Una hija
acompaña y cuida a la madre en su tramo final. Durante este trasiego de
cuidados en la dirección opuesta a lo natural se pone en marcha una maquinaria
hidráulica inesperada: la vida comienza a transitar a través de unos vasos
comunicantes que al tiempo que vacían el reservorio de memoria de la madre
llenan el de la hija. Menudo temazo.
Tras la
enfermedad y la muerte de mi madre, busqué textos que se adentrasen en este
tema para intentar arrojar un poco de luz a la devastación que sentía. Quería
que otras mujeres me hablaran de lo que ocurre cuando la hija se convierte en
madre de su propia madre. Siendo una vivencia tan importante y tan común,
pensé, apenas se menciona, no hay estudios. ¿Qué pasa cuando la madre, esa
referencia que es a la vez un espejo, un tótem y en muchas ocasiones una fuente
de conflictos para la hija, necesita ser cuidada en su decadencia, ser
acompañada en su tramo final? ¿Dónde están el manual de instrucciones? Sospecho
(por mi experiencia y por mis lecturas) que la relación hija-madre es de una
naturaleza aparte, que las pasiones que la pueden atravesar en ambos sentidos
(lealtad, amor-odio, competencia, amor desinteresado, abandono, culpa,
sacrificio, libertad versus control…) tienen tal contundencia que traspasan la
piel, las vísceras y la personalidad. Ese apego feroz, como decía Vivian
Gornick, tan diáfano como ambivalente. En ese momento vital cambian las ternas
y se produce un movimiento sísmico en la familia que remueve relaciones
fraternales, roles, secretos y recuerdos. También replantea la identidad de
cada uno de sus miembros, a quienes les sobrevienen preguntas antes
insospechadas: quién soy yo, quién es ella y quien fue ella antes de mí, qué
significa cuidar, cómo sobrellevar ese dolor. Y para rizar el rizo, la percepción
de la hija de que en unos años será ella la que esté en la situación de
indefensión en la que ahora se encuentra su madre.
Todo esto nos
lo ofrece Elena Casero en su libro Las dos Adelaidas. Y aunque el embrollo
psicológico asociado a este asunto es muy complejo, ella consigue convertirlo
en algo fluido, entrañable y verosímil. Y lo más difícil: con unos estupendos
destellos de su sentido del humor. A través de fotografías y diarios, Elena nos
lleva de la mano a contemplar el interior de tres mujeres que hablan de otras
mujeres en una continuidad de muñecas rusas. Consigue una convincente simbiosis
entre el paisaje exterior de la casa y el barrio (“Un sábado dócil, sin ruidos,
un sábado de ropa blanca en los tendederos, de nubes chicas que salpicaban del
cielo”), y el paisaje interior de la protagonista. Con las dosis exactas y
terapéuticas de ternura, naturalidad y franqueza, pero sin esquivar las sombras
(“Nuestra tristeza pesaba tres o cuatro toneladas”, “la escalera era un hueco
de silencio, un animal en lento proceso de descomposición”). Especialmente
meritorio es el tratamiento sobre la relación entre las dos hermanas (otro
temazo sobre el que apenas he encontrado literatura, a destacar el delicioso
cuento de Claire Keagan titulado precisamente Hermanas).
Mientras
acompañamos a la protagonista en ese tiempo detenido a la fuerza por los
cuidados, los secretos y el descubrimiento de toda una historia familiar,
conseguimos adivinar el puzle completo. Somos testigos privilegiados del
andamiaje de las relaciones, de los recelos, de las oportunidades perdidas y
también de los afectos auténticos. Todo enmarcado en una época color plomo, un
tiempo de corsés reales e imaginarios para las mujeres.
El
acompañamiento a una madre tiene algo de despojamiento, de desnudarse a una
misma y a la estructura familiar que con tanto esfuerzo se ha apuntalado. Me da
la sensación de que la autora, en este libro, se desnuda ante nosotros y nos
muestra de paso nuestra propia desnudez. ¡Gracias, Elena, por este libro tan
delicioso!
PD: algunos
de los libros que leí tras la muerte de mi madre: La hija de la amante ( A.M
Homes), Con mi madre ( Soledad Puértolas), Acerca de mi madre ( Mary Gordon),
Apegos feroces ( Vivian Gornick) y Madre mía ( Florencia del Campo) Muy
recomendables los tres últimos.
A falta de
hacerme con los libros Madres e hijos, de Kallifatides, y Paseos con mi madre
de Javier Pérez Andujar, lo que me ha ocurrido con algunos libros de otros escritores
varones acerca de sus madres es que me parece que testimonian su adoración por
una madre casi angelical, un personaje tan idealizado, tan descarnado, que no
convence. O que no me han convencido a mí. Tengo la impresión de que estos dos
me pueden hacer cambiar de opinión.
Es extraño, nunca he pensado en los libros de esa forma, como una especie de terapia, como la respuesta para algo concreto. Para mi los libros hablaban de todo un poco y me enseñaban una parte del mundo que no conocía. Pero tiene sentido, claro, a veces en la vida lo mejor que podemos hacer es consultar un libro.
ResponderEliminarSobre los escritores varones, te entiendo. No hay nada más diferente en ciertos temas que la mirada de un hombre o una mujer. En algunos aspectos prefiero unas y en otros pues, eso :)
Un abrazo
Te voy a contestar con dos fragmentos que tengo apuntados en mis libretitas, de dos autores diferentes. El primero es de Gustavo Martín Garzo: "Los libros nos permiten asomarnos a otras vidas y mirar por otros ojos. Mirar por los ojos de los demás sin dejar de ser nosotros mismos. Este es el verdadero milagro. No leemos tratando de ser mejores o de afirmar nuestra individualidad, sino para ser más o ser de otra forma"
EliminarY el segundo de John Berger “Yo creo que uno mira las pinturas con la esperanza de descubrir un secreto , pero no un secreto sobre el arte , sino sobre la vida “
Yo estaría de acuerdo con los dos. La cita de Berger se refiere al arte plástico, pero yo la aplicaría también a la literatura. Los libros que siento que me nutren cumplen ambos requisitos: asomarnos a otras vidas, y aprender a vivir nuestra propia vida con más intensidad y con más referencias. No sé si me he explicado, pero me ha servido para reflexionar sobre lo que planteas. Gracias