaba impoluto en el respaldo del sofá.
Mientras tanto, ya en su casa, la vecina estaría atusándose sus plumas blancas de garza y preparándose para salir al día siguiente a sobrevolar el vecindario con toda la información que había podido recabar de primera mano sobre esos modernos nacimientos asistidos por cigüeñas negras.  


1 comentario:

  1. Aix, las mujeres siempre estamos sacrificándonos por los demás, aunque esta vez era por algo que valía la pena. Me ha gustado el recurso de la animalización de la vecina.

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