En nuestra
recién estrenada jubilación, hemos inaugurado un entretenimiento que consiste
en jugar a las casitas. Los días previos a cada una de las escapadas de este
primer año “no productivo” me dedico a hacer un estudio inmobiliario de la zona:
busco casas con jardín, comparo precios, elijo una y concierto una cita con el
agente inmobiliario de turno. Mi marido acepta mi delirio con resignación, y de
esta manera incorporamos esta visita como una actividad turística más del
viaje. Así, de forma gratuita y juguetona, imaginamos nuestras vidas en ese
entorno y fantaseamos con una manera alternativa de convertirse en seniors. No
es lo mismo ejercer de jubilado en una zona montañosa, que en un pueblo rural o
en una urbanización de playa. Esperamos, con ingenuidad de niños, que en uno de
estos intentos una detonación efervescente acompañada de música celestial nos
confirme que estamos ante la casa en la que desarrollaremos nuestra nueva
identidad. Lo peor es que no estoy segura de querer comprar otra casa.
En este
último viaje, tras sufrir varios malentendidos con el GPS, llegamos a la casa
que la pareja que nos recibe construyó a partir de un granero. Está en el
límite de un pueblo que parece sacado de una infancia ajena. Al entrar a la
casa desde el jardín les preguntamos si dejamos a la perra fuera o la podemos
entrar. Ella nos dice que la entremos. Mientras le saca un recipiente con agua apostilla que a ella no le gustan los perros
ni los niños. Y añade que si pudiera decidir ahora no hubiera tenido hijos.
-Decir eso es
muy valiente por su parte-le digo
- ¿Por qué?
-Por que
habrá mucha gente que lo piense, pero no se atreva a decirlo.
Entramos. Nos
enseña la casa. Se percibe que la han construido con mucho cariño. Bajo la
supervisión y los planos que diseñó ella, nos comentan. El marido nos saluda,
hace bromas. Resulta que ellos vivían cerca de donde vivimos nosotros. Se
establece una cordialidad fluida y extraña. Se vinieron a trabajar aquí cuando
él estaba por jubilarse. Al principio, de alquiler. Nos cuentan que tuvieron la
taberna del pueblo durante unos años. Que ella cocinaba, aunque solamente lo
que le gustaba. Los callos y las anchoas en aceite se convirtieron en una
leyenda en toda la comarca.
La última
habitación tiene vistas a un paisaje inacabable, pero en primer plano vemos y
olemos una granja de cerdos. Nos gusta la casa para el precio que tiene, pero
no acuden a cantar los arcángeles, solo los pájaros. Al subir a la buhardilla
revestida de madera, con muchas posibilidades, se me ocurre preguntar
cómo es que la quieren vender. Y entonces nos dicen que hace seis meses se les
murió un hijo. A continuación nos sacan una foto del chico con sus dos
hermanas. Todos los ojos se anegan y un temblor sísmico recorre la conversación
de arriba abajo. Los nietos les necesitan. La situación reclama que regresen.
Tienen que vender la casa.
Nos vamos hacia
la casa rural donde nos alojamos. Durante el trayecto no me quito de la cabeza
a esta mujer desolada y risueña a quien no le gustan los perros ni los niños,
pero los trata como seres sagrados. Pongo mentalmente en fila a mis hijos y
paso lista. Todos contestan: ¡presente! Las
dificultades que puedan tener en la vida son todas reversibles e
insignificantes, me digo. No quiero seguir por ahí. Es fácil que las cosas se desmoronen
por dentro si no se apuntalan bien. De repente siento frío.
Al día
siguiente, mientras leo un libro en el jardín, oigo a los niños de la casa que
arman jaleo. Están fuera de la jaula de los conejos. Un niño y una niña casi
albinos. Sus padres son belgas. El niño es muy expresivo y tiene acento maño
cuando habla con nosotros, supongo que flamenco cuando habla con sus padres. Me
acerco a ver qué ocurre.
Acaban de
darse cuenta de que la coneja ha tenido hijitos. Hay dos criaturas oscuras y
diminutas forcejeando por acercarse a la madre. “Haciendo la croqueta”, dice el
niño. La madre de los niños rubios entra en el recinto y mira dentro de la
casita-nido. Hay seis crías más ahí
dentro. Un amasijo de vida palpitante. Encontramos otra arrinconada entre la
casa y la malla metálica. La coneja está nerviosa y se mueve de un lado a otro.
Ignora a la cría que hace la croqueta intentando enderezarse.
La
propietaria está sorprendida y desolada porque dice que pidió que le aseguraran
que le vendían dos hembras. No quería más conejos. Solo estas dos para
sustituir a la coneja que tenían antes como mascota, que también estaba preñada
pero que la mataron unos perros cazadores que aparecieron una noche desquiciados.
Los intentaron espantar durante toda la noche, pero a las cuatro de la mañana
entraron en la jaula. El niño me dice: yo lloré durante dos días enteros. El
cazador vino a pedir disculpas al día siguiente. Solo disculpas trajo, y no
eran muy convincentes. Se desplazaron doscientos quilómetros para comprar estas
dos hembras. Otro huésped dice que seguramente ya vendría preñada.
A la mañana siguiente,
antes de empezar a recoger todo, me acerco a la jaula y veo que una de las
conejas está metida en una jaula más pequeña, separada de la coneja-mamá y comiendo
una zanahoria. Robin, el padre de los niños rubios, me dice que resulta que es
un macho porque esta mañana estaba intentando montar a la hembra. Se oye
movimiento dentro de la casita. A ver cuántos sobreviven, me dice con una
sonrisa mansa y resignada.
Nos vamos. Dentro
de mi cabeza se enreda todo en un abrumador nudo de vida expectante y mamífera.
A veces la vida nos entrega retazos de historias y es casi imposible no pensar que se encuentran conectados de alguna forma, que podrás seguir el hilo de cada uno de ellos hasta componer un luminoso tapiz que lo explique todo. Pues no, la vida no tiene explicación, cada uno se enfrenta a ella como puede, algunos haciendo lo correcto y otros huyendo...
ResponderEliminarUna historia triste y bonita..
Muy acertada tu reflexión, aunque a veces esa conexión aparente es lo que nos salva. Y a mi me encanta relacionar cosas, incluso las que no tienen ninguna conexión ( esas son las que más me gusta relacionar). Creo que algo parecido a eso es la base de la creatividad, o de esa diversión interna que nadie nos puede robar.
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