Fotomontaje de Elías Ruiz Monserrat |
-¿Vale
que jugamos a que soy un bebé y tú me abrazas y me quieres?- pregunta Álvaro
mientras desliza sus deditos como si fueran las patas de un insecto por el
brazo de Nora. Ella le abraza y le contesta, mimosa, en inglés. Simula que no
le ha entendido del todo y le reconduce hacia la tarea común: ensayar las
escenas del teatrillo que tienen que preparar para final de curso, las
peripecias de una familia de gnomos que vive en el interior de un árbol veeeery big. Ella ha llegado tres
cuartos de hora antes para prepararlo todo.
Entran en la clase. Se sientan
en círculo en el suelo. Tras la ronda de saludos y recordatorio de tareas
pendientes antes de empezar a ensayar, se reparten los disfraces. Víctor no
está por la labor. Hay que señalarle el color rojo del semáforo que hay
dibujado en la clase para amonestarlos, pues tienen prohibido reñirles. Al final
de la hora han memorizado dos frases cada uno, han jugado y se han perseguido. “Norah”,
su nombre pronunciado con acento americano, ha sonado muchas veces durante la
sesión. También los de los niños, en un impostado tono de Wisconsin.
Nora disfruta, a pesar de
todo, con ese trabajo que le sirve para ganarse un dinerillo para sus gastos mientras acaba la carrera. Le
gustan los niños. Aunque a veces siente lástima por estas criaturas. Tan
pequeños y tan atareados. Ella tiene a los de cuatro años, pero hay una clase a
la que vienen niños de un añito con sus papás. Una vez un niño se le durmió en
la clase. Lo entendió perfectamente. Sus alumnos ya han sobrevivido a una
jornada escolar y a veces a una clase de natación o de música cuando llegan a
la academia de inglés. Pero allí está
ella para hacerles pasar una hora funny con
“ese método original y divertido”- como repiten incansables las mamás en sus
blogs de color de rosa. Para “desarrollar ese gran mundo educativo y de colores
dirigido a los niños”- como reza el
proyecto de la franquicia que la ha contratado. Las paredes y el mobiliario
confirman el asunto de los colores. A nadie le importa pagar más con esta
metodología tan eficaz y un entorno tan estimulante. Lo que no acaba de entender
es por qué a ella le llega tan poco dinero.
Una efervescente música de
fondo marca que hay que empezar a recoger. Los niños ordenan, se quitan los
disfraces, se ríen, se vuelven a sentar en círculo. Todo en inglés, se supone.
Al menos ella hace lo posible, pero no se le pueden poner puertas a la
espontaneidad, eso lo tiene claro. Sonríe por dentro, ligeramente melancólica.
Como si estuvieran en un
acuario, los padres observan y esperan a los niños tras el cristal. A Brenda le
viene a buscar la chica filipina. La madre de Claudia siempre llega un poco
tarde, hoy aprovechará para llevarse a Víctor.
A Álvaro le recoge su abuelo. Nora se plantifica su mejor sonrisa, traga saliva
y saluda a todos los familiares en inglés. Cuando entrega a los niños lo hace de
nuevo de forma individual. El abuelo no entiende. Ella simplemente le dice -siguiendo
las estrictas directrices de la escuela- que recuerde que el niño tiene que
escuchar el CD en su casa al menos un cuarto de hora al día. El abuelo
mira alternativamente a Álvaro y a ella, y le dice: “No se preocupe, ya me lo
explicará el niño”. Nora finge no entender y le dedica una sonrisa avergonzada.
La política de la academia consiste en hacer creer que todos los profesores son
nativos. Algunos lo son, otros, como ella, no. Tienen terminantemente prohibido
decir una sola palabra en español, y si lo hacen tienen que simular un acento y
una torpeza de recién llegados. Eso ha propiciado hasta el momento unas cuantas
situaciones surrealistas, como aquella vez en la que les estaba
diciendo a dos mamás -que le recordaban vagamente a dos barbies- que la niña
tenía que hacer unos deberes. Ellas la miraban, inseguras pero espitosas. A
continuación una le dice a la otra: no sé qué está diciendo, pero vamos a
decirle que Yes. O cuando estaba en
una tienda y se encontró a una de sus alumnas que vino a saludarla con un enorme
HELLO en su boca desdentada. Nunca supo si la madre la había escuchado hablando
con su novio. Por este y otros motivos, tiene una vaga sensación de estar
participando en una estafa.
Cada vez tiene esa sensación
más a menudo.
Un día, mientras daba clase,
sonó varias veces el timbre. Nadie abría. Pensó que las jefas estarían en el lavabo y siguió con
lo que estaba haciendo con sus niños. Resultó que habían salido las dos a la
vez dejando las oficinas desatendidas. Por diez minutos, no iba a pasar nada. Al
día siguiente le regañaron. Cómo es que no había abierto ella, les había hecho
quedar fatal.
Nora sabe que esos niños están ahí porque "hoy en día saber inglés es fundamental para encontrar un
buen puesto de trabajo", ¿como el suyo? Los
padres están dispuestos a hacer cualquier sacrificio para asegurar ese futuro. Nada tan generoso como invertir en algo que dará fruto en diecisiete
años. También conocen los estudios que demuestran que la inmersión precoz en un
entorno lingüístico es lo más adecuado para aprender un idioma (aquí aparece la palabra " esponja" ineludiblemente).En esta especie
de competición desenfrenada por darles todas las herramientas para su futuro y por
aplicar el concepto de precocidad a rajatabla están dispuestos a cantarles
nanas en inglés, a no comer para acompañarles a la academia, a que la banda
sonora de sus viajes sean las canciones que les cantan a los niños en Irlanda.
Las mejores intenciones. Nada que objetar. Pero algo no le cuadra. Hay algo desproporcionado en este asunto. Nora no sabe cómo poner en palabras esa sensación que le ronda cuando piensa en su trabajo.
Las mejores intenciones. Nada que objetar. Pero algo no le cuadra. Hay algo desproporcionado en este asunto. Nora no sabe cómo poner en palabras esa sensación que le ronda cuando piensa en su trabajo.
Hoy hay que darles un regalito
a los niños. Las órdenes explícitas es que no se les entregue antes del momento
de salir para que no se arrugue el papel maché.
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