Los niños, emocionados
como cada verano, se dirigen a la fiesta infantil del pueblo. Piñatas, carreras
de sacos, chocolate con churros… todo gestionado por unos cuantos vecinos
disfrazados de payasos. El calor y la música de pachanga, insufribles para quienes
los acompañamos, no parecen hacerles mella. Todo transcurre como siguiendo un
guion, el de un documental que tratara de la vida amplificada y colorida de una
manada de leones retozando, celebrando la saciedad con sus cachorros. Y al
final de la fiesta, un giro inesperado: veinte pollitos de un amarillo
insultante salen despavoridos cuando uno de los payasos abre una caja de cartón
agujereada con pequeños respiraderos. Tras la parálisis inicial, los niños
corren a atraparlos con sus manos ansiosas. Mis hijos me traen uno, como quien lleva
una ofrenda a su dios. Un manojo de plumón palpitante, que no tenemos más
remedio que llevarnos a la finca familiar. Cualquiera lleva la contraria a esa ilusión
desmesurada y llena de porfavores. Le llamaremos Piti, y los primeros
días servirá a la vez de juguete y de motivación moral sobre el cuidado de otros
seres vivos.
Al final del verano, para cuando tenemos que regresar a la ciudad
y a los colegios, el pollito se ha convertido en una criatura feúcha y parda,
un adolescente rumboso y desgarbado que picotea sin descanso, deja un rastro de
diarrea a su paso y no permite que lo toquen. En cuanto nos marchamos, mi
cuñado lo llevará a la granja de su madre.
En Navidad regresamos a la finca. Mi suegra nos deleita con sus
habituales delicias culinarias: caldo, pollo con ciruelas y macedonia, esta
vez. Mi cuñado espera a los postres para hacer un comentario sobre lo tierno
que estaba el pollo. A continuación, nos lanza un guiño, una granada con
efectos retardados que mis hijos interceptan.
Le gritan, le pegan, arañan sin piedad a su tío. Se meten los
dedos en la boca, pero no consiguen vomitar. Y al final lloran sin consuelo, con
una rabia que no se agota. La digestión de Piti coincidirá exactamente en sus
biografías con el paso de cachorros a animales jóvenes, con la pérdida irremediable
de una inocencia que ya nunca recuperarán.
Mientras, en la televisión, un magnífico ejemplar amonesta con un
zarpazo sin uñas a uno de los leoncitos que está dando la lata con sus juegos a
la hora de la siesta. La música que acompaña a esta escena en el documental podría
parecer demasiado dramática en cualquier otra ocasión.
Conozco a un adolescente de trece años que dejó de comer carne desde los seis años porque no quería comerse a ningún animal. Su voluntad de hierro le ha hecho mantener su propósito a pesar de que el resto de familia -padres y hermanos- sí que comen carne. Sin duda, en tus personajes, los niños dejan de serlo al perder la inocencia. Tengo que pensar qué me la hizo perder a mí.
ResponderEliminarNunca he entendido esa necesidad de ser crueles antes de tiempo con los niños. Vale, la vida es dura, es una mierda y todo eso, pero a veces creo, sobre todo en los pueblos, que hay como una necesidad de acelerar todo ese conocimiento.
ResponderEliminarNo sé si el relato es inventado, pero he vivido escenas muy parecidas. Gatos ahogados, animales torturados, todo entre risas de adultos y gritos de niños. Algunos niños aceptaban esa crueldad y otros huían espantados y eran rechazados por el grupo... ¿qué aprendizaje de mierda es ese?
Vaya, creo que tu relato ha sacado muchas cosas, tendré que volver al psicólogo :)