Fabiola y Nilo |
Como cualquier otra tarde, es
hora de salir. La luz, la orientación del viento que se filtra por la rendija
de la ventana, el sonido de los pasos y el tintineo de la correa no engañan. El latigazo del asfalto sobre las
almohadillas sustituye al olor a detergente. Acomodar el paso, las esquinas
conocidas, el olor de los zapatos, los crujidos de metal y caucho. Y el
ansia por llegar al monte. Allí le espera el rastro de las últimas horas, y esa
tarea pendiente que ronda como el hambre y el sueño y aparece al entrar en
contacto con la tierra.
Urge
descifrar todos los regueros de posibles pistas. La hierba cosquilleará en el
hocico y portará información fresca, mensajes labrados en el suelo que sugieren
y reclaman. Cubrir las señales con sal diluida y, una vez se ha dejado
constancia, seguir dibujando el propio camino. El rastro del jabalí y de la
liebre, atrapar ese movimiento al que se dirigen los dientes, al que casi nunca
se llega, que da sentido a la búsqueda y da rumbo al movimiento. Porque los
animales no viajan. Los animales se mueven. Un resorte interno los impulsa y
los desplaza hacia lo más primordial: el calor, el otro, la sangre o el refugio
de la cruel intemperie. Misiones que afinan los músculos en una explosión de
ataque o de huida, y que, difundiendo desde el centro como una lámina de agua,
anteceden al cansancio o a la muerte. Imposible resistirse. No existe el viaje,
pero sí el movimiento que sobreviene y salva, como el de los salmones tratando
de remontar embalses, las golondrinas que trastocan el Ártico en Antártico, o esas
tortugas a quienes no les importa que los continentes hayan derivado y desovan
a miles de kilómetros como si pudieran comprimir el espacio.
Mi
perra aún no lo sospecha al salir por el portal, pero desde hoy tiene vetado viajar
montada sobre su instinto. No podrá disfrutar de la carrera, del rastreo, del
sabor y la textura de ese paisaje esnifado por su trufa. Solamente está
permitido dar una vuelta muy corta por el barrio. Yo también anulo mi olfato
con este bozal que estoy obligada a llevar. Y ella, con la misma sensación que
tendría un humano al que le vendasen los ojos, empieza a sospechar que el mundo
ha dejado de ser un lugar interesante en cuanto dobla por segunda vez la misma
esquina rebosante de orines.
Lía |
Este es el relato que presento al concurso Zenda Historias de viajes. Dedicado a mis tres galgos viajeros.
Precioso relato, Paz. Un hermoso homenaje, hermoso y triste a la vez, a esos seres maravillosos que compartieron contigo su vida. Espero que pronto puedas recuperar la libertad de pasear por esos parajes maravillosos que hoy aún sólo despiertan miedo y un dolor infinito
ResponderEliminarGracias, Mar. voy a intentar por todos los medios que el miedo no se instale en nuestras vidas. Abrazo
EliminarMe gustan muchos los galgos, siempre me han parecido criaturas tristes y sabias, no sabría decirte el motivo.
ResponderEliminarNecesitamos recuperar el rastro, encontrar el punto dónde nuestras vidas se torcieron...
Muy buena descripción de cómo son los galgos. Fabiola, mi querida galga blanca, era sabia. No lo podía decir porque nadie lo habría entendido, pero lo era. Lía era una maestra zen. Y Gala me mira como si lo supiera todo, y me sonríe con su rabo. Y es verdad que tienen una dignidad triste y a la vez serena. Son unas criaturas totémicas, primordiales, antiguas y sabias, mucho más interesantes que cualquier ser de la literatura fantástica. Pero hay gente que ha perdido el rumbo hace tiempo y viven enfangados en su ira y en su odio hacia todo lo que está vivo. Algo difícil de entender y que hace mucho daño, como esta vez nos lo han hecho a nosotros. Por suerte han pillado al autor, y esperamos que se haga justicia disuasoria.
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