Evening rain in Paris Oleg Trofimoff |
La calle comercial se despliega ante ella como una alfombra. Es temprano, hace un frío desapacible, todavía sin
rayos de sol que suavicen la mañana del día de Nochebuena. Los propietarios de
los comercios levantan las rejas de seguridad. Un corredor atraviesa la calle
echando por la boca algo que recuerda al humo de una locomotora.
Lucía entra en una tienda de
ropa de caballero.
—No sé, esta corbata me gusta
mucho, pero es una prenda tan personal... Me lo voy a pensar y vuelvo más tarde.
Colores que parpadean
incansables. Villancicos vomitados por altavoces que espían con ojos cuadrados
e indiscretos. Aunque se siente agotada y siempre le ha producido una tristeza antigua la Navidad, hoy pretende sentirse privilegiada: los niños están con su
marido y puede dedicar la mañana a comprar ese último regalo con el que no
contaba.
Siguiente parada: colonias.
Minotauro le convence, aunque no sabe si por el aroma o por el nombre. Quizás sea un perfume excesivamente juvenil para él. Sale de la perfumería con
un incipiente dolor de cabeza. La calle empieza a llenarse de náufragos
navideños. Un perro sin collar marca su territorio en una esquina. Una anciana
pasea del brazo de una mujer con rasgos de india. El vendedor de cupones tiene
la nariz roja y los ojos desorientados. Otro corredor la sobrepasa como un
recuerdo inesperado.
Lucía entra en cinco tiendas
más. La migraña desciende por los tendones del cuello y se ramifica hacia las articulaciones. El caparazón de la música
se agrieta y las ideas que acceden a su mente le producen un ligero escalofrío.
No se decide. No sabe qué le
podría gustar. No quiere parecer demasiado obsequiosa, pero tampoco una rácana.
Cómo ser original sin pecar de extravagante. La última tienda: una pastelería.
Sale con una enorme caja de bombones. Deja la zona comercial como si bajara de
un tiovivo: con las piernas temblonas y unas décimas de fiebre.
Llega a su casa. No hay nadie.
Habrán ido al parque. Respira hondo, se sienta en el sofá. Coloca la caja en su
regazo. Observa fijamente el paquete, como si le sorprendiera. Los dedos de sus manos empiezan a
deshacer el envoltorio, al principio con delicadeza, después con violencia. El
papel vuela en pedazos hacia el suelo y enseguida el licor de un bombón relleno estalla contra su paladar.
Sus manos han decidido que no va a regalarle nada a ese ginecólogo que tan amablemente la ha atendido y que va a acelerar los trámites para extirparle ese bultito que le acaban de detectar en el pecho.
Sus manos han decidido que no va a regalarle nada a ese ginecólogo que tan amablemente la ha atendido y que va a acelerar los trámites para extirparle ese bultito que le acaban de detectar en el pecho.
Como buen cuento, la bomba al final, cambiando totalmente la perspectiva que teníamos de lo que creíamos haber supuesto. Además esa frase final tiene un valor que transforma el relato. En este caso la palabra clave es bultito (...) en el pecho. Una amenaza, una carga de profundidad, terriblemente frecuente en tantas mujeres... Este texto hace varias décadas hubiera sido antológico, hoy el cáncer de mama es tratable y hay bastante éxito en su diagnóstico y tratamiento. A mi suegra se lo diagnosticaron hace casi treinta años, y aquí la tienes, tratándose pero resistiendo. Hubo un tiempo que ese sintagma "un bulto en el pecho" era casi signo de muerte segura.
ResponderEliminarNo obstante esta reflexión, el relato es sorpresivo y sorprendente, muy en tu línea.
La incertidumbre que se experimenta en el tiempo que transcurre entre una biopsia y el resultado es un abismo cósmico insoportable. Recuerdo que una vez me analizaron el contenido de un quiste ( con pocas probabilidades de que fuera un "bultito" de los malos) y nada más salir del ambulatorio me subió la fiebre y no me bajó hasta saber el resultado una semana después. No quiero ni pensar en la angustia de recibir un resultado temido. Por suerte los carcinomas de mama son de los más estudiados y con mejores resultados. Bueno, después de esta reflexión centrada en mis "no problemas" te agradezco tu comentario y esos dos adjetivos complementarios que tanto me han gustado. La sorpresa dosificada, ese gran acicate para el cerebro. Tengo reservadas las entradas de tu blog para leerlas cuando tenga un ratito ( quien estuviera jubiladaa, llevo todo el día preparando clases y cogiendo carrerilla)
EliminarEl cambiar la perspectiva al final del relato es un clásico, pero cuando esta bien hecho, como es el caso, siempre me sorprende :)
ResponderEliminarCreo que hacerse mayor es ir acumulando miedos. Antes iba al médico como algo rutinario, ahora voy con miedo, repasando bultos y dolores antes de pedir cita en busca de algo fatídico que me acabarán encontrando.
Gracias por pasarte y comentar! Si pudieramos controlar los miedos anticipatorios haciendo algo tan loco como comernos una caja de bombones nos iría mucho mejor en la vida, sin duda. Ojalá nos dé tiempo de aprenderlo antes del diagnóstico fatídico del que hablas... Saludos sigilosos y agradecidos
Eliminar