Escher |
Últimamente mi casa actúa como
un auténtico imán para seres con alas. Acuden directamente a mi vivienda, no
tengo noticias de que le esté pasando a nadie más en el vecindario. Ignoro si
el hecho de que yo sea ornitóloga es relevante o una mera coincidencia, pero en
dos semanas hemos recogido tres “seres alados”. Lo único que nos falta es que
descienda un ángel por la chimenea.
El caso es que los
acontecimientos recientes han provocado que tenga que revisar con frecuencia
las fronteras exteriores de mi vivienda para comprobar si algún pájaro ha
quedado enredado en una planta trepadora de mi terraza o ha tomado el suelo del
patio interior por una pista de aterrizaje.
Esto último es lo que sucedió
la primera vez, con el vencejo. Lo encontré por casualidad cuando fui a cambiar
la bombona de butano vacía por una que tengo de reserva cubierta con una funda
con cremallera que parece el vestido de una señora sin cintura. Estaba tendido
en el suelo, con las alas totalmente desplegadas, como si fuera una mariposa
clavada en el corcho de un entomólogo. Se diría que había tropezado con sus
propias alas, desproporcionadas y excesivas para un cuerpo y un cerebro con tan
poca autoridad.
Era un viernes por la tarde. Las
niñas acababan de llegar del colegio.
Antes de seguir, he de
puntualizar que el amor que mis hijas profesan por los animales lo llevan
grabado en los genes, además de que probablemente lo recibieran a raudales a
través del cordón umbilical y lo bebieran con la leche materna durante los
trabajos de campo que realicé mientras se formaban dentro y fuera de mí. De
otra forma no podría explicar esa pasión sin medida que muestran hacia
cualquier ser vivo que se mueva. Si además el animal desprende calor y está
cubierto por algo suave como plumas o pelo, el amor es incondicional e
implacable.
Las niñas miraron al vencejo
desde todos los ángulos, lo cogieron, sintieron su corazón desbocado y vieron
el pánico en sus ojos. Lo intentaron echar a volar y lo recogieron cuando
volvió a caer torpemente en el patio. No lo tuvieron mucho rato en sus manos
por miedo a que el negro rotundísimo de su cuerpo destiñera. A continuación me
miraron con gesto interrogante y preocupado. Todas las experiencias previas con
gorriones caídos del nido, que habíamos tratado de criar a base de pan mojado,
no servían para este animal salvaje que se alimentaba de insectos y que no
comprendía que la ingravidez habitual del aire se hubiera convertido en este
sumidero plano en el que se encontraba ahora. Después de cazar una mosca despistada y
metérsela en el pico, se dirigieron las dos a la tienda de mascotas y volvieron
al rato con un pienso especial para animales insectívoros. Durante la noche nos
levantamos cada tres horas para embuchar al pájaro. Comprobamos con inquietud
la ansiedad creciente del animal y su ala derecha descolgada.
Por la mañana no tuve más
remedio que intervenir para evitar la muerte del animal y la desesperación de
mis hijas. Una llamada telefónica al centro de recuperación de aves y en dos
horas tuvimos en casa un guardia forestal con una jaula. Las dos madrinas de
Negret —que así lo habían bautizado— lo despidieron con esa solidaridad que
rezuman hacia todo lo vivo y con la promesa de llamar por teléfono para
enterarse de su destino. Si se quedaba en el centro irían a verlo. Esa tarde no
pudieron hacer los deberes de la emoción.
La segunda vez fue por la
noche. Estaba tumbada en el sofá leyendo cuando lo vi. Agarrándose a la tela
que cubría el sofá se acercaba a mí algo negro y anguloso. ¿Una tarántula?
¿Otro vencejo? Me costó darme cuenta de que tenía un murciélago a dos palmos de
mis gafas. No estaba preparada para ver unas alas sin plumas, un ratón
apoyándose en una especie de muletas que actuaban como palancas para escalar el
sofá.
Un grito tremendo salió de mi
garganta. Víscera pura. Registros tonales de soprano desconocidos previamente
por mí. Esencia de susto atravesando la laringe. La niña del exorcista era una
estrecha introvertida a mi lado. Salté por encima del sofá. Al instante
siguiente estaba muy enfadada conmigo misma por semejante reacción. Todos
salieron de sus habitaciones y en un momento se montó un consejo de sabios para
decidir qué hacíamos con aquello que parecía un ave pero no lo era (enseguida
quedó claro que, como no pertenecía a mi especialidad, yo no tenía más autoridad para opinar al
respecto que ellos). Siguiendo el esquema habitual, empezamos por los primeros
auxilios: una sesión en la que intentamos inyectar leche y agua en su boca de
ratita enfadada. Después, el retorno al medio: lo dejamos en la terraza, con la
seguridad de que durante la noche regresaría a patrullar el aire con los de su
especie. Cuál fue nuestra sorpresa al verlo a la mañana siguiente trepando por
la pared, completamente exhausto y deshidratado.
No tuve más remedio que
reactivar mi base de datos mentales sobre recursos para la protección de
animales. Yo que pensaba que lo más complicado y estresante que había realizado en mi vida había sido mi
tesis sobre “Dispersión juvenil y cuidado maternal en la avutarda (Otis
tarda)”. Lo intenté de nuevo en el centro de recuperación de aves, cuidándome
mucho de que no se me escapase que yo era ornitóloga. Me dijeron que aunque no
fuera un ave, también recogerían al murciélago pues se trataba de una especie
protegida.
Alivio general. Despedida
memorable. Los guardias forestales últimamente se movían por mi casa como
amigos íntimos: cervezas y patatas chips para todos. Otro día con excusa para
no estudiar.
Parecerá que me lo invento —si
fuera un relato de ficción no añadiría este dato por temor a pecar de demasiado
fantasiosa— pero lo que voy a contar a continuación ocurrió de verdad. El fin
de semana siguiente fuimos de excursión con las niñas a una zona de bosque, y
cuando estábamos bajo un roble en la mitad del pícnic aterrizó sobre el mantel
de cuadros una cría de mochuelo. Mis hijas lo recibieron como un regalo caído
del cielo, una maravilla redonda y aturdida, forrada de plumón blanco. La mejor
experiencia que pudieran haber deseado, pues en este caso bastaba con
marcharse—tras un largo rato de contemplación extasiada— y dejar que la
naturaleza hiciera lo que debía.
Pero todavía nos esperaba un
último aterrizaje —hasta el día que escribo esto, para dejar constancia de que
la realidad a veces le da cien patadas a la ficción— ante el cual los demás no
fueron sino el preludio, una preparación insulsa para que por fin las niñas (y
yo) aprendiéramos un par de lecciones cruciales sobre cómo funcionan las cosas
entre las especies.
En una de mis justificadas
exploraciones de la terraza, oí un batir de alas desesperado. Me costó
localizar a la pobre paloma enredada en la hiedra de la pared. Con un ala rota
por el esfuerzo al tratar de desligarse de los zarcillos de la enredadera, la
paloma se debatía incómoda y confundida. Cuando la tomé entre mis manos, noté
su cuerpo palpitando, su cansancio y su desconcierto. No la pude esconder de
las niñas, que insistieron en activar el protocolo de salvamento.
—¿Cómo voy a llamar al centro
de recuperación para que vengan a buscar a una paloma?
—¡¡Porfi, porfi, porfi!!
—Las palomas son una plaga. Se
hacen redadas para matarlas porque hay demasiadas.
—Porfiiiii.
Llamé
al ayuntamiento, y por supuesto me dijeron que lo mejor sería dejarla o
matarla. Mis hijas me miraban esperanzadas mientras yo escuchaba esto y
percibía la sonrisa despectiva de mi interlocutor a través del teléfono.
—No pueden hacer nada. No hay
ningún servicio que haga estas cosas.
—Pues la llevamos al
veterinario. Vaaa, no la vamos a dejar morir, está sufriendo mucho. Mami, no
nos falles, tú eres ornitóloga.
—Pero qué cosas dices, Nuria.
Yo solo sé clasificar a los pájaros, no curarlos. Ningún veterinario querrá
atender a una paloma. No puede ser. Punto final.
Las niñas continuaron toda la
tarde con la paloma, dándole de comer, acariciándola, cantándole nanas. Y sin
hacer los deberes.
Yo acabé olvidándome del tema
porque tuve que atender y controlar al grupo de jardineros que vinieron a hacer
la poda de los árboles del jardín. Ayudé al que podaba el limonero, recogiendo
los limones maduros y olorosos en un cesto.
Entonces vi cómo mis hijas
entraban en el jardín empujando un cochecito de muñecas y lo llenaban con los
limones.
Cuando me enteré del plan ya
era demasiado tarde para evitarlo.
Ellas delante. Yo,
controlándolas disimuladamente una manzana más atrás. Quién se podría resistir
a dar un euro por tres limones a dos niñas que paseaban a una paloma enferma
dentro de una caja en un cochecito lleno de limones.
Mis hijas enseñaban a la paciente
y les explicaban a las señoras que necesitaban dinero para llevarla al
veterinario. Una pequeña pancarta con el dibujo de una paloma triste con una
muleta ayudaba a la comprensión de la emergencia.
Volvieron a casa con trece
euros y una sonrisa que no me atreví a mancillar. Llamé a la veterinaria y le
expliqué el caso. Me dijo que fuéramos inmediatamente.
El ritual fue impecable: la
veterinaria entablilló el ala de la paloma y se la devolvió a las niñas, con el
pedido de que la cuidaran bien esa noche y al día siguiente se la llevaran para
que ella se hiciera cargo de su recuperación. Las niñas no vieron el guiño que
la especialista me dedicó mientras daba las instrucciones. Ellas saltaban de
alegría. Por lo visto aún no les había llegado el momento de enterarse que
existen categorías, incluso entre las aves.
Cumplieron su cometido a la
perfección. Estaban felices de haber salvado a otro ser vivo. Yo me sentía
razonablemente satisfecha, aunque me rondaba una vaga tristeza que no supe a qué obedecía.
Esa semana tuve reunión con la
tutora de Nuria. No se explicaba cómo había podido suspender el examen de
biología, si era su asignatura favorita.
Este es uno de los relatos incluidos en mi libro Hormonautas, de Editorial Nazarí. Está relacionado con la hormona Oxitocina. Se lo dedico a mi amiga Engracia.
Oxitocina: Segregada por la
hipófisis, su tejido diana es el útero. Produce las contracciones del parto e
interviene durante la crianza. Se podría decir que es la causante del apego
característico del instinto maternal.
Conocía este relato por haber leído Hormautas y al releerlo siento la misma impresión que cuando lo leí. Me asombra la relación con los animales en vuestra familia porque yo ni en mis padres ni en mi vida he tenido algo semejante. No he adquirido relación con ellos y me producen desconcierto y distancia. En cierta manera admiro a esta familia con esta profunda relación con los pájaros, con los galgos, pero desde mi ignorancia no percibo el fondo del cuento. Hay algo que me falta y que no he introducido en mi vida y lo siento. No sé si es tarde para ello, a veces me da por ir a una protectora y conseguir un perro pero hay una distancia y unos prejuicios que me lo hacen imposible. Pero soy consciente de que es una carencia.
ResponderEliminarMoviéndonos en esa fina frontera entre la ficción y la realidad probablemente no te sorprenda saber que las peripecias contadas en este relato no me ocurrieron a mi, excepto la vocación de salvadora universal de gorriones ( frustrada) que tuve de pequeña. Tampoco soy ornitóloga, ya me gustaría. Alguna anécdota tiene base real, lo demás es relleno de la imaginación. Los dos galgos que viste el otro día en mi casa sí que eran reales, no te confundas.De niña yo siempre quise tener un perro pero no me dejaban, y de mayor reproducía el rol de mis padres cuando mis hijos me pedían tener uno, hasta que un día soñé con un galgo y desde entonces los tengo de dos en dos. Los niños durante una temporada creyeron que era por ellos. Ahora me sacan a pasear y sigo asombrada con estos animales casi mitológicos. Algún día lo tienes que probar, Joselu.
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