“El
típico personaje de las Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos
lo esencial está deformado: tienen las manos en las piernas, los pies en los
brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio” G.K.
Chesterson
Una
tormenta de nieve desciende lentamente -como si alguien le hubiera dado la
vuelta a una de esas bolas de cristal con paisaje suizo en su interior- sobre
la crónica que Virginia Woolf escribió en noviembre de 1904 tras su visita a
esta localidad situada en los remotos páramos ingleses. El gélido paisaje que
dibuja el texto se derrite y se convierte en magma literario en el momento en
el que la escritora se introduce en la vieja rectoría donde vivió la familia
Brontë.
La mañana de abril en la que llego a Haworth,
111 años después, no nieva. Ni siquiera llueve. Pero al atravesar el umbral de
la puerta de ese edificio noto como si la membrana del tiempo se combara y por
un momento confluyera con la escritora para hacer juntas la visita. Entre otras
cosas ella afirma en su ensayo que, al visitar la casa de un gran escritor, la
curiosidad está solo legitimada cuando la visita añade algo a nuestro
conocimiento de sus libros. Con
semejante expectativa entro al Brontë
Parsonaje Museum, un caserón feo y respetable desde cuyas ventanas los
niños del reverendo Patrick Brontë podían contemplar las lápidas del cementerio
que les servía de jardín.
En
ese momento me queda por acabar de leer un veinte por ciento de mi ejemplar
electrónico de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë. Tiempo atrás leí
Cumbres Borrascosas, de su hermana Emily. Ya he viajado, en mis lecturas, a los
páramos que acabo de atravesar en la
última etapa del viaje que empezó a las nueve de la mañana en la estación de
Liverpool. Ya conocía la empinada calle principal de este pueblo dedicado a que
los turistas conozcan a esta peculiar familia, la había visto en los reportajes
de otros viajeros. Al acceder a la casa-museo nos da la bienvenida -a mi amiga
Beatriz y a mí- una voluntaria con acento claramente español.
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Me
suele invadir este tipo de vértigo en los lugares históricos, claramente una
patología de mi imaginación. No consigo añadir conocimiento, solo desbaratar el
poco que tenía. Me temo que Virginia debe de estar algo sorprendida con el
funcionamiento caótico y poco riguroso de mi cabeza, y me mira decepcionada por
no saber separar el grano de la paja. Menos mal que Beatriz se fija en los
datos y absorbe la información con la avidez de un detective: datos sobre la
insalubridad de la zona, sobre la elevada mortalidad infantil -las
inscripciones en las tumbas del cementerio dan fe de ello-, sobre las
ocupaciones diarias de estas seis criaturas extrañas y enfermizas, a quienes
una imagina jugando con soldaditos, cosiendo, escribiendo poemas épicos con
letra impecable o estudiando alemán mientras la criada amasa el pan en la
cocina, todo bajo la mirada atenta y melancólica del párroco viudo que vio cómo
morían uno tras otro sus descendientes en esa tierra remota y olvidada por Dios.
Antes
de salir de la habitación de Charlotte levanto con disimulo el visillo que
cubre una de las ventanas, y contemplo las vistas: unas sombras oblicuas y
verdosas tamizan el paisaje de lápidas que ocupa el terreno situado tras la
iglesia. El vigilante me llama la atención, no se debe tocar nada. Pido
disculpas y regreso a esa habitación que parece un mausoleo. Consigo sentir
aquella mezcla de miedo y alegría que desprende la obra de la autora. Y decido
que, a partir de ese momento, seguiré el proceder de Jane Eyre cuando dice:
“Luego reduje la marcha y empecé a disfrutar y analizar la índole de placer que
la hora y el entorno hacían germinar dentro de mí”.
acabo de viajar contigo y con Beatriz. Incluso me han llamado la atención por tocar lo que no se debe. Me ha encantado, de verdad, qué bien lo cuentas
ResponderEliminarFue un viaje muy intenso, divertido e instructivo. Gracias, Elena, por viajar con nosotras!
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