Egon Schiele Old house II , 1915 |
Situada donde terminaba el
pueblo y empezaban los campos de maíz, mi infancia tiene su epicentro en
aquella casa abandonada. Cada tarde dejábamos las bicis junto al pozo seco en
el que alguien había arrojado un perro tiempo atrás. Según decían, todavía a
veces se le oía gemir. Nosotros no nos lo creíamos, y lanzábamos piedras y
risas. Las piedras no parecían alcanzar el fondo, ningún sonido lo confirmaba.
Después, con las rodillas arañadas por las zarzas, entrábamos en el caserón. Y
entonces: el estimulante olor a rancio, el óxido rugoso tapizando las bisagras,
y aquellos ojos cubiertos de legañas que se dejaban atravesar por una luz tersa
y mortecina. Lejos de darnos miedo, aquel era un refugio donde jugar al
escondite, buscar tesoros o jurar lealtad vitalicia al “club intriga”. Ni
siquiera saber que el último habitante se ahorcó en el cuarto donde jugábamos a
las tabas nos impresionaba demasiado. Estábamos juntos y éramos invencibles.
El problema era volver a casa.
Recorrer el largo pasillo después de cenar. Llegar a la habitación y subir de
un brinco a la cama, debajo de la cual cada noche se agazapaban un señor y un
perro con los ojos amarillos.
Este microrrelato ha ganado el segundo premio del Festival de terror de Sabadell. Parece que me he especializado en textos terroríficos, con lo miedosa que soy yo...
Los de enveualta me lo han puesto a volar con sus voces. ¡¡Gracias mil!!
La verdad es que da miedo. Enhorabuena por el premio.
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarUn relato eficaz y sugerente. Mezcla de ingenuidad y de horror.
ResponderEliminarLo más terrorífico siempre es mancillar la ingenuidad. Lo anterior ver cómo se va perdiendo por sí misma. Gracias, Joselu, por seguir pasándote.
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