Me
viene a buscar a la sala de ordenadores.
─ Oye,
no has limpiado la cocina ¿no?
─ Sí,
la acabo de limpiar ─ le contesto.
Me
levanto y la acompaño para que lo vea. Cuando llegamos me señala la encimera
vitrocerámica.
─ Acabo
de recoger el lavaplatos y todo el resto, pero tienes razón, la encimera no la
he limpiado.
─ Cada
uno cuando acaba de preparar lo suyo tiene que dejarlo todo limpio para el
siguiente. La coordinadora me ha dicho que hay restos de aceite y yo le he contestado
que hace dos días que yo no cocino en esta zona, así que…Ah, y las sartenes no
se meten en el lavaplatos. Ya la he sacado yo, pero para que lo sepas.
─ Vale, ahora lo limpio ─respondo, sumisa.
─ Lo
mismo para el suelo, barrer y pasar la fregona. Así el siguiente se lo
encuentra en condiciones.
─ Pero
aun queda gente por venir, y el suelo se friega al final ¿no?
─ No,
cada vez que se usa.
Salgo
de la cocina, después de hacer todo lo que se supone que debería haber hecho,
con un nudo en la garganta, con ganas de llorar.
Yo
me había esmerado en recoger el lavaplatos con platos que obviamente no todos
eran míos, en llenarlo de nuevo con mis cosas fregadas a mano previamente ─tal
como dice el cartel─ para asegurar la eliminación de todos los gérmenes debido
a la vulnerabilidad de los niños hacia las infecciones.
Me
siento como una colegiala hipersensible a la que le ha regañado una maestra
estricta, o la madre superiora. No, peor, me siento como cuando miro
fotografías de guerra: inadecuada. Sorprendida por la absurda vacuidad de mi
vida. Sintiendo más terror por mi propia inadecuación que por la situación en sí; y ¿cuál es la situación? La situación consiste en que una mujer, madre de
un niño con leucemia al que no le encuentran donante de médula, me ha dicho ─con una fuerza inaudita─ que fuera más responsable, más aseada. A mí, que llevo
en el centro solamente dos días y que trato de cumplir las normas
escrupulosamente para pasar desapercibida. El problema es que nadie me había
explicado todas las normas, no las he cumplido y ahora ya no soy transparente.
Ya no me sirve el manto de invisibilidad que había tejido a base de de
discreción, silencio y respeto por el drama que están viviendo esas familias
que pululan como zombis por la residencia.
Yo
solo acompaño a mi sobrina durante unos días, sustituyendo a mi hermana. Ella
no tiene cáncer como la mayoría de los niños que viven aquí mientras son
tratados: lo suyo es un problema de traumatología con bastante buen pronóstico,
la posibilidad de una intervención quirúrgica si las cosas se ponen en lo peor.
Pero nada comparado con los efectos de la cortisona en Cristina, con la pierna
amputada de Tamara, o con la espera de un donante compatible. Tengo la posición
privilegiada de un voyeur, del que mira. Querría poder observar sin
ser vista, como intento en mis viajes. Pero el que mira interfiere, no se
puede pretender mirar sin entrometerse. Yo no he sido invitada a este viaje. Me
he colado. Soy un polizón. Y me acaban de pillar. Entre ellos hablan de plaquetas
y trasplantes y yo quisiera desaparecer para que no tuvieran que
desnudarse en mi presencia. El tremendo pudor a presenciar su dolor me ha
convertido en una serpiente que se desliza por las esquinas, esquivando a los
verdaderos protagonistas: madres que se sonríen y sacan fuerzas para hacer
bromas y preparar comidas en común. Niños que viven con pasmosa naturalidad las
vías abiertas que asoman por su cuerpo, la falta de pelo o su exceso como
consecuencia de los antiinflamatorios, que juegan al futbolín o al último
videojuego. Que rechazan con dignidad la compasión de los voluntarios cuando
ésta es demasiado patente. Niños que desobedecen a sus padres, padres que les
riñen cuando no quieren hacer los deberes o irse a dormir, para reforzar la
sensación de que no pasa nada. Adolescentes que no quieren ser acariciados por
una mamá que necesita hacerlo. Sonrisas, ojeras marcadas, cansancio, carreras
de sillas de ruedas. Vladi ha visto hoy por primera vez el mar, en Rumanía
nunca lo vio. La hermana de Tamara ha tenido un hijo hace diez días, dos
días después de la amputación de la pierna su hermana, y el bebé tiene el pelo crespo y africano.
Ahora viven todos aquí con la abuela, dulce y grande como la tierra, que ha
dejado cuatro hijos más en Nigeria.
Hay
una calidad especial en el aire de la residencia Ronald McDonald, en la que se
alojan los niños enfermos y sus familias. Una luz combada lame el espacio como
lo hace una perra con sus cachorros, a veces se concentra y brilla atrayendo la
esperanza hacia su núcleo, pero otras ─cuando duda─- es ubicua y sin centro.
Una luz que vibra con la fragilidad y con la fuerza de estas madres que me han
recordado que tengo que ser más responsable, que para este viaje hay que llevar el mínimo
equipaje. Una luz que ya no pasa a mi través.
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