Para poder costearse una terapia tan larga tuvo que acudir a
varios prestamistas. Consiguió el dinero. Ingresó.
Nueve meses después, y contra todo pronóstico, está curado. Todo
el personal aplaude cuando el director le entrega el parte de alta. Ahora sabe
que su vecino no le espía, menuda tontería pensar que sus colegas le robaban
información, despedirá al detective que seguía a su novia y descarta que aquel
camarero tan feo quisiera envenenarle. Con los brazos impregnados en repelente
para insectos se despide de las enfermeras, que ya no le miran raro.
Sale del hospital radiante como un actor de película de sobremesa,
pero en cuanto pisa la calle arranca a correr. Cada vez están más cerca. Nota
su resuello ahí atrás, un fragor de tsunami que se aproxima. Huye por la
esquina de las basuras. A mitad del pasadizo, un calambre repta por su
espinazo, baja a trompicones por las vértebras y se ancla en una toma a tierra
que lo frena sin remedio. A sus espaldas las paredes hediondas del callejón
amplifican un rugido.
Son las hordas de sus acreedores, que vienen a por él.
Sospecho que son mejores los miedos imaginarios que los reales... los últimos pueden partirte los huesos :)
ResponderEliminarPero los primeros roban muchísima energía. No estoy segura de quien gana en este concurso de miedos. Le daré más vueltas.
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