Hace dos mil
años las historias y los relatos trataban de dioses. Luego de héroes, más tarde
de reyes, y poco a poco se empezó a considerar digno poner en el escenario a
personas más corrientes. En la actualidad cuanto más se parezca el personaje a
tu vecino, mejor. Lo curioso es que algunas de estas personas dignas de ser
descritas en un apunte contemporáneo −por parecer vulgares− si se las
mira de cerca tienen rasgos heroicos, generosidades regias, y a veces en su
presencia sentimos esa solemne reverencia que antes se reservaba sólo a los
dioses.
Como ocurre
ante ese anciano que −aunque no lo parezca− está trazando el
último fragmento de la circunferencia que cerrará y dará sentido a su vida.
Hace de guía en el Museo Judío anejo a la Gran Sinagoga de Budapest. Le siguen
una comitiva de seis turistas norteamericanos. Trato de acompasar
disimuladamente mi recorrido al del grupo para escuchar sus explicaciones.
Enseguida me
doy cuenta de que su inglés tiene un acento ilocalizable, su barba rala emana
un aroma a antiguo, el traje negro tiene un brillo gastado y el kipha que
cubre su cabeza le da una autoridad sagrada y melancólica. Su figura se recorta
en negro sobre el fondo colorido y anacrónico de camisas, bermudas y sandalias
del grupo de yanquis, que escuchan atentos.
Se detiene
ante cada una de las fotografías que cubren los murales y las describe como si
en ello le fuera la vida. La fotografía cobra vida en el dibujo de todos los
detalles que el hombre recrea ceremoniosamente. Historias que no caben en las
palabras. Fotografías en blanco y negro que sobrecogen mostrando el asfixiante
aislamiento al que fue sometido el gueto de Budapest durante el nazismo, pero
también las represalias posteriores de los aliados. Mapas de la ciudad
creciendo como una ameba, que preceden a las ruinas prematuras. Caras, gestos,
paisajes devastados. Tristeza y desesperación condensadas en la pared y en la
mirada de los que por ahí pasan.
Una pequeña
luz alivia este doliente paisaje fotográfico: una serie de marcos con rostros
inocuos y en actitud apacible desentonan en ese lugar como lo haría un esmoquin
en un campo de batalla. Son las fotografías de los cónsules y diplomáticos de
diferentes países que consiguieron salvar a muchos judíos antes de que el
hambre y las enfermedades acabaran con casi toda la población judía de Budapest
tras el asedio. El anciano se acerca a una de las fotografías y pronuncia
lentamente ─como si rezara─ el nombre del cónsul suizo. El que con sus
artimañas diplomáticas consiguió sacar a tiempo del gueto a muchas familias con
niños hacia Suiza y darles allí una oportunidad.
Es entonces
cuando uno cae en la cuenta de que el acento es francés.
Y de que uno
de esos niños era él.
He presentado este relato a la convocatoria del concurso de Zenda sobre #historiasdeEuropa
Todas las fotografías cuentan una historia y cierran un círculo, el que lleva del espectador a la fotografía... algunas fotografías son señales de aquello que no deberíamos repetir.
ResponderEliminarUn bonita historia, quizás bonita no sea la palabra, pero ya me entiendes.