Acuarela pintada por Pilar Mandl |
—Mami,
empieza por el principio, cuando en este valle solo existían los árboles, los
animales, las ninfas y los dioses.
—Pero
si te lo he contado mil veces.
—
¡Otra vez, porfiii!
—Está
bien….En ese tiempo tan lejano esta gruta era inaccesible. La entrada estaba
cerrada por una espesa red de telarañas que solamente nosotras podíamos
atravesar sin que resultase dañada. A veces, algún topo que buscaba vivienda
para su nueva camada intentaba entrar y hacía unos cuantos desgarrones en la
malla, pero al día siguiente el rebaño de arañas que habíamos reclutado para el
mantenimiento reparaba los desperfectos en un plis-plas.
—
¿Qué hacías tú en aquella época?
—Yo
nunca salí de las laderas de este torrente. Siempre fui la guardiana de esta
cueva, lo cual entonces me daba mucho trabajo pues la piedra calcárea era aún
joven y yo tenía que alimentar a las tiernas estalactitas con el agua de rocío
que recogía cada amanecer. Había también que tejer estos bonitos tapices que
ahora ves en las paredes, con hilos de niebla, musgos y líquenes dorados,
además de las tareas habituales de las hadas: hilar, lavar la ropa, recoger el
néctar de las flores, los frutos del bosque, y elaborar licores y ungüentos. Las
cosas eran distintas en aquel entonces. El agua era más fría y el aire parecía coagulado. El mundo estaba naciendo. Todo vibraba
con una cadencia antigua, auténtica. Sabíamos que hacíamos exactamente lo que
estaba soñado para nosotras y teníamos un testigo: la luna, que nos observaba
con su rostro cambiante y su palidez.
—Sí,
pero no había hombres con los que distraerse.
—No
hacía falta. Todo tenía sentido sin ellos.
—Cuéntame
de cuando los hombres.
—Ya
te he dicho que no aportaron nada nuevo, si acaso sólo las vacas que ellos domesticaron
y que ahora nos ofrecen la leche de sus ubres al atardecer. Ay, tendrías que
ser más fantasiosa y no tener tanta curiosidad por el mundo real. Eso te distrae
de tus tareas de ninfa.
La
pequeña arrugó su naricita y, mimosa, chupó la punta del fronde que la cubría
en su lecho de musgos. Su madre se resistía de nuevo a contarle historias sobre
los hombres, esos seres recios y densos que tanto le llamaban la atención y que
tan pocas veces había visto.
Finalmente
accedió a repetirle la historia de la humanidad: al principio las pinturas
rojizas y pardas de animales con cuernos y de ágiles caballos, el fuego que
producía encantamientos desconocidos, las pieles de oso cubriendo el suelo de
la cueva, y más adelante esa figura de yeso con forma de mujer tranquila y azul
que los hombres depositaron en la gruta y que tantas visitas atrajo en un
tiempo. Por último le habló de los grupos de hombres con luces en sus cabezas
que se arrastraban esquivando estalagmitas y recogiendo minerales.
—
¿Por qué no te gustan los hombres? Las mamás de mis amigas siempre quieren
contarles cuentos sobre ellos.
—Es
una historia difícil de explicar. Es que…una vez me enamoré de uno de ellos.
—
¡Anda! No me lo habías contado nunca
—Bueno,
creo que no lo hubieras entendido. Ahora estás creciendo, ya eres toda una nínfula, recuerda que la
semana que viene cumples mil trescientos trece años. Creo que ya te lo puedo contar.
—Claro
que sí.
Y
la madre, replegando sus delicadas alas membranosas hacia la espalda, empezó el
relato de cómo un día, mientras recogía tomillo, conoció a un hombre que se dirigía a una romería. Ella
llevaba su capa amarilla y su apariencia de mujer campesina. Se enamoraron. Le
hizo jurar que jamás le hablaría a nadie de su origen élfico, pero al final él
traicionó su promesa y tuvo que sucumbir al encantamiento de desaparecer de su
vida para siempre, pues se cerraron todos los caminos que llevaban hasta ella.
También
le explicó cómo a partir de entonces se esmeró tanto en sus tareas que llegó a
ser una de las mejores lavanderas del valle. Le habló sobre las reuniones y los bailes con las demás ninfas
del agua. Describió los golpes que daban con sus palas en el río después de
cada tormenta. Y cómo, una noche de luna llena, tras realizar el conjuro de
unión entre el agua, la nube y la mujer, nació ella, su hija, que ya se estaba
haciendo mayor y ahora le hacía preguntas difíciles.
—Y
ésta es la historia completa.
—Gracias,
mami —contestó con los ojos brillantes.
—Buenas
noches. Que sueñes con los hombrecitos —le dijo la mamá hada guiñándole un ojo.
—Que
descanses. Y que sueñes con los angelitos… y con las hadas —susurró la madre acariciando
la rubia melena de su niña, como hacía cada día tras el cuento.
A
Claudia empezaron a pesarle los párpados. Se cubrió la cabeza con la capucha de
su nuevo batín color granate, agarró su peluche y alargó una mano para apagar
la lámpara de la mesilla de noche. Se tapó con el edredón y se fue deslizando
hacia el descanso imaginando frescos helechos y ninfas livianas. Seguramente le
estarían esperando en los sueños de
esa
misma noche.
Para mi sorpresa, he sabido que hay lugares y países como Islandia o Irlanda -que yo sepa- en que hay una amplia creencia en los mundos de las hadas, que se reconocen lugares en los bosques como propios de ellas, e incluso en algún caso se ha desviado una carretera para no invadir uno de estos hogares. Me sorprenden estas creencias en países aparentemente racionalistas y avanzados pero es así. Estuve recientemente en Bretaña donde visité el bosque de Broceliande y en él el estanque de las hadas y el del sueño de Merlín (enserrement) y de nuevo me encontré con esta creencia élfica que me sorprende.
ResponderEliminarEl relato, muy hermoso, me ha gustado, dividido en los dos planos de realidad, hadas que sueñan con hombrecitos y niños que sueñan con hadas.
Quizás el mantener estas creencias sea precisamente una manera de aligerar un pensamiento demasiado racional y "avanzado" en esos países que nombras. Bastante tienen con el frío externo como para funcionar internamente solo con gélidas coordenadas cartesianas. No sé, creo que nuestra imaginación necesita nutrirse de estos mundos ajenos a lo que llamamos "realidad". Me alegra que te haya gustado el relato. El instinto maternal, el mundo de los cuentos... que fueron los motores para escribirlo me resultan muy conmovedores ahora que los hijos están tan mayores. ¡Gracias, Joselu!
EliminarEl mundo de las hadas es fascinante, no solo para historias dedicadas a los niños sino también para mayores. Únicamente hace falta que quien las escuche de riendas suelta a su imaginación y tu historia así lo provoca.
ResponderEliminarUn saludo, es muy bonito tu relato.
Recuerdo que lo escribí después de leer un libro precioso de Teresa Martín Taffarel titulado "Vida, secretos y costumbres del mundo encantado de las hadas". Un saludo agradecido
EliminarNo tengo claro si fruto de ese amor nació una criatura preguntona ;)
ResponderEliminarCuando visitas ciertos bosques, cuando ves la niebla que baja aullando de las montañas, entiendes que tanta gente crea en ciertas cosas...
Sin necesidad de esos seres, solo con los insectos, pájaros, reptiles y las mismas plantas...ya te puedes poner a alucinar en un bosque. Si encima te pones a fantasear -que es gratis- con otras criaturas, y los estímulos proceden tanto del exterior como del interior, me río yo de los efectos de algunas drogas. Y sin síndrome de abstinencia en este caso, porque los sentidos y la imaginación siempre los tienes a mano.
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