*MELATONINA
El mundo se dividía en dos
grupos: winners y losers. Nada de
ricos y pobres, buenos y malos, policías y ladrones, damas y caballeros.
Ninguna de las categorías que yo conocía antes de viajar a los Estados Unidos servía en ese país. Allí uno
es ganador o perdedor, independientemente del color del pelo o de la edad. Hay
niños que ya en la guardería son ganadores y viejos que, por muy cultos que
sean, tienen el tufillo inconfundible de los perdedores.
La segunda cosa que aprendí
ese verano con la familia que me acogió para mejorar mi inglés fue que lo
importante era mantenerse alerta en toda ocasión, mostrar siempre la voluntad y
el optimismo de los ganadores, pues si los demás deducían de tu comportamiento
alguna de las debilidades atribuidas a los
losers, estabas literalmente perdido.
La moraleja de esta curiosa
filosofía era que los perdedores no son interesantes y nunca son bien
recibidos.
El winner se encuentra siempre fine, es activo, participa, no muestra
sus emociones y mucho menos sus defectos (para eso le paga al psicoanalista).
Es voluntario en varias asociaciones de ayuda a la comunidad y se jacta de las
donaciones que ha realizado. Un barniz de espiritualidad justifica todos sus actos. Si además ha
conseguido todo lo que posee gracias a su esfuerzo y voluntad, mucho mejor.
Es muy cansado ser ganador,
pero si uno decide serlo hay que ejercer 24 horas al día, no se debe mostrar
una sola fisura, eso sería como enseñarle la yugular a un depredador.
Los primeros días no entendía
nada pero, tras recuperarme del jet lag,
aprendí rápidamente la lección. Conseguí, a base de cafeína, acostumbrarme a
hacer muchos aspavientos ante las cosas más vulgares, decir wonderful y amazing con frecuencia y sonreír entusiasmada hasta contraer una
dolorosa contractura en las mandíbulas.
Asumí que la importancia de
uno radicaba en los miles de dólares que se ganasen al año y en lo grande que
fuera la iglesia a la que se asistía. Le dije a mi familia de acogida que mi
padre era médico y que en mi ciudad había una catedral gótica que siempre
estaba llena de gente (no especifiqué que eran turistas), y así entré con el
pie derecho en la rumbosa sociedad de Madison (Wisconsin), con un plus añadido
de exotismo que elevaba mi caché.
Los domingos solía acompañar a
mi nueva familia a la iglesia. La más grande y prestigiosa de la ciudad,
repleta de winners. El servicio
religioso era largo y tedioso, pero concluía con un abundante desayuno aportado
por todas las familias de la comunidad. El sacerdote saludaba personalmente a
cada uno de los feligreses y a continuación pasábamos a la zona de las
relaciones sociales, los pastelitos, las buenas intenciones y las sonrisas
congeladas. Un derroche de dulzura y empalago. Reservas suficientes de amor
para nutrirse durante toda la semana.
Mi “mamá” americana horneaba
todos los domingos una gran tarta de melocotón en almíbar con cerezas que
flotaban en una masa de harina y leche sobre la que vertía abundante mermelada
de blueberries. Lo dejaba preparado
el sábado por la noche, y los domingos nos íbamos a misa sin desayunar.
Un día, para congraciarme con
mis padres adoptivos y ser definitivamente nice, les dije que en dos semanas
haría yo el desayuno para los feligreses de su iglesia. Se mostraron encantados
de haber elegido a una estudiante tan despierta y con tantas ganas de
integrarse.
A la mañana siguiente llamé a
mi madre española, a la de verdad, y le pedí un favor que me permitiría salir
airosa del trance en el que me había metido. Ella, diligente, me envió por
correo lo que necesitaba para triunfar en la comunidad: una máquina de hacer
churros.
El paquete llegó a tiempo,
aunque tan solo dos días antes de mi estreno como cocinera dominical. Mi madre
había añadido al extraño artilugio dos botellas de aceite de oliva y cuatro
paquetes de chocolate en polvo. La sartén
para freír los churros la
pidieron prestada a unos vecinos.
La noche del sábado tuvimos
una party en la casa con tres parejas
del grupo de parroquianos. Tuve que explicarles qué cosa eran los churros. No
fue tarea fácil debido, por un lado a mi nivel de inglés, y por otro, a la
objetiva complejidad de la geometría del churro, distinta a la de cualquier
otro objeto conocido.
Tampoco entendieron lo de las
churrerías, las horas intempestivas a las que los estudiantes suelen tomar el
chocolate con churros, ni su extraña ubicación en la gastronomía: ni postre, ni
primer plato, ni desayuno...
La contemplación de la máquina
de hacer churros levantó altas expectativas entre las señoras y curiosidad
científica en uno de los maridos, que era ingeniero y no recordaba haber
estudiado semejante mecanismo en sus años de universidad.
Cuando por fin acabó la
fiesta, me deslicé hacia la cama con la sensación de haber asumido una carga
demasiado pesada. Estaba segura de que me había equivocado pretendiendo traer
un trocito de mi mundo a esa iglesia protestante y esperando además hacer
partícipe de él a aquella pandilla de niños grandes. Tan absurdo como creerme
capaz de comprender el funcionamiento de una nave espacial.
Esa noche soñé con marcianos
que hacían churros, churros verdes fosforito que se convertían en goma de
mascar en cuanto entraban en contacto con la saliva.
La mañana del domingo me
levanté temprano para preparar el chocolate. Después cargamos con la marmita
llena de chocolate, la sartén gigante, la máquina de hacer churros y los
ingredientes. Mis padres yanquis orgullosos de mí, y yo, la pequeña marciana venida
del rincón más recóndito del planeta rojo, avanzando decidida a explicarles a
los terrícolas las virtudes del chocolate con churros.
Mi rostro tenía una ligera
tonalidad verdosa.
Llegamos a la iglesia y
montones de sonrisas calvinistas nos recibieron expectantes. Dejamos el
cargamento en la sacristía y nos dispusimos a seguir la celebración. Cuando
terminó, instalamos la sartén encima de los fogones que habían traído
especialmente para la ocasión. Vertí el aceite en la enorme sartén y preparé la
mezcla para los churros. Respiré hondo y, mientras reposaba la masa, me dirigí
a los fieles que me rodeaban entusiasmados y les solté una pequeña conferencia
sobre el chocolate con churros, descripción técnica de la máquina incluida. Los
espectadores sonreían felices: el chocolate les esperaba bien espeso en la
marmita y las glándulas salivares segregaban incansables.
Mostré inclinado el recipiente
con la masa situándome tras la improvisada cocina, y cuando me dirigía a llevarlo hacia
la máquina para darles la forma a los churros tropecé de manera imperceptible
con una de las patas del trípode que soportaba los fogones. Me reincorporé
inmediatamente, pero mi mano izquierda perdió el control y soltó el recipiente
con tanta puntería que toda la pasta fue a caer sobre el aceite caliente. En
ese momento noté que la tierra se abría bajo mis pies y que mis piernas se
convertían en gelatina. Como en un flash pude ver al ingeniero de la noche
anterior con esa mirada decepcionada que se reserva para los perdedores.
Y entonces, sin saber cómo, se
me activó un mecanismo innato. Me apropié de esa cualidad que hace del
individuo mediterráneo una rara especie a medio camino ente el ganador y el
perdedor: el improvisador. Removí con energía la masa en el aceite, volví a
sonreír, y tras unos minutos conseguí una especie de gran torta redonda y
dorada. El ingeniero miraba alternativamente al contenido de la sartén y a la
máquina.
Saqué la torta a una bandeja,
tomé la máquina en mis manos, la levanté con un gesto parecido al del sacerdote
cuando levanta el cáliz y, decidida, procedí: con la base hueca del instrumento
empecé a cortar en cuadrados el gran churro americano. Repartí el chocolate en
vasos de plástico y le di un churro cuadrado a cada uno.
Los wonderfuls y los amazings
que escuché fueron la constatación de que había triunfado en mi gran prueba
para acceder a la sociedad de los winners.
Sólo el ingeniero mantuvo
durante un momento una mueca interrogante, que se diluyó de inmediato en cuanto
probó el primer churro.
* Estimulada por las
fluctuaciones luz/ oscuridad, rige los ciclos sueño/ vigilia. En los viajes
transoceánicos puede ayudar a solucionar los problemas de alteración del reloj
biológico ( jet lag) producidos por la diferencia horaria entre
diferentes continentes.
Este relato pertenece a mi libro Hormonautas ( editorial Nazarí ), en el que cada texto está relacionado, de alguna rocambolesca manera, con la acción de una hormona en el organismo.
Este relato pertenece a mi libro Hormonautas ( editorial Nazarí ), en el que cada texto está relacionado, de alguna rocambolesca manera, con la acción de una hormona en el organismo.
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