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sábado, 8 de agosto de 2020

La deriva de los continentes

Fabiola y Nilo 



     Como cualquier otra tarde, es hora de salir. La luz, la orientación del viento que se filtra por la rendija de la ventana, el sonido de los pasos y el tintineo de la correa no engañan. El latigazo del asfalto sobre las almohadillas sustituye al olor a detergente. Acomodar el paso, las esquinas conocidas, el olor de los zapatos, los crujidos de metal y caucho. Y el ansia por llegar al monte. Allí le espera el rastro de las últimas horas, y esa tarea pendiente que ronda como el hambre y el sueño y aparece al entrar en contacto con la tierra.
     Urge descifrar todos los regueros de posibles pistas. La hierba cosquilleará en el hocico y portará información fresca, mensajes labrados en el suelo que sugieren y reclaman. Cubrir las señales con sal diluida y, una vez se ha dejado constancia, seguir dibujando el propio camino. El rastro del jabalí y de la liebre, atrapar ese movimiento al que se dirigen los dientes, al que casi nunca se llega, que da sentido a la búsqueda y da rumbo al movimiento. Porque los animales no viajan. Los animales se mueven. Un resorte interno los impulsa y los desplaza hacia lo más primordial: el calor, el otro, la sangre o el refugio de la cruel intemperie. Misiones que afinan los músculos en una explosión de ataque o de huida, y que, difundiendo desde el centro como una lámina de agua, anteceden al cansancio o a la muerte. Imposible resistirse. No existe el viaje, pero sí el movimiento que sobreviene y salva, como el de los salmones tratando de remontar embalses, las golondrinas que trastocan el Ártico en Antártico, o esas tortugas a quienes no les importa que los continentes hayan derivado y desovan a miles de kilómetros como si pudieran comprimir el espacio.
     Mi perra aún no lo sospecha al salir por el portal, pero desde hoy tiene vetado viajar montada sobre su instinto. No podrá disfrutar de la carrera, del rastreo, del sabor y la textura de ese paisaje esnifado por su trufa. Solamente está permitido dar una vuelta muy corta por el barrio. Yo también anulo mi olfato con este bozal que estoy obligada a llevar. Y ella, con la misma sensación que tendría un humano al que le vendasen los ojos, empieza a sospechar que el mundo ha dejado de ser un lugar interesante en cuanto dobla por segunda vez la misma esquina rebosante de orines.  


Lía

Este es el relato que presento al concurso Zenda Historias de viajes. Dedicado a mis tres galgos viajeros.  




4 comentarios:

  1. Mar Rodríguez Martínez9 de agosto de 2020, 3:20

    Precioso relato, Paz. Un hermoso homenaje, hermoso y triste a la vez, a esos seres maravillosos que compartieron contigo su vida. Espero que pronto puedas recuperar la libertad de pasear por esos parajes maravillosos que hoy aún sólo despiertan miedo y un dolor infinito

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    1. Gracias, Mar. voy a intentar por todos los medios que el miedo no se instale en nuestras vidas. Abrazo

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  2. Me gustan muchos los galgos, siempre me han parecido criaturas tristes y sabias, no sabría decirte el motivo.

    Necesitamos recuperar el rastro, encontrar el punto dónde nuestras vidas se torcieron...

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    1. Muy buena descripción de cómo son los galgos. Fabiola, mi querida galga blanca, era sabia. No lo podía decir porque nadie lo habría entendido, pero lo era. Lía era una maestra zen. Y Gala me mira como si lo supiera todo, y me sonríe con su rabo. Y es verdad que tienen una dignidad triste y a la vez serena. Son unas criaturas totémicas, primordiales, antiguas y sabias, mucho más interesantes que cualquier ser de la literatura fantástica. Pero hay gente que ha perdido el rumbo hace tiempo y viven enfangados en su ira y en su odio hacia todo lo que está vivo. Algo difícil de entender y que hace mucho daño, como esta vez nos lo han hecho a nosotros. Por suerte han pillado al autor, y esperamos que se haga justicia disuasoria.

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