Fotografía propia
Cuando Don Ricardo
preñó a la hija de la Engracia, la familia se mudó a una ciudad del sur.
Al año regresaron. Engracia acunaba a una niña de tres meses
envuelta en un chal. Su hija llevaba la vergüenza prendida en su mirada y una venda
prieta alrededor de sus pechos. Oculta a la visión de la gente, la leche blanca
y esperanzada se iba transformando en un suero sucio y amarillo. Desde entonces
algo fétido y doloroso rezumó bajo la superficie de las cosas sin derramarse
del todo.
El silencio se instaló en aquella casa, y colmó todos los
resquicios de su realidad. La pequeña compartió apellidos y juguetes con su verdadera
madre, convertida ahora en su hermana. La estrategia era impecable si la abuela
cumplía resignada su papel de madre añosa. La confusión funcionó. Nadie habló.
Pero sesenta años después Don Ricardo, en su lecho de muerte,
reconoce a esa hija. La herencia inesperada retuerce el árbol genealógico hasta
convertirlo en un olivo milenario. El silencio escapa de su guarida y cede todo
el espacio al grito, a la murmuración y a todas esas palabras astilladas que ahora
circulan como troncos liberados de una presa tras la riada.
Con este relato he participado en la última propuesta anual de Esta noche te cuento, sobre SILENCIOS. Aquí se puede leer en la web de Esta noche te cuento. Al final he sido seleccionada y entro, in extremis porque es el último tema, en ese libro tan especial y querido. ¡Gracias al jurado! Y felicidades a los demás seleccionados y mencionados ( aquí)
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