Asomarse a la caldera de un
volcán es siempre impactante. Una herida que un día se abrió
en la piel del planeta, un enorme absceso de pus que supuró gases hediondos y
un plasma ardiente e infecto que ahora se muestra coagulado en una costra de
obsidiana, basalto o andesita. Cuando el excursionista se asoma a esa rendija,
a través de la cual se adivinan las entrañas de la tierra, tiene que estar
preparado para sentir un inesperado mareo al observar el desnivel, un asombro
de dimensiones geológicas al pensar en el rugido de energía que lo produjo, o una
reverencia ensimismada ante un abismo de tiempo que no cabe en la cabeza. Hasta
aquí todo normal, los saludables vértigos que proporciona la naturaleza si le
das pie a que te deslumbre y te reduzca a tu justa dimensión. Pero si resulta
que el fondo de la caldera aloja algo parecido a un jardín de nenúfares, todo
el mundo comprenderá que la viajera que esto escribe tuviera un ligero vahído y
a continuación se pusiera a tomar fotografías como una posesa.
Rano Kau es una inmensa caldera
que contiene un mundo en su interior. Las isletas de plantas hacen las veces de
continentes rodeados de un océano que refleja las nubes de arriba y a la vez se
mimetiza con el auténtico océano de afuera en un juego de espejos fascinante.
Como un enorme cuenco, una vasija oxidadaque guarda y protege a las delicadas
plantas que contiene: especies endémicas que no podrían sobrevivir sin las condiciones
que este invernadero les proporciona. Los colores de la tierra mezclados con
los colores de la vida (una mata de buganvilla tapiza una zona de las paredes
interiores, y todala gama de verdes imaginables pespuntea un paisaje ocre y
violeta) en una simbiosis perfecta. Me hace reflexionar sobre la presunta
modestia de los humedales, la poca importancia que se les concede a nivel
mundial y su crucial papel para preservar la biodiversidad. Ojalá sigan
cuidando de este bellísimo jardín botánico silvestre y profundo.
Antes de subir al volcán nos
hemos parado en un cementerio tan luminoso que daban ganas de morirse, y en una
cueva marina en cuyas paredes los antiguos pobladores pintaban peces en lugar
de gacelas. No sé si se puede aplicar en este contexto, pero el color esmeralda
de las olas y los colores pastel de las pinturas rupestres empiezan a producir
en mi algo parecido al síndrome de Stendhal. Tanta belleza no puede ser buena
para el correcto funcionamiento de la razón.
En el extremo de la costa que contiene el volcán se encuentra la aldea ceremonial de
Orongo, un conjunto muy bien conservado de 53 casas de piedra donde a partir
del siglo XVI, cuando la construcción de moais había agotado ya los recursos y
solamente anidaban aves marinas en los tres islotes bajo el acantilado, cada
primavera se celebraban cultos a la fertilidad y el ritual del hombre pájaro.
Mientras en Italia Leonardo da Vinci intenta construir un armazón con forma de
alas para que el hombre pueda por fin volar, en Rapa Nui el primer hombre pájaro
regresa nadando desde el tercer islote con un huevo de alcatraz ligado a su
cabeza. A partir de ese momento todos en
la isla se someterán a su clan, y él intentará gobernar un territorio agotado y
esquivo.
Curiosamente, los pájaros me
persiguen en mi paseo por Orongo. La
versión rapanui de un gorrión insiste en que le fotografíe, y a
continuación una rapaz ensaya una coreografía aérea con su pareja en un
espectáculo en exclusiva. Como si quisieran recordarme que las aves han vuelto
a conquistar la isla y te las puedes encontrar por dondequiera que vayas. Lo
mismo que otros animales: caballos, gallinas, cerdos… y sobre todo perros, los verdaderos
habitantes de Pascua.
Mi limitado y occidental concepto de lo que
es un animal de compañía sufre un vuelco tremendo tras observar a los perros
chilenos. En Santiago de Chile los perros ocupan toda la ciudad. Manadas que
viven en parques, parterres y calles. Perros grandes y pequeños, mestizos y de raza, que buscan en las
basuras, que se huelen y luego se separan, o que descansan enrollados como
ovillos lanudos en cualquier rincón. Perros que cruzan enormes avenidas y
sorprendentemente casi nunca son atropellados (aunque nada más llegar a la
ciudad vi los cadáveres de dos que no habían alcanzado el otro lado de la
calle). Una garra de congoja me agarró por el cuello desde que vi el primero de
ellos, aunque por lo general los perros no se veían famélicos e incluso algunos
llevaban abrigos que supuestamente les había puesto alguna organización de
voluntarios concienciados por el tema. Pregunté varias veces sobre este asunto
y las respuestas fueron variopintas y no demasiado tranquilizadoras: que la
gente los compra de pequeños y luego los suelta porque no los puede atender,
que se están empezando a hacer campañas de esterilización, que a san Pedro de
Atacama le llaman San perro de Atacama…y un señor me dijo, mirándome con sorna,
que como ese país siempre ha estado en crisis en algunos momentos tener a
disposición palomas y perros en las calles ha salvado la vida a más de uno.
Cuando llegué a Pascua nos recibió en el aeropuerto un cruce de pastor alemán
que luego vi varias veces más por la isla. Los perros en Pascua no dan ninguna
lástima. Viven en una especie de manada que cubre toda la isla (los encontramos
en todas partes: el día de lluvia había uno en la cantera de los pukaos,
empapado pero haciendo guardia en la entrada, en la playa vimos unos cuantos y
en la caldera de RanoKaomerodeaban a los turistas), corren , se saludan , se
reconocen, se esperan para olerse mutuamente y son amigables aunque reservados
con los humanos. Anita nos contó que todos son de todos, aunque cada uno se
encarga de alimentar de manera más exclusiva a unos cuantos. Ella tenía uno que
acudía a comer a su casa y luego desaparecía. A veces se quedaba unos días,
otras veces pasaban un tiempo sin acudir.
Me dio la sensación de que esa era la relación correcta e ideal de los
perros con los humanos, una relación parecida a la que existiera en los
orígenes de la domesticación: carroñeros que comen nuestras sobras y nos hacen
compañía mientras viven en un grupo mixto de humanos y canes. No me puedo
imaginar nada más ridículo en esta parte del mundo que llevar a los perros a
pasear atados con una correa. Los caballos, las gallinas y los cerdos tienen la
misma libertad de movimiento y deambulan alrededor de las casas que nunca están
valladas y de los espacios abiertos que las circundan. Tuve la suerte de
contemplar un encuentro de perros y caballos con fondo de moais.
Lo que no pude ver fue el
interior de alguna de esas casas livianas y coloridas típicas de Hanga Roa,
pero me reservo el derecho a conjeturar con mi imaginación cómo debe de ser vivir allí dentro. La sensación que me queda es que nada
en esta isla es lujoso pero que debe ser un auténtico lujo vivir una
experiencia tan cercana a la naturaleza y a una vida humilde pero completa:
aquí desde bien temprano los jóvenes saben construir casas, montar a caballo,
nadar, pescar y cocinar el pescado blanco (como el que comimos el último día en
un destartalado bar del puerto) con salsa de mango y patatas dulces. Ahora no
quiero ensuciar esta impresión pensando en los inconvenientes del aislamiento
que les hace depender de la llegada de muchos productos en avión. Me quedo con
la imagen del nativo que vendía productos artesanales frente a un altar de
moais, que tenía el pelo recogido en unas rastas que semejaban las raíces de un
árbol y que nos contó que el moai más valioso, el que tenía toda la espalda
grabada con delicados dibujos, no estaba en la isla sino en el Museo Británico.
Me quedo con su sonrisa y con las cuatro palabras que nos enseñó en su idioma,
que por desgracia inmediatamente olvidamos.
He quedado más que encantada con esta serie de relatos de tu viaje. Eres fantástica narrando tus impresiones, tus sensaciones y nos haces ver a través de tu mirada. Gracias, si antes tenía ganas de ir, ahora tengo verdadera ansia. Un abrazo grande. Ha sido un placer
ResponderEliminarMe dejas contenta y con mucha energía (volcánica) para el resto del día, Elena. ¡Muchas gracias!
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