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El acantilado de Kilt Rock
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La siguiente
parada es un acantilado (Kilt Rock ) que
quita la respiración. Al fondo se pueden ver una formación compuesta por una
serie sedimentaria bajo unas coladas verticales de basalto, testigos mudos de
las diferentes etapas de formación de la isla.
En una de
las laderas que conduce a este acantilado hay un hombre vestido con el traje
tradicional escocés, sentado con las piernas abiertas.No nos
atrevemos a pasar bajo su posición para comprobar el secreto mejor ventilado
relativo a la falda escocesa y su contenido.Nos
arrepentiremos durante todo el viaje. O-nos consolamos- igual es una señal
inequívoca de que tenemos que viajar de nuevo a estas tierras misteriosas y
guerreras. Prometemos olvidarnos la próxima vez de nuestro paralizante
puritanismo
A propósito
de puritanismo, el comportamiento que-según Colin- tienen la gente del pueblo
que vamos a ver a continuación nos deja pasmados. Se trata de un pequeño
pueblecito de pescadores, con unas pocas casas blancas sembradas alrededor de
la carretera. En el pueblo hay cuatro iglesias, tres de ellas pertenecientes a
la iglesia libre de Escocia, cuyos pastores controlan la vida diaria de los
habitantes como en los viejos tiempos. Los domingos-como el día en que pasamos
por allí- la gente no puede hacer absolutamente nada, aparte de ir a la Iglesia. No pueden
cocinar, ni trabajar en el jardín, ni limpiar la casa, y si a alguna hacendosa
mujer se le ocurre tender la ropa el sacerdote se le acercará y le conminará a dejar de hacerlo y dedicar el día al Señor. Solo
hay una cantina-de pecadores, suponemos- que puede hacer sándwiches y café para
los turistas que, como nosotros, pasamos por allí a la hora del almuerzo.
Tomamos, pues, un hot chocolate en el
chiringuito “sinners of the prairie” y confraternizamos con la pareja de
sudafricanos, que nos describen a su país como uno de los lugares más
peligrosos del planeta. Vistos de cerca parece como si ellos mismos pertenecieran
a un grupo religioso tan ortodoxo como el de este pueblo, restos vivientes del
antiguo calvinismo que reinaba por estas tierras. Tienen esa palidez especial
que poseen las monjas y los miembros de sectas que son extremadamente austeras
y exigentes con sus feligreses. Algo parecido a los Amish de Pensilvania. Un tipo
de sociedades que a la vez fascinan y dan miedo. Después de almorzar nos
subimos de nuevo al autocar y escuchamos la historia del famoso clan de los
MacDonald mientras a lo lejos observamos admirados el diseño de esas vacas
respingonas y peludas como un peluche que son típicas de esa zona.
Llegamos al
cuartel general de los MacDonald en cuanto termina la explicación: unas ruinas
situadas en la parte más septentrional de la isla. Localización
estratégica para controlar a piratas y vikingos- suponemos-, pero el frío y el
viento que hace en pleno verano nos hace imaginar qué clase de individuos
eran los de ese clan, empezando por la matriarca Flora Mac Donald, que
junto a muchos de sus bravos descendientes descansan en el cementerio que se encuentra
al lado de la fortaleza de Duntulm. Nos
acordamos de Liam Neeson y de Jessica Lange en la película Rob Roy y por un momento nos sentimos salvajes y valientes como
ellos.
Después de
un cuarto de hora de estar luchando contra el viento, volvemos agotados al
autocar, en donde detectamos que ha habido un pequeño problema logístico:
parece ser que los chinos han llamado a la agencia de viajes y han exigido poderse quedar dentro del autocar en las
ocasiones en las que ellos no quieran hacer la visita programada. Tememos el recrudecimiento
de las relaciones internacionales, y los efectos que este conflicto pueda tener
en los demás países afectados.
Del resto
del viaje, hasta llegar a Portree, la parte de la hidra que da fe del viaje no
puede recordar gran cosa pues le dio uno de esos cansancios legendarios que le
dan de vez en cuando. Se niega a visitar ninguna de las tres opciones que le
son ofrecidas: el castillo de Dunvegan, sus jardines, o un viaje en barca para
ver la focas. Es uno de esos placeres
autistas que a veces se permite y que le producen una extraña satisfacción: dejar
pasar algo, no aprovechar la situación, dejar que el mundo siga rodando
mientras una se queda ensimismada pensando en nada, haciendo nada. O poco, y
lento: tomarse una infusión en un bar al lado de un castillo, absorber el calor
de la taza y apuntar algunas notas
nebulosas e impresionistas sobre el viaje. Y sobre todo desear con fuerza: que
nadie le hable, que no la vean, que la dejen en paz. Dicen que el castillo es
precioso. Los madrileños visitaron las focas. Y esta vez no llegan tarde al
autocar. Es la autista, que saliendo de su aislamiento y del bar, se encuentra con
una pareja de Sevilla que está dando la vuelta a Escocia en bicicleta y se pone
a hablar con ellos. Las dos cabezas restantes acuden preocupadas a avisar que el autocar se marcha.
En el
autocar, Colin se está despachando a gusto ante la pregunta del sudafricano
sobre si en Escocia juegan al cricket. ¿Es que no sabe que eso solo lo hacen
los ingleses? Si le hubiera preguntado por el rugby aun, pero como se le ocurre
preguntar por ese deporte tan posh. Ya
sabe, ya, que Sudafrica es una de las potencias mundiales en cricket, pero en
fin, que no piense que los escoceses tienen
algo que ver con “eso”. El sudafricano sonríe desconcertado y no vuelve a abrir
la boca el resto del viaje. Solo, poco después, una de nosotras se atreve a
rechistar un comentario de Colin a propósito de la propiedad del ganado en la
isla y propone adoptar una oveja, ante lo cual el guía-que tiene muchas
virtudes pero no la del sentido del humor-responde diciendo que eso no le haría
ningún bien a la oveja. Ahora ya callamos todos.
De vuelta al
punto de origen tras una pequeña visita a unas ruinas de la edad del
hierro, esta vez bajamos directamente a
cenar en Portree. Nos juntamos un pequeño grupo en busca de restaurante.
Directos al restaurante de pescado. Si, si, tienen seis plazas pero no podemos
sentarnos juntos. Salimos y nos lo pensamos. Se nos escapa un parrafito en
catalán y los dos surafricanos se miran asombrados de que existan otras lenguas
aparte del inglés. Rectificamos y traducimos. El portugués nos contesta en
catalán, confirmando su gran capacidad para el aprendizaje de las lenguas por
imitación. Decidimos entrar y separarnos. La parejita de boers por un lado, el políglota se sienta con Maria José y Nuria y
yo en otra mesa. Hacemos varias visitas
al lavabo con el fin de controlar como va la cosa y si nuestra tercera cabeza necesita
un cable. María José le tiene que hablar en los diferentes acentos de España al
experto en lenguas. Como tiene muy buena madera hace lo que se le pide con bastante
acierto. Lo que no le hace tanta gracia
es que el otro le fuerce a comerse todo lo que él no se puede acabar,
con la excusa de que ella solo se ha comido un plato y de que se va a quedar
con hambre. Postres y sonrisas parecen volar por el restaurante antes de salir.
La perfecta velada tras la cena será una
fiesta escocesa en un pub, o eso nos parece. La lástima es que, en
principio no hay sillas para poder
escuchar la música sentadas. Pero nuestra destreza y nuestra falta de sentido
de ridículo nos permiten localizar tres taburetes escondidos bajo las mesas.
Durante un rato, que nos parece interminable, provocamos un pequeño atasco desfilando
con las sillas en alto en el medio del pub cuando ya está sonando la música. Al
final conseguimos ubicarnos en un rincón desde donde podemos observar todo con
claridad: los violines frenéticos, las complejas fisionomías de los lugareños, el
número de pintas que se toman todos, incluso las viejecitas. Antropología pura.
Música celta que se acelera y se persigue a si misma, pegadiza y vital. La
esencia de la isla vista tras una jarra de cerveza. Todo es casi perfecto en el
orden del universo.
Esta vez
vamos en taxi directamente a la cama. Durante un buen rato siguen resonando los
violines en nuestras cabezas.
( Continuará, en la cuarta y última entrega)
( Continuará, en la cuarta y última entrega)
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