Fotografía tomada en Dresden durante el interrail por centroeuropa que gané con este relato ( 2011) |
La
ventanilla de un tren a punto de salir es un observatorio privilegiado para
saber en qué consiste despedirse. Si quisiéramos tener una visión global del
asunto de los apegos humanos y escuchar el genuino sonido del velcro de
nuestras relaciones (pegándose y despegándose) tendríamos que completar el
trabajo de campo con una visita a una terminal de llegada de vuelos de un
aeropuerto, con sus pancartas de bienvenida, abrazos exagerados y empalagosos
grititos. Pero, como ocurre con la tristeza y la alegría en la música —cuánto
mejor un bolero que la canción del verano—, da mucho más juego el desgarro de
una separación que un recibimiento rebosante
de azúcar.
Es
por eso que cuando, el otro día, vi a esa pareja despidiéndose en la estación
del Norte como si estuvieran cantando un bolero, apoyé el codo en la ventanilla
y me dispuse a disfrutar del espectáculo, rezando para que ese día el tren
también saliera con retraso.
Ella
era joven, aunque no demasiado. Estaba en esa edad en la que, en la época de mis padres, todas las mujeres ya tenían hijos, mientras que ahora viven
una interminable prórroga de la adolescencia. Él, en cambio, se situaba en esa
incipiente madurez que tan seductores nos vuelve a los hombres. ¿Quizás fuera
su profesor? Probablemente, pues ella llevaba una carpeta.
El
abrazo era contundente y profundo. Había algo de violencia contra el destino de
separarse que le daba un toque de desesperación muy atractivo para un voyeur tan fantasioso como yo.
Por
los altavoces anunciaron la salida del tren. El velcro se resistía a
despegarse. ¿Quién de los dos subiría al tren? El último encaje de sus cuerpos
derivó en un acrobático enlace de brazos y acabó en una caricia que él deslizó
con tristeza por el rostro de la chica. Cuídate,
cuídate —me pareció descifrar de la lectura
de sus labios.
Ella
subió a mi vagón. Avanzó con gesto lento, concentrado. Ligera, como si levitase
unos milímetros por encima del suelo del pasillo. El azar la depositó en el
asiento vacío frente al mío, dándome la oportunidad de observar -con la cautela
que requiere el voyerismo más sofisticado- cómo iba mudando su rostro tras el
desgarro del velcro, cómo se iniciaba la cicatrización.
El
tren comenzó a moverse. Ella se aferraba a la carpeta y al bolso. Su mirada no
apuntaba a ningún objeto del exterior, flotaba en el aire sin tratar de captar
nada, sin tratar de comprender lo que veía. Una mirada acurrucada sobre sí
misma como un perro que duerme. Llevábamos media hora de trayecto y yo estaba a
punto de estallar de éxtasis por tener el privilegio de asistir en directo a la
visión de un volcán en aparente calma, pero que emite ondas que avisan a los
sismógrafos de su actividad. Entonces, abrió el bolso. Sacó una toallita
húmeda, que se pasó por las mejillas. Después cogió su móvil, marcó un número
que tenía archivado, tragó saliva y cuando contestaron al otro lado dijo:
—¿Cómo
va, cariño? Ya estoy llegando a la estación. Sí, sí. Espérame para el baño del
niño, ¿vale? Un beso.
Este relato de Hormonautas ha sido publicado en el número 45 de Cuentos para el andén
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