Sale del museo bajo una gabardina. Un retrato pintado sobre madera
de álamo blanco. El retrato contiene una sonrisa. La sonrisa baja escalinatas
de mármol y atraviesa puertas. Nadie detecta esa extraña silueta poliédrica.
El discretísimo ladrón deposita el botín sobre la mesa del oscuro
apartamento. Lo contempla, extasiado. Trata de interiorizar el gesto de la
mujer. Se diría que ambos se conocen desde siempre.
Entretanto, los falsificadores intentan colocar copias
indistinguibles a millonarios distinguidos. Los responsables se encierran para
investigar y digerir su vergüenza. Los parisinos se preguntan para qué
cerrarán la jaula una vez el pájaro ha volado. Los periodistas resoplan al
ritmo vertiginoso de sus máquinas de imprenta.
A lo largo de dos años, visitantes de todo el planeta acuden a
observar el rectángulo cuyas esquinas custodian cuatro pernos desolados. Llegan
atraídos por esa ausencia inconmensurable, por ese trozo de pared que ha dejado
de sonreír.
Mientras, el inmigrante italiano continúa deleitándose con su obra
maestra de compañía en la misma orilla del Sena donde la robó. Ignora que, al
retener el retrato de su paisana Lisa Gherardinni, transforma este pequeño
cuadro casi desconocido en un vórtice hacia el cual todos nos precipitamos
desde entonces sin remedio.
Me has recordado algo que leí hace mucho sobre que todos los grandes cuadros de los muesos eran copias, que los originales los tenían millonarios en sus mansiones y que los museos lo ocultaban para no tener problemas...
ResponderEliminarQuién sabe, ¿verdad?
Buena idea novelesca. Me imagino a todos esos millonarios encerrados en sus mansiones bajo la severa y decepcionada mirada de ese cuadro que nadie puede ver.
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